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4 de enero de 2015

JULIÁN SOREL




Me temo que no entiendo la razón de su llamada y le advierto de antemano que está usted equivocado o le han informado mal. Desde mi muerte, todos los críticos literarios me han considerado un dandi, pero le aseguro que en mi sangre no llevo una sola gota de dandismo. No creo ni por un instante que Baudelaire me considerase uno de lo suyos. Y le aseguro que no lo digo por la condición humildísima de mi origen, sino porque todas mis acciones como héroe de novela estuvieron dirigidas hacia el polo opuesto de esa sacrosanta religión que es el dandismo.
Desde mi punto de vista, el temperamento flemático del dandi está muy alejado de mi pasión encolerizada por la vida. El dandi, según dicen todos, sólo tiene una pasión: él amor por sí mismo, sin tener en cuenta los infinitos avatares que lo rodean. Incluidas las mujeres que puedan entrar o salir de su cama y de su vida. El dandi sólo se ama a sí mismo y en su historia es del todo imposible que, por ejemplo, tengan cabida una escalera de mano y una ventana, tal como me ocurrió en "Rojo y Negro", la novela del señor Beyle. ¿Se imagina usted a un dandi gateando por una escalera de mano y entrando por una ventana para tirarse a una señorita por muy buena que luzca?
Tampoco lo veo perpetrando el asesinato de madame de Rênal, después de perder los papeles del señorío, que fue lo que me subió al cadalso y me puso bajo la cuchilla de la guillotina. Un dandi puede ser ajusticiado por no pagar sus facturas, no cumplir promesas de matrimonio o mirar por encima del hombro al mismísimo rey, pero nunca por un ataque de celos mal concebido, que fue literalmente lo que el señor Stendhal me adjudicó en la novela como si yo fuera un vulgar asesino de mujeres.
De modo, amigo mío, que convocarme aquí como miembro de esa cofradía ha sido un error por su parte. Claro que después de todo, es preferible que a uno lo recuerden como dandi que como un matarife y sacrílego y vulgar parvenu, que es en definitiva lo que soy en realidad. Bueno, no tan vulgar, sobre todo si se tienen en cuenta las circunstancias, ya que disparar en una iglesia contra una antigua amante como la señora Rênal, un encanto de mujer a todas luces, debería ser considerado como de un romanticismo exacerbado, tal como ordenaban los cánones literarios de la época. Porque no otra cosa se me podría considerar. Julián Sorel es el típico héroe de la novela romántica. Y perdone que le hable en tercera persona, una fórmula de lo más pedantesca, pero nos viene bien para tomar cierta distancia y así ponerse uno como lector y comprenderlo todo mucho mejor. Me refiero, como usted ya sabe, a héroes de la talla de los Rubempré, Rastignac, Frederic Moreau, etc., que pasaron por el siglo XIX como arquetipos de una juventud ambiciosa, es decir, con el único anhelo de alcanzar un lugar en el sol, después de casarse con la princesa del cuento y gastarse su dote.
Si uno hubiera sido un dandi, le aseguro que mi actitud, tanto con la señora Rênal como con Matilde de la Mole, habría sido diametralmente opuesta. En primer lugar, me habría negado a ser el preceptor de los hijos de aquella señora. Un dandi no puede permitirse muchos oficios y menos aún el de preceptor de niños. Uno de los grades maestros del dandismo es mi buen amigo lord Henry Wotton, personaje creado por el Divino en el “Retrato de Dorian Gray”, una novela que tan sólo por él merece ser leída y recordada. En mi opinión, el resto no está a la altura del talento de Mr. Wilde y mucho menos el personaje de Dorian Gray, un imbécil de la cabeza a los pies, además de un monstruo desalmado. El caso es que lord Henry me dijo en una ocasión, me lo encontré paseando por una alameda del infierno, que enseñar al que no sabe es uno de esos pecados nefandos que un dandi jamás debe cometer. Tenga en cuenta que la ignorancia, señor mío, es “conditio sine qua non” para la felicidad de los niños, única edad en que la felicidad parece posible, siempre y cuando el niño no vaya a la escuela o no tenga preceptor particular ni cosa parecida.
Y en cuanto a Matilde de la Mole, le diré que se trata de un personaje casi imposible y algo  más que improbable. Creo que Stendhal lo creó a imagen y semejanza de Margarita de Valois, la reina Margot, para rememorar el mito de la cabeza cortada de Boniface de la Mole. ¿Sabe de qué hablo? Me alegro por usted. Así que Matilde es una mujer diferente y como opuesta por el vértice a cualquiera de las de su clase. Me refiero, naturalmente, a la antigua clase aristocrática y a la nueva establecida por Napoleón. Sin embargo, ni siquiera en una novela romántica podría una futura duquesa casarse con el hijo de un carpintero, ya que carpintero era mi padre. De esta circunstancia social escribió muy bien Henry James en muchas de sus novelas, pero nunca mejor que en la titulada “El americano”, donde un millonario yanqui pretende, sin conseguirlo, casarse con una aristócrata francesa. Quiero decir que un buen revolcón sí pueden llevarse si ellas así lo quieren, que suelen querer, pero con cuidado de no dejarlas embarazadas, que es cuando a mí se me empedró el camino al cadalso y mi cabeza empezó a moverse como una pelota huesuda presta a caer por su propio peso. Por cierto, Stendhal nos dejó sin darnos una pista acerca del futuro de Matilde y de nuestro hijo. Un olvido imperdonable. Sin embargo, sí nos puso al corriente del fatal desenlace de la señora Rênal, pobre mujer, que estaba de buena como un queso de camembert sumado a un pastel de manzana de postre con copa de calvados y todo lo demás.
Pues bien, estas dos señoras fueron el oscuro objeto de mi deseo, las dos mujeres por las que sentí una pasión desbordante, que es como deben ser todas las pasiones. Por eso le digo que no soy ningún dandi. El verdadero dandi, entérese de una vez, sólo siente pasión por sí mismo, esculpiendo cada momento de su vida como si fuera una obra de arte. Me refiero a que el dandi es un artista cuya obra es su propia persona, desde su aspecto a sus actos, pasando por sus gestos, poses y palabras. Esa es la razón de que el dandi no se enamore jamás de ninguna mujer, hombre, paisaje, animal o cualquier ente que usted pueda imaginar. El dandi sólo está enamorado de sí mismo y por eso se puede pasar todo el santo día delante del espejo. Por ejemplo, un dandi puede apreciar la belleza de un jarrón de porcelana china, siempre y cuando el jarrón realce la estética de su propia imagen, es decir, se vea favorecido por el jarrón. Entonces, va él y lo incorpora a sus gustos estéticos. Por eso se rodea de cosas bellas y procura que su casa esté decorada de tal manera que la belleza del ambiente creado realce la suya propia, además de satisfacer su vanidad inconmensurable, aunque consciente y estudiada.
De manera que yo no podría ser un dandi auténtico, porque aparte de mi pasión por esas dos mujeres, no dispongo de los medios económicos suficientes para ser un fiel devoto de una religión tan sumamente exigente y costosa. Tenga en cuenta que el marqués de la Mole no me pagaba hasta ese punto por realizar labores de secretario. ¿Cómo podría ser un dandi el secretario de nadie?
¿Me pregunta usted por los oficios que le serían permitidos a un dandi? Aparte de que lo ortodoxo sea no ejercer ninguno, digamos que un dandi bien podría ser diplomático, como lo fue Talleyrand; político como Benjamín Disraeli; pintor como James Whistler; escritor como Jules Barbey D´Arevilly, Gabrielle D´Annunzio, Francisco Umbral, Charles Baudelaire, Lord Byron, aunque lo más ortodoxo es que sea puramente aristócrata, al estilo por ejemplo de Robert de Montesquiou, modelo que Proust utilizó para crear al personaje del barón de Charlus.
Claro que si usted estuviera interesado en saber quién ha sido el rey de los dandis, no tendría más remedio que reconocer a George Brummell como monarca absoluto e irreemplazable. Sin embargo, Brummell, socialmente, no es nada ni nadie. Por eso me atrevería a decir que un dandi debería ser el más genuino representante de la nada social. Pues la Nada es lo único que está por encima de cualquier altura que uno quiera alcanzar. Pero eso, amigo mío, es otra historia.
Creo que de Brummell ya le hablará largo y tendido mi buen amigo D´Aurevilly, uno de los teóricos más importantes del dandismo. Incluso escribió un libro al respecto. De cualquier manera, le diré a título personal que nunca hubo, ni lo habrá jamás, un dandi en estado arcangélico de perfección. Nadie, absolutamente nadie, ha conseguido cumplir todas y cada una de las normas sagradas del dandismo. Me refiero a que no es posible la pureza. Si me permite un ejercicio de suposición, le aventuraré que en una escala desde el cero hasta el diez, digamos que Brummell, un suponer, alcanzaría probablemente un ocho. Naturalmente, yo mismo no llego ni siquiera a un aprobado ramplón. Tal vez me quedaría en un tres y medio. Siendo muy generoso conmigo mismo.