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4 de junio de 2011

DESCONTENTOS

Todos los males le llueven al mundo por culpa del descontento. La primera expresión del ser humano es el llanto, lo que indica a todas luces cierta disconformidad. Más tarde, ese primer llanto se convierte a lo largo de la vida en cómoda y placentera adicción. La posible causa es el ansia de cambio que nos atenaza durante toda la existencia. En realidad, nadie quiere quedarse tal cual. Lo normal es que los unos quieran convertirse en los otros. Y los otros, naturalmente, en los unos. Decía Ortega que el descontento es la emoción idealista que nos arroja de nuestro círculo de realidad: oficio, carácter, familia, nación, cultura, intereses, y nos lleva a buscar otra cosa que no tenemos, que no palpamos, pero que nos atrae como el brillo del oro: el ideal. Yo creo, por tanto, que el ideal es el gran enemigo de los hombres. La búsqueda del ideal es lo que nos impulsa a cambiar el mundo, supongo que con la intención de cambiarnos a nosotros mismos. Me inclino a pensar, en definitiva, que la insoportable molestia de vivir surge como consecuencia de un rechazo innato y secreto a ser lo que se es. Incluso puede que en este rechazo encontremos la clave de esa tendencia del hombre hacia la autodestrucción. Una guerra nuclear no sería, en definitiva, un ataque inmisericorde a nuestros enemigos, sino al corazón de nosotros mismos, cansados ya de la inevitable levedad del ser. Incluso sin llegar a extremos tan radicales, uno bien podría pensar que ha llegado el momento de plantearse la actuación del Gobierno español como un buen intento de autodestrucción. Ni siquiera la prosperidad lograda en los últimos treinta años es óbice para recuperar el contento y el orgullo de ser uno mismo. La felicidad nacional les parece peligrosa y, sobre todo, debe suscitarles terribles sospechas. Comenzamos los españoles, en consecuencia, una nueva peregrinación hacia otra clase de felicidad. Tal vez, este chico de León tenga razón y al final conquistemos el ansiado mérito de no ser uno mismo, aunque el precio sea, naturalmente, convertir a España en otra cosa. Es decir, en su terrible ideal.

Antonio Civantos

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