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9 de septiembre de 2018

Viernes, 3 de agosto. 
Durante el día no hago otra cosa que leer y escuchar a Billie Holiday. Este calor excesivo me parece perfecto. La verdad es que estoy entusiasmado con el cambio climático. Por lo menos hay algo que se mueve en mi vida. 
Por la noche, bajo la maravilla natural de una palmera plastificada, escucho la octava de Beethoven. Todo el mundo habla de la tercera y la novena como las mejores sinfonías de la historia. Puede que sea cierto. No lo dudo, pues no soy entendido en la materia. Pero también en esto de la música se manifiestan sentimientos muy personales, y a mí la octava me parece sublime. Con permiso de los melómanos.
Leo en un libro espléndido, “Magnífica miseria”, del profesor Molinuevo, que la naturaleza humana sufre conflictos con las instituciones burguesas. La mía no, desde luego. Me entusiasman las instituciones burguesas. Por ejemplo, los bancos son maravillosos: te guardan el dinero, te conceden créditos y en verano tienen aire acondicionado. La verdad es que estoy encantado de ser burgués. Confieso que mi verdadera aspiración en la vida siempre fue ascender de la categoría de burgués a la de viejo verde. Aún me faltan algunas lecturas, pero lo conseguiré.

Domingo, 12 de agosto
Me escribe Dora Malengo desde una playa brasileña. Junto a la carta me envía una foto para que le admire el vestido sublime que lleva. Cada día me gusta más esa chica. Las tempestades no pasan por ella. Sigue tal cual, como en aquellos años en que nuestras almas jóvenes se entendían como si vinieran del mismo limo. 

Lunes, 13 de agosto
Físicamente me encuentro como un campo de trigo después de la mordida de una segadora hambrienta. No puedo dar un paso. Aprovecho la quietud para leer un relato de Théophile Gautier titulado “La muerta enamorada”. La literatura romántica está repleta de historias de necrofilia y vampirismo. Ahora recuerdo, por ejemplo, aquella sonata de Valle en la que el marqués de Bradomín hace el amor con una moribunda que entrega la vida bajo sus ansias. También me viene ahora a la memoria el cuento de Poe, “La caída de la Casa Usher”, una maravilla que casi todo el mundo ha leído. No es tan popular la lectura de los relatos de Henrich Heine. Les recomiendo el titulado “Noches florentinas”. Sorprendente el personaje de Maximilian, que cuenta sus amores con las estatuas, sobre todo con la mujer de “La noche”, una escultura de Miguel Ángel que podemos ver en la iglesia de san Lorenzo de Florencia. Naturalmente, la historia termina con una escena de  necrofilia.
Lo cierto es que estoy en un estado mental algo depresivo y siento con cierta preocupación el placer que me ha proporcionado la historia de Gautier.
Tanto que de Gautier me voy a Poe y releo “El gato negro”. No me gusta el final. Con el permiso del gran escritor me permito la licencia de crear otro desenlace. Un atrevimiento intolerable, se mire por donde se mire. Pero el gato no tiene por qué aparecer emparedado. No se sostiene. Basta con que el minino, el “chat noir”, se presente de improviso, delante de los policías, y maullando inconteniblemente arañe la pared donde está emparedada la mujer del asesino. Así todo resulta algo más razonable. Vuelvan a leer el relato y díganme si no llevo razón.

Jueves, 16 de agosto.
Hoy es mi cumpleaños. Cena y baile de verano. Ya solo salgo a la pista en ambientes privados. No es por presumir pero bordo en oro esa cosa del “Me va me va”. Para la historia de la danza. 
Antes me he pasado el día leyendo el Fedón. Dice el profesor Trías que el “Corpus Platonicum” es la verdad revelada de la cultura grecolatina. De modo que de ser así no me queda otro remedio que creer en ella. Claro que el verdadero filósofo no trabaja sobre revelaciones sino utilizando la razón, el lenguaje puramente lógico. Sin embargo, todo el mundo debería leer, al menos una vez al año, la narración de la muerte de Sócrates.

Viernes, 17 de agosto
Como no me han dejado dormir, me arrastro por la casa como cargado de cadenas. Vamos que me siento como Charles Laughton en el fantasma de Canterville. 
Por la tarde trato de encontrar una película aceptable entre los trescientos canales disponibles. Parece mentira, pero es una navegación imposible por un mar lleno de mediocridades. Al menos puedo ver un documental sobre la ciudad italiana de Portofino. 


Sábado, 18 de agosto.
Me he pasado la amanecida en casa del duque de Aumale. Para comprender el significado de esta visita es obligatorio leer a Proust.  Un mal día como el mío no lo tiene cualquiera. Aun así me deleito leyendo alguna cosa de la antología sobre estética de José María Valverde. 
         Hablo por teléfono con Charito Ruano. Nuestra conversación trata sobre la necrofilia latente en Vértigo, la película de Hitchcock. Creo que ya he comentado algo al respecto en este diario. Pero ella no lo ve demasiado claro. Para mí que el tema le aterra. A mí también, claro, pero sin duda es algo que resulta de un cierto interés literario. Ambos estamos de acuerdo.
         Por la noche, antes de apagar la luz, leo una fábula de Ambrose Bierce. Concretamente la que se titula “El principio moral y el interés material”. Tampoco que es sea demasiado brillante. Me ha gustado más la siguiente, “La máquina voladora”, más inteligente, más original, más irónica. 

Domingo, 20 de agosto
Antes de leer el resto de la obra platónica he decidido leer el “Tractatus Logico-Philosophicus” de  Wingesttein. En realidad será la segunda vez que lo lea, si bien la primera no entendí gran cosa. Me consuela saber que Bertrand Russell tampoco le sacó provecho en su primera lectura. Por cierto, el libro contiene un epílogo de Rusell que pretende aclarar ligeramente el camino tomado por Wingesttein. Por cierto, de Wingesttein me atraen, sobre todo, sus cometarios acerca de la mística como una forma superior de conocimiento. 

Miércoles, 22 de agosto
Vuelvo a mis paseos matutinos por el camino de Méséglise. Me divierte enormemente la carta que el barón de Charlus escribe a Amado, director del hotel de Balbec, explicándole los regalos que se perdía por no haber atendido sus requerimientos.
         Por la tarde regreso a la filosofía. Cuando Platón establece el concepto de “idea” no hacew otra cosa que establecer el verdadero problema de la metafísica. Naturalmente, nuestra estructura cognitiva racional no ha dado la talla para resolver la cuestión. Digamos que se ha quedado sin aliento, sin herramientas lógicas, ante el muro de una frontera infranqueable. Nuestro pensamiento, que al expresarse no puede ir más allá del lenguaje hablado, como dice Wingesttein, solo nos sirve para andar por casa, que nos es poco. Todo el territorio existente más allá de la frontera limítrofe del idioma es tierra baldía. Otra cosa es que desde ese territorio impenetrable nos llegue a la consciencia en forma de revelación o intuición algunos principios que los filósofos, salvo excepciones, no están dispuestos a contemplar. Desde mi punto de vista, solamente Shopenhauer construye una teoría bastante razonable. Dice que el conocimiento a priori, las ideas, que obviamente no se ha obtenido empíricamente, solo adquiere presencia activa a efectos de la experiencia. Quiere decir que cuando el hombre contempla por primera vez un árbol, la idea de árbol se activa en su mente y lo reconoce. Es como si las ideas fueran moldes vacíos que hay que rellenar con la experiencia. De hecho es la misma explicación que Jung confiere a su teoría de los arquetipos. 
         Me gusta leer de vez en cuando esta pequeña obra de Schopenhauer: “Fragmentos de historia de la filosofía”, pero sobre todo por su manera tan desenfadada de insultar a los colegas. Charlatán, por ejemplo, llama a Aristóteles. Supongo que es de los pocos en este mundo con licencia para un atrevimiento semejante. 

Jueves, 30 de agosto
Maldita sea, pero hoy he sufrido unos cuantos ataques de ansiedad. Naturalmente, eso quiere decir que disfruto de todas las comodidades de una neurosis algo más que razonable. Me receto lecturas sencillas con historias sencillas. Proust, a pesar de sus frases largas y sus digresiones constantes, siempre me pareció un escritor de historias sencillas. Por ejemplo cuando cuenta las artimañas dialécticas que ha de utilizar para que el matrimonio Verdurin no le acompañe de vuelta a Balbec; y todo porque está en compañía de Albertine y piensa meterle mano en el asiento trasero del coche que tiene alquilado. Más sencillo imposible. Estoy completamente convencido de que cualquier editor de nuestros días mandaría al limbo del olvido a una obra como la proustiana. Recuerden que incluso en los primeros años del siglo pasado, un tipo tan refinado como André Gide impidió, con su juicio de editor plenipotenciario, que la publicara Gallimard. 
Por cierto, resulta magnífica la relación de peras que Proust, por boca del barón de Charlus, nos ofrece en ”Sodoma”. Me refdiero a la “Bon Chrétien”, la “Louise-Bonne d´Avranches”, la “Doyenné des Comices”, la “Trionphe de Jodoigne”, la “Virginie-Baltet”, la “Passe-Colmar”, y la “Duchesse-d´Agouléme”. Que me aspen si conozco la distinción entre unas y otras.