Vistas de página en total

3 de junio de 2018

25 de Mayo




Aún estoy traumatizado por la boda del príncipe Henry. Demasiado plebeya para mi gusto. Las monarquías deberían nutrirse únicamente con transfusiones de sangre azul. Se piensa que cuanto más cerca estén los reyes de la muchedumbre su vigencia durará hasta el infinito. En mi opinión ocurrirá todo lo contrario. La plebeyez es el disolvente monárquico más eficaz que hay en el mercado de la Historia. Unas pocas gotas y adiós al más duro y resistente de los metales. Por ejemplo, la sola mirada de una analfabeta integral como la señora Beckham puede abatir cualquier dinastía real que aletee sobre su campo de tiro. Las monarquías deben estar al mismo nivel que las leyendas mitológicas. Tal vez un escalón por debajo, pero ni uno más. Es la única manera de que el gentío les muestre pleitesía y respeto. 
Sin embargo, por desgracia, ya no es el caso. Esa horda de porteras que dirige el cotilleo mediático se ha cebado con las familias reales, rebajándolas a su mismo nivel zoológico, que es el más bajo de la escala. El resultado es que la reina de España, de una plebeyez televisiva, se permita la licencia de montarle el pollo, a la salida de misa, nada menos que a su suegra, la reina Sofía, una señora que desciende de las familias reales más antiguas de Europa. Si eso no es el acto revolucionario de una “tricoteuse”, que me dejen sin champán una semana. Las monarquías, por temor a desaparecer, empiezan a mezclarse con el pueblo con demasiada ligereza. Craso error. Una plebeya, de vez en cuando, refresca la sangre de la estirpe, no se puede negar, pero tantas y al mismo tiempo serán la causa de que la institución se vulgarice y sucumba. Al tiempo.

26 de mayo
El Paseo Marítimo de Marbella es el más bonito del mundo. Una pena que se amontonen tantos ciclistas, perros, dueños de perros, habladores de móviles y locos en carrera perpetua. Es posible que el número de personas civilizadas no llegue a la media docena por kilómetro cuadrado. Lo cierto es que uno se juega la vida, no solo por pasear en medio de un velódromo, sino por tanto mal gusto como rezuma. Siempre he creído que eso de montar en bicicleta era cosa de carteros. Pero ya sabemos a qué nivel de zafiedad barriobajera ha llegado el censo internacional. Humanitario, dirían los cursis.

27 de mayo
Anoche ganó el Madrid su décima tercera Copa de Europa. Una pega injustificable: demasiados tatuajes para un solo trofeo. Y qué cortes de pelo en plan indios “pawnees” después de la fumata. Con lo bien peinado que iba siempre Ferenc Puskas, aquel fugitivo audaz del paraíso comunista. Y no digamos José Emilio Santamaría, con aquella frente alta y amplia que le facilitaba el despeje. No obstante, mi alegría es infinita por el triunfo de los míos. Apostaría la mitad de mi reino a que dos tercios de españoles habrían disfrutado con la derrota. En tal caso hago mía la frase que Suetonio puso en boca de Calígula: “Dejad que nos odien, basta con que nos teman”. Por cierto, terrible celebración callejera, como para acabar con varias civilizaciones. 

2 de junio
En coche durante mucho tiempo. Compruebo que los grupos de ciclistas circulan, con absoluta comodidad y desfachatez, por el medio de la carretera. Desde luego son carne de cañón. No me extraña que hayan respondido creando su propio grupo “victimista”. El victimismo se ha convertido en la solución políticamente más rentable para cualquier minoría: causan pena y obtienen subvenciones. Ciclistas, mendigos, feministas, homosexuales y “animalistas”, entre otros grupos, hoy día ya son verdaderos “lobies”, que debidamente atendidos pueden ser una cantera inagotable de votos. Decía Oscar Wilde, sin embargo, que no se debería querer a nadie que haya sido golpeado.
Por fin contemplo imágenes de ese joven socialista que acaba de llegar a la Moncloa de la mano de comunistas, separatistas, terroristas y oportunistas. El último socialista que ocupó esa misma poltrona surgió de las cenizas de varios trenes. Incluso un pucherazo habría sido más decente, como en febrero de 1936. Pero lo peor de este chico, ¿cómo se llama?, ¿Sánchez?, no es su mirada hueca, sino ese gesto inconfundible de los que se proponen cumplir con su deber. El sentido del deber en manos de cualquier socialista es, a mi juicio, como una bomba de relojería. Tarde o temprano estallará en nuestros bolsillos. De manera que opto por cerrar los postigos, meterme en la cama, encender la lámpara de la mesilla y leer al padre Orlandis.