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22 de febrero de 2015

DAPHNE DU MAURIER



Hablamos por teléfono y me concedió la entrevista. Me dijo que nos veríamos en la mansión de Menabilly, la casa donde según parece escribió su novela más famosa, Rebecca, y también donde nacieron sus tres hijos, dos niñas y un niño Quedamos a las cinco y me prometió que tomaríamos el té, dejándome bien claro que ella, por supuesto, era una inglesa tradicional y la ceremonia del té le era sagrada y que sería un honor compartirla conmigo. Un cumplido muy hermoso, así que se lo devolví asegurándole que el honor, naturalmente, era sólo mío, pues no todos los días podía uno sentarse a tomar el té con una personalidad de tantos quilates como Daphne du Maurier.
Lo primero que pensé es que me había pasado en la coba, pero resultó que, incluso para los muertos, los elogios aún son susceptibles de exagerarse cuanto a uno le convenga, pues, como pura vaselina, suavizan el alma de cualquiera. Así que empecé a preocuparme de cómo llegar puntual a la cita. Ya se sabe la importancia que dan los ingleses a este respecto. Y allí estaba ella, preparándolo todo, colocando las tazas y los cubiertos y los platitos con los sándwiches en una mesa con mantel blanco que había dispuesto en el jardín. Todo era de porcelana blanquísima, con dibujitos rosas y las servilletas, diminutas hasta el exceso, pero que al tacto me parecieron de hilo finísimo.
Nos dimos un buen apretón de manos; la de ella una mano larga y fina, pero con firmeza de hombre. Me pidió por favor que tomara asiento, sugiriéndome al tiempo que le llamase señora Browning, el apellido de su marido, ya que así le había llamado todo el mundo hasta su muerte. Así que asentí con la cabeza y enseguida me dediqué a escudriñarlo todo.
La mansión era de piedra, de dos plantas, con una fila de ocho ventanas, perfectamente alineadas, en la segunda, y sólo seis en la primera, tres y tres, ya que la puerta de entrada la dividía en dos mitades. Todas las ventanas lucían un marco de madera blanca, permitiendo un contraste muy acusado con el tono oscuro de la piedra. Naturalmente, como todas las casas de campo británicas, estaba rodeada de césped, que es donde la escritora había colocado la mesa del té, como a unos veinte metros de la fachada.
Nos resultó de lo más extraño que no soplara el viento, sobre todo a ella, ya que todo el mundo sabe que la costa de Cornualles es tradicionalmente ventosa. Incluso la temperatura nos pareció de lo más veraniega, aunque estábamos en mayo, una rareza si bien se mira. La señora Browning lo achacó a los cambios sin tino que últimamente ofrecen los fenómenos del clima. Claro que los muertos no estamos a expensas de estas mudanzas, me dijo, mirándome con mucha fijeza a los ojos, como si quisiera comprobar el estado de mi alma. Los muertos sólo podemos fingir que estamos vivos, insistía ella, y que la vida y sus circunstancias nos afectan lo mismo que a ustedes.
La verdad es que me impresionaron sus palabras. Y también sus ojos, que eran de un azul intenso, casi violáceo. Para mí que aparentaba tener como unos veinticinco años. Sin duda se trataba de una chica alta, espigada y ligera de carnes. Me pareció muy inglesa en todas y cada una de las esencias de su persona. Advertí que su cabeza era exageradamente pequeña para la altura que presentaba de cuerpo. Quiero decir que la proporción entre tamaños no me pareció la más idónea. Además, su cara, mirada de frente, me resultó demasiado angulosa por la parte del mentón, en total desarreglo con la anchura de la frente. Incluso la nariz tenía algo así como un aire de inexistencia, excesivamente respingona para mi gusto. Sin hablar de la exagerada planicie del resto del cuerpo y demás extremidades. Nada por delante, nada por detrás. Quiero decir que la señora Browning no me pareció ni de cerca el tipo de mujer que suele gustarme, si es que puedo ser completamente sincero. Mis gustos en la materia, por así decirlo, son más mediterráneos, aunque ahora no se me ocurre ningún ejemplo de escritora de esa zona que responda con fidelidad a tales cánones. Si es que existen esos cánones.
En compensación, me atrevería a pontificar acerca de un tema que no todo el mundo va estar de acuerdo. Me refiero a que las mejores escritoras de la historia de la literatura son las inglesas. Y no es que Daphne du Maurier me haya parecido un genio de la literatura, pero digamos que mezclada y agitada entre Virginia Woolf, las hermanas Bronté, Jane Austen y Agatha Christie, hasta es posible que pueda parecernos un miembro imprescindible del grupo.
Sorprendentemente, enseguida empezamos a discutir acerca de cómo debería servirse la taza de té perfecta. Me refiero, claro, al té con leche. En realidad, fue ella quien sacó el tema a relucir y al respecto se despachó después a su gusto Lo de la discusión no ha sido más que un eufemismo por mi parte. Porque fue ella, la señora Browning, quien comenzó a pontificar, como poseída por un espíritu infalible, acerca del té y su forma de tomarlo. Al parecer, muy al contrario de lo que siempre dijo una autoridad en la materia como George Orwell, la leche es lo primero que debe echarse en la taza, es decir, antes que el té, con el fin de que la mezcla entre ambos fluidos se complete a la perfección y en su totalidad. Naturalmente, según me aseguró la escritora, el té tiene que ser de Ceilán, mucho mejor que el chino.
Así que no fue hasta terminar mi última taza, cuando la señora Browning aceptó por fin que yo comenzara con mis preguntas y comentarios acerca de su vida y obra. Empezamos con Rebecca. Ella estuvo de acuerdo en que esta novela era un buen principio para nuestra conversación, no en vano había sido la llave que mágicamente le había abierto los salones de la fama mundial. Claro que el mago fue nada menos que Alfred Hitchcoch, que, como se sabe, adaptó la novela al cine, consiguiendo un gran éxito de público en el mundo entero. De manera que el nombre de Daphne du Maurier apareció en las pantallas de los cinco continentes, obteniendo, claro, una fama universal.
Sin embargo, si en algo se resistió la señora Browning, digamos que con demasiada determinación, fue cuando entramos en el análisis psicológico de la historia, aunque su resistencia del principio se vino abajo cuando pronuncié el nombre del padre: Gerald du Maurier, un nombre que lleva implícito, además de múltiples dones y habilidades profesionales, una sucesión interminable de amantes que alteró de alguna manera el equilibrio psicológico de la hija.
A decir verdad, no tardó demasiado en reconocer que sí, que en cierta forma los celos fueron terribles por su causa y que también podría ser cierta mi insinuación acerca de que hubiera estado enamorada de él, pero que esa relación entraba de lleno a formar parte de los muchos secretos que lleva aparejada su biografía. Así me lo dijo, con esas mismas palabras, asomando en sus ojos una chispa casi imperceptible de malevolencia incontenida.
Claro que esa fue la señal para empezar a buscar en su obra cualquier síntoma de neurosis. Y no hay que molestarse demasiado en una búsqueda exhaustiva, ya que casi sin querer lo encontramos en su novela predilecta: Rebecca. Naturalmente, la escritora me reconoció que nuestra heroína sin nombre nos da a entender que entre su padre y ella había habido una relación muy especial. También me reconoció, no sin alguna reticencia, que Maxim de Winter, con quien la joven se casa, es también un sucedáneo de la figura del padre; entre otras cosas porque le dobla la edad y su aspecto de señor con sombrero y traje gris así nos lo confirma. Sin duda alguna, se trata de las dos cuestiones que nos llevan a pensar en un posible complejo paterno.
No obstante, como me dijo la señora Browning,  la verdadera amenaza que se cierne sobre la chica proviene en realidad de la parte femenina: desde la señora van Hopper hasta, una vez en Manderley, la señora Danvers y el fantasma de Rebecca. Me refiero a que todo el mujerío de la historia digamos que se conjura peligrosamente en contra de la joven. A decir verdad, todas esas señoras juntas representan unitariamente a la arquetípica madre terrible y celosa que trata de impedir la felicidad de su hija con el príncipe azul, un mitologema que se repite en infinidad de cuentos infantiles, desde el de “Blancanieves y los siete enanitos” al de “Cenicienta”, por poner los dos ejemplos más famosos. Claro que en el caso particular que nos cuenta Daphne du Maurier en Rebecca, el elegido no es ningún príncipe azul, sino la figura del padre, que es la razón de que todas las fuerzas femeninas del inconsciente de la joven formen en orden de batalla para impedir el incesto. Naturalmente, la escritora no estuvo de acuerdo con mi interpretación psicológica y trató de defenderse señalando como ejemplo de inocencia el amor purísimo y de lo más cursi que sienten los dos tortolitos de su historia. Pero eso sucede, obviamente, porque fue lo que ella quiso escribir. Sin embargo, desde mi punto de vista, la mente de la autora, inconscientemente, impregnó la historia con los aromas patológicos de una neurosis que sin ninguna duda había padecido en vida.
También ante su perplejidad, me permití la libertad de referirme a otra de sus novelas: “La posada de Jamaica”, donde el complejo paterno se ve verificado y aumentado con total claridad en la figura todopoderosa del juez de paz de la isla: Sir Humphrey Penganllan, contra quien la heroína termina luchando con todas sus fuerzas para liberarse definitivamente de su influencia.

Sin mencionar los síntomas añadidos de lesbianismo que, tanto en “Rebecca” como en “La Prima Raquel”, otra de sus novelas, se ponen de manifiesto. Lógicamente, al ser del dominio público,  no tiene más remedio que reconocerme la relación amorosa que en vida mantuvo con Gertrude Lawrence, una actriz de cine y teatro, además de cantante, a la que nadie recuerda en la actualidad, pero que entre los años veinte y cuarenta se convirtió en una gran estrella del espectáculo. Para hacerle justicia se la debería recordar por sus actuaciones tanto en los teatros de Londres, donde fue la actriz principal de muchas de las comedias de Noël Coward, como en los garitos de Broadway, cuyo éxito más rutilante fue la interpretación del papel de Anna Leonowens de la obra “El rey y yo”, nada menos que junto a Yul Brynner.  La señora Browning me contó que conoció a la Lawrence porque escribió para ella una especie de monólogo cómico. Y de ese conocimiento personal surgió el amor entre ambas y así tuvieron su aventura. Pero con la mala suerte de que el “affairs” fue del dominio público y de ahí el escándalo consecuente y los problemas familiares y todo lo demás. La verdad es que me cayó muy bien esa chica, Daphne du Maurier, de un mirar algo extraño e inquietante y, sobre todo, muy entretenida en su conversación, además de ser la anfitriona perfecta y una gran entendida en esos versículos casi masónicos de la ceremonia del té. Una lástima que estuviera muerta.

7 de febrero de 2015

OSCAR WILDE



Como parece tan impaciente por saber acerca de mi vanidad, le diré que sí, que siempre he sido un gran vanidoso. Tenga en cuenta, querido, que la vanidad bien entendida empieza por uno mismo. Claro que también he de añadir que ha sido perfeccionada gracias a quintales de humildad y un número incalculable de buenas lecturas. Le aseguro que para reconocer la vanidad en uno mismo hay que practicar la humildad cada día, yo diría que a todas horas. ¿No le parece curioso? En realidad, existen dos clases de vanidosos. El vanidoso de nacimiento, que actúa sin saberlo, por lo que se trata de un imbécil hecho desde la cuna. Y luego tenemos el vanidoso que se ha forjado a sí mismo; es decir, el que se ha labrado la vanidad a golpe de meditaciones, estudio y fuerza de voluntad. El primero es un vanidoso inconsciente. El segundo lo es gracias a la energía que puede aportar una consciencia tan despierta como un mar embravecido. Este último soy yo.
       De modo que me gustaría aclarar que siempre me he considerado un vanidoso artificial. Me refiero a que mi vanidad ha sido siempre un puro fingimiento, como cualquier creación artísitica. Y le aseguro que cuando por las noches llego a casa, las noches que así sucede, dejo mi vanidad junto al abrigo, en el perchero de la entrada. No se puede ser sublime las veinticuatro horas del día, tal como pretendía ese exagerado de Baudelaire. Una tarea demasiado agotadora, se mire por donde se mire. Sobre todo para alguien que ya ha cumplido los ciento sesenta años.
         No creo que nadie me considere un farsante por llevar durante el día, cuando salgo a la calle, esa máscara divina, la máscara de los elegidos, que tanto trabajo me costó conseguir y no digamos perfeccionar. Sobre todo en Oxford, un lugar donde ser brillante es una absoluta vulgaridad. En Oxford, amigo mío, hay que ser genial. O eres un genio o no eres nadie. Y muy pocos lo son. Yo lo fui, naturalmente. Y puede estar seguro de que aún lo soy, a pesar de estar muerto, o precisamente por eso. En realidad, soy más famoso que nunca. Lo único que siento es que por culpa de mi fama el mundo conoce a esa mala bestia del marqués de Queensberry. Ya sé que también es conocido por haber establecido las normas del boxeo. ¿Qué otra cosa podría inventar ese animal? Pero fue mi nombre lo que le proporcionó un poder casi omnímodo después de mi condena.
         ¿Usted se preguntará cómo un dandi puede perder la cabeza por un chiquillo como lord Alfred Douglas? Pues, en efecto, la perdí. Y eso me convierte en un dandi destronado. Ese chiquillo hizo de mí lo que le vino en gana y confieso que me presté a su juego. Lo dejé bien claro en “De Profundis”, una obra que tiene el defecto de ser demasiado seria, sobre todo por la sinceridad que puse en ella. Un error imperdonable. Cuando salió publicada y volví a leerla me di cuenta de que estaba acabado como escritor. Había perdido una de las grades virtudes que, junto a la vanidad, siempre me adornaron. Me refiero, claro está, a la frivolidad. Sí, querido, la frivolidad fue la gran luz que, como un faro marino en una noche de niebla, me ha guiado durante toda la vida. Una pena que la cárcel acabara con ella y con todo lo bueno que había atesorado durante los años de libertad.
         Así es, en efecto, lord Alfred Douglas fue el origen de todas mis desgracias. No lo dude. ¿Pero cómo se puede luchar contra una pasión? ¿Y cómo augurar un desenlace tan dramático? Desde luego, aquello ocurrió en la época en que mi religión, si es que alguna vez me decidí por una religión, me obligaba a elegir lo más trágico. Sin embargo, le juro que no volvería a meterme en pleitos con la acémila del marqués. Aquellos dos años de cárcel carcomieron mi alma y no se los deseo a nadie. Y mucho menos a mi mejor enemigo. Y le aseguro que en este caso no me refiero a Queensberry. Le juro que para formar parte del séquito de mis mejores enemigos hay que demostrar las dotes de una inteligencia incluso superior a la mía. Siempre dije que elegía a mis amigos por su aspecto y a mis enemigos por su inteligencia. Ni que decir tiene, que lord Alfred no era tan torpe como su padre, pero sí tan mono y cursi como su madre. Después de muerto me enteré que se había casado con una tal Olive Custance y que había tenido un hijo llamado Raymond. La verdad es que me alegré por él. Un hombre debe saber qué es la paternidad al menos una vez en la vida. Peor habría sido que se casara con el pendón de Natalie Barney, la Amazona, como la bautizó Remy de Gourmont, una lesbiana yanqui que necesitó a las once mil vírgenes al completo para calmar sus ardores. Habría sido un desastre para lord Aldfred, tan de bajo calibre y de tan poco aguante, casarse con esa Pentesilea lujuriosa de los bollos calientes. Y no es que la otra, Olive, fuera el ideal de mujer para él, pues en materia lésbica, aunque más calmada, tampoco se quedaba tan al margen. Pero sí, sí resultaba más apropiada para él. En realidad, fue la familia de la Barney la que se opuso al matrimonio con lord Alfred. Supongo que sería por su fama de chapero de lujo y amante de Oscar Wilde.
¿Quiere oír un cotilleo? Mi sobrina Dolly, hija de mi hermano Willie, ya sabe usted que anduvo por París, despendolada y medio locatis, durante unos años. Pues bien, la chica tuvo el capricho de beneficiarse, desconozco si al tiempo, a las dos señoras en cuestión. Me refiero, claro, a Natalie Barney y a Olive Custance. Y he dicho muchas veces que un capricho dura algo más que un amor eterno. ¿Se imagina al animal de Queensberry removiéndose en su tumba al enterarse de que, no sólo su hijito precioso, sino también su flamante nuera había sido seducida por otro miembro de la familia Wilde. Sólo de pensarlo me entran ganas de volver al mundo. ¡Qué gran carcajada lanzaría en mitad de Picadilly Circus!
Pero volviendo a lo nuestro, no tengo otro remedio que darle la razón. El amor de Lord Alfred me privó de haber sido un verdadero dandi; un dandi que seguramente habría llegado a la altura del gran George Brummell. El otro día me lo decía mi amigo d´Aurevilly, a quien me encontré cenando en Le Dôme. ¿Ha probado las ostras de Le Domê? A mi amigo Marcel aún le dan mucho asco. No sabe lo que se pierde. Pues bien, siempre es un placer encontrarse con Jules, uno de esos tipos que saben escuchar y hablar lo justo y lo necesario. Y ya sabe usted lo que Oscar Wilde necesita de un público así. Sin embargo, por una vez, le dejé que se explicara:
--Oscar, me dijo, el dandismo es la religión más exigente que hay en el mundo. No lo dudes. Tiene reglas mucho más duras que la de cualquier orden monástica. Ten en cuenta, continuó diciéndome, que se trata de una mezcla explosiva entre la filosofía estoica y la epicúrea. Y te diré algo más: el dandi ha recorrido casi la totalidad del camino si domina tan sólo una única virtud: la “imperturbabilidad”. Y tú Oscar estuviste a punto de conseguirlo, pero al caer en las garras de una pasión tan incontenible como la que sentiste por lord Alfred Douglas, tú mismo te expulsaste de la cofradía. Es un crimen de lesa majestad que un dandi sea aniquilado por una pasión. Dos años de cárcel y tu exilio posterior a Francia completaron el resto de la catástrofe. El naufragio fue total. El dandi que pugnaba por nacer dentro de ti murió apenas vio la luz del mundo. Te juro, Oscar, que sin lord Alfred, habrías sido uno de los más grandes. No te quepa duda.