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31 de mayo de 2013

UNA HABITACION CON VISTAS


I

El desorden de aquella habitación era superior a mis fuerzas. También esa oscuridad persistente aún en los días más soleados. El flexo de cazoleta plateada estaba todo el santo día encendido. El culpable de aquel desastre era mi compañero de cuarto. Se llamaba Telmo, chato como un buldog y el pelo tan ensortijado como el de un negro, y no tenía empacho alguno en dejarlo todo tirado por cualquier sitio. Tampoco se lavaba demasiado. Había ropa sucia desperdigada por el suelo, zapatos debajo de las camas, trozos de pan y cáscaras de plátano encima de las mesillas, libros y papeles en cualquier lugar, la mesa de trabajo atestada de cachivaches inútiles y un par de ceniceros grandes como platos soperos rebosantes de colillas. Cuando se entraba en aquella habitación el olor a tabaco era insoportable y el humo impregnaba hasta la última fibra de la ropa que llevaras puesta, incluso  la que había guardada en el último cajón del armario. Para colmo, la niebla era más espesa que en cualquier calle de Londres al caer la tarde. 
Hacía tiempo que le había dicho a la señora Teresa, la patrona, que necesitaba una habitación individual. Incluso me planteé la posibilidad de buscarme otro alojamiento en el caso de que mi petición no fuera atendida en un tiempo razonable. Yo me considero una persona ordenada, no he fumado en mi vida y por aquella época trataba de escribir relatos a cualquier hora del día o de la noche. En realidad, uno vivía de los concursos literarios que iba ganando a lo largo del año. Me presentaba a todos aquellos cuyos premios superaran las tres mil pesetas y venía a ganar como unas sesenta mil al año. Mi compañero en cambio hacía oposiciones a policía secreta y no soportaba el tecleo continuo de mi máquina de escribir. Decía que parecía una ametralladora alemana en pleno Desembarco de Normandía.  
Una noche, le entramos al problema en el mismo comedor, a la hora de la cena, delante de los demás inquilinos. Y uno de ellos, don Demetrio, que se sentaba en la mesa de al lado, se inmiscuyó en la discusión al enterarse del fondo del asunto, proponiéndome que fuera a escribir a su cuarto, al menos por las mañanas, ya que él trabajaba en el banco desde las ocho hasta las tres de la tarde. Pensé que, mientras esperaba a que quedase libre una habitación que me gustara, bien podría escribir en la de don Demetrio. Además, por probar no se perdía nada y podía ser una solución provisional bastante razonable. De don Demetrio siempre me había gustado su aspecto de patricio romano. La verdad es que se trataba de un tipo que a mí por lo menos me transmitía bastante confianza. Era un señor de pelo blanco y de frente amplia y despejada como el delta de un río. Tenía los ojos grises y tristes, aunque esa tristeza la compensaba muy bien con una clara sonrisa de rey mago. Pero si algo se desprendía en exceso de su personalidad eran, sobre todo, la bondad y una serenidad casi tibetana.   
De modo que a las ocho menos cuarto en punto de la mañana siguiente, armado con la máquina de escribir y un fajo de folios, me presenté en mi nuevo lugar de trabajo. No podía creer lo que veía. Aquella habitación era una verdadera maravilla. Era amplia y deliciosamente acogedora y, según me dijo don Demetrio, a partir de las diez entraba un sol espléndido. 
--Siempre que el día no amanezca demasiado nublado –apostilló.
Don Demetrio, antes de marcharse al banco, me contó que era viudo desde hacía quince años y que no tenía hijos y que sólo le faltaban unos meses para jubilarse. También me dijo que no pensaba casarse otra vez por respeto a la memoria de su difunta y que esperaba morir, lo más tarde posible, en aquella misma habitación.
Desde luego, la habitación era un lugar excelente para despedirse de este mundo o de cualquiera otro. Lo que más me gustaba de ella eran esas dos paredes con librerías hasta el techo cuajadas de libros. La mesa estaba al fondo, a la izquierda, alejada de la cama y del armario, muy cerca del balcón que daba a la calle Mayor. Al otro lado de la mesa había una butaca forrada de piel y que, según mi anfitrión, era el lugar ideal para la lectura.

II

Los días empezaron a transcurrir a una velocidad de vértigo, y yo seguía escribiendo por las mañanas en la magnífica habitación de don Demetrio. Era un lugar milagroso, ya que jamás me había sentido tan inspirado para trabajar. Las palabras acudían a mí como borbotones y mis dedos volaban sobre las teclas a la velocidad de la luz. Empecé a creer que jamás podría escribir en otro sitio que no fuera en aquella habitación. Sin ir más lejos, me pareció eterna y terrible la semana que don Demetrio tuvo que guardar cama por culpa de una gripe. Para matar el tiempo, me dediqué a pasear por Madrid. Se me afilaron los nervios, como si estuviera loco de atar, ya que ningún lugar me valía para ponerme a escribir y terminar el relato que entonces me ocupaba. Cuando don Demetrio se reincorporó a su trabajo del banco, volvió la tranquilidad a mi alma y cada mañana corría a su habitación para comenzar el trabajo. Y de nuevo recuperé la seguridad y el aplomo delante del folio en blanco. Como siempre, me encerraba desde que despuntaba el día hasta más allá de las tres en que regresaba don Demetrio. La señora Teresa, la patrona, me dijo que le gustaba oír el tecleo de la máquina cuando iba por el pasillo. Ella pensaba que le daba mucha importancia a la casa. 
Don Demetrio y yo nos hicimos buenos amigos y empezamos a comer en la misma mesa, y no creo que le importase demasiado al buldog y aspirante a policía de mi compañero de cuarto. Hablábamos de cualquier tema que estuviera de actualidad, pero sobre todo de Literatura, ya que don Demetrio era un firme partidario de los escritores realistas del siglo XIX, Galdós, Blasco Ibáñez, Valera y gente así, defendiéndolos como si fueran de su familia. De estos autores eran los libros que había en las librerías de su habitación, casi todos publicados en la colección Austral. Sin embargo, a mí por esa época me gustaban autores como Hemingway, Faulkner y Simenon, que empezaban a estar de moda en España. A don Demetrio le llevaban los demonios cada vez que yo intentaba prestarle uno de mis libros. Una mañana casi me prohíbe la entrada en su habitación por invitarle a leer una novela titulada “Kaput”, de un italiano llamado Curzio Malaparte, muy leída por cierto en aquellos años. Pues bien, reaccionó igual que si hubiera visto al mismísimo diablo, santiguándose varias veces y soltando una jaculatoria detrás de otra.   
Sin embargo, los dos coincidíamos en otros muchos asuntos de la vida, como en política, religión, pintura y otras formas de arte. Yo entendía muy bien, por ejemplo, el deseo de don Demetrio de morirse después de Franco. Me explicó que quería saber de primera mano lo que ocurriría en España después de la muerte del dictador, aunque don Demetrio sospechaba, y así se me lo dijo, que Franco había nacido inmortal y que gobernaría hasta el final de los tiempos. Era uno de sus temas favoritos. También, si en la calle no hacía mucho frío o demasiado calor, todas las tardes salíamos a tomar café por los aledaños de la Plaza de Oriente. Nos sentábamos en una terraza y luego volvíamos a la pensión para leer hasta la hora de la cena. Al poco tiempo, cada uno nos sabíamos la vida del otro de memoria. Claro que ambas se resumían en que al final ambos nos habíamos quedado solos en el mundo, sin ningún pariente cercano o lejano. Incluso nos llegamos a confesar el uno al otro que entre los dos formábamos nuestra única familia. Y tanto lo creímos que don Demetrio hizo testamento a mí favor, nombrándome heredero universal de todos sus bienes. 
--No pienso morirme de momento, aunque nunca se sabe, y me gustaría que mis libros cayeran en manos amigas. En realidad, los libros son la única herencia de valor que puedo dejarte.
Un buen día, la señora Teresa, la patrona, me ofreció una habitación que había quedado libre, pero no era ni mucho menos como la que yo deseaba, y si bien acepté trasladarme a ella fue por motivos higiénicos, es decir, por separarme de mi compañero Telmo y todas sus irregularidades. No obstante, seguí emigrando por las mañanas a la habitación de don Demetrio, muy feliz de que siguiera utilizando su cuarto para la creación literaria, como él solía llamar a mi trabajo. Y es que me era mentalmente imposible escribir en cualquier otro lugar. Incluso también empecé a pasar las tardes enteras en aquella habitación; me había hecho de tal manera a sus muebles y a sus cambios de luces que hasta un domingo fui al Rastro y me compré una butaca muy parecida a la de don Demetrio. Y cuando por las tardes llegábamos de nuestro paseo y de tomar café, los dos nos sentábamos a leer en silencio absoluto, uno enfrente del otro, hasta cerca de las diez de la noche. Luego nos íbamos a cenar y, tras la cena y unos minutos de tertulia, cada uno se retiraba a su cuarto hasta el día siguiente.
Parecíamos padre e hijo, y a los demás inquilinos de la pensión les sorprendió la amistad que había surgido entre nosotros, sobre todo por la diferencia de edad. Como es natural, también se produjeron algunas murmuraciones de muy mal gusto y con clara intención de hacer daño, lejos, por supuesto, de toda veracidad. Muy pocos comprendían que la relación entre don Demetrio y yo se basaba en unas necesidades muy sencillas para el ser humano. Me refiero a que él veía en mí al hijo que nunca tuvo y yo en él al padre que jamás conocí. 

III

Eran las tres de la madrugada cuando una noche tuve la necesidad de ir al baño. De modo que me levanté de la cama, me enfundé la bata y salí al pasillo. Yo caminaba medio dormido, pero al pasar por delante de la habitación de don Demetrio oí unos ruidos muy extraños. Como es natural, me puse a la escucha detrás de la puerta y decidí entrar rápido para ver que sucedía. Al principio creí que don Demetrio estaba sufriendo una pesadilla, pero al dar la luz de la habitación me di cuenta de que la cosa era mucho más seria de lo que pensaba. Mi amigo del alma estaba tirado en el suelo, se retorcía de dolor y se agarraba el pecho con una mano en forma de garra. Creo que apenas podía respirar. Enseguida supe, casi con toda probabilidad, que mi pobre amigo sufría un infarto de miocardio en toda regla. No se podía levantar y su mirada, con aquellos ojos grises y tristes, era de socorro y de súplica. Un torrente de lágrimas le surcaba ya toda la cara. Así que salí de allí, cerré la puerta y fui corriendo hacia el teléfono para llamar a una ambulancia. En el pasillo sólo había silencio, roto a veces por algunos ronquidos que salían de las habitaciones. Escuché detrás de la puerta del cuarto de la patrona y no oí absolutamente nada. Cuando llegué a la mesita donde estaba el teléfono, lo descolgué con mucha urgencia, pero al instante me quede como paralizado, volviendo a dejar el auricular en su sitio y evitando hacer el más mínimo ruido. Había recordado que a don Demetrio sólo le faltaban dos semanas para jubilarse. Era la oportunidad que tanto había esperado. Así que entré en el cuarto de baño y oriné con absoluta tranquilidad, haciéndome a la idea de no haber visto lo que había visto y que la vida continuaba como si tal cosa, es decir, sin acontecimientos extraños que cualquier persona con un mínimo de humanidad debiera tener en consideración. Después regresé a mi cuarto, me metí en la cama, practiqué una relajación durante quince minutos y me quedé profundamente dormido.
Fue la señora Teresa, la patrona, quien a la mañana siguiente encontró el cadáver de don Demetrio. Los dos nos abrazamos llorando. El medico dijo que había muerto de un infarto y que tal vez se habría salvado de haberlo cogido a tiempo. Telmo le dijo a la policía que oyó a alguien andar por el pasillo a las tres de la madrugada. Parecía como si ese cabrón de arribista estuviera haciendo méritos para cuando entrase en el cuerpo. Pero no le prestaron el menor caso, tal vez por su cara de buldog o su aspecto de indigente callejero. El diagnóstico del médico no pudo ser más acertado, pues al día siguiente lo corroboró la autopsia, y a los dos días enterramos a don Demetrio en el cementerio de la Almudena. Yo le compré una corona de flores. 
Por fin, a la semana siguiente, la patrona me dijo que podía ocupar su habitación. Ni que decir tiene que me convertí en el hombre más feliz del mundo, si bien he de reconocer que por las noches, durante unos meses, empecé a oír unos murmullos muy raros, como si una voz me riñera o algo parecido desde dentro del armario. Me dije que seguramente serían imaginaciones mías. Ahora estoy casado, tengo tres hijos, una suegra y varias cuñadas. De vez en cuando le rezo unas oraciones al pobre Demetrio. También he ordenado a la asistenta que una vez al mes quite el polvo a todos sus libros. Al fin y al cabo, fue como un padre para mí, nombrándome además su heredero universal. Qué menos puedo hacer por él.



FIN    

25 de mayo de 2013

TRUMAN CAPOTE



(Este artículo lo escribí para el periódico EL ADELANTO DE SALAMANCA en el año 2006)


Asistimos en estos días al fulgor de un nuevo cometa literario. Vivimos la cultura gracias a olas gigantescas de información que irrumpen, con la sorpresa y el estruendo de un tornado de Kansas, la tranquilidad violeta de la vida ciudadana. En realidad, la modernidad nos tiene acostumbrados a una vida cultural de corte más bien pasivo. Me refiero a que la cultura, como el café de la tarde, suelen servirla en bandeja de plata. De repente, un señor llamado Truman Capote, mediante una película que lleva su nombre, se presenta en los salones de la modernidad en forma de personaje cinematográfico. Ha sonado la hora del show de Truman. Millones de personas que jamás habían oído hablar de este escritor americano, súbitamente, como buitres hambrientos, se lanzan en picado y en tropel sobre su agitada vida de niño perdido. Más que buscadores nos hemos vuelto depredadores de cultura. Pero depredadores domesticados, paralíticos en nuestros nidos confortables, esperando desganadamente que alguien nos coloque el alimento sobre el pico. Ahora nos sirven a Truman Capote con una manzana en la boca y sobre un lecho acolchado de imágenes en color y cinemascope. Consecuentemente, la venta de sus novelas se dispara, la biografía escrita por Gerald Clarke se convierte en best seller y por los cenáculos galopan comentarios acerca de los tópicos más manidos y audaces de la vida del escritor americano. ¿Hasta cuando? Hasta que, desde algún centro mundial de decisión, alguien dictamine lanzar sobre el mundo otro icono congelado de la cultura.
         Quiero decir que los sesenta mil españoles que formamos, más o menos, el censo de lectores en nuestro país nos sentimos como violados en nuestra intimidad de lectores. Una intimidad, naturalmente, posesiva y celosa, ya que es triste presenciar cómo los nombres de nuestros escritores más queridos y admirados se utilizan para fumigar los campos de la ignorancia y el comercio moderno. En realidad, nos sentimos mancillados en el refugio de nuestros libros. A la literatura, amigo mío, hay que acudir con gesto sagrado y en peregrinación, buscándola como si buscáramos el tesoro oculto de la vida, pues si dejamos que ella venga a nosotros desde los cubiles oficiales, por sorpresa y sin llamarla, es porque ni la merecemos ni nos interesa. Al verdadero lector le gusta descubrir por sí mismo, ratoneando entre los mostradores y anaqueles de las librerías, escrutando los suplementos literarios de los periódicos, leyendo revistas especializadas, las novedades editoriales que van saliendo a la luz del día y de la noche. Por ejemplo, la novela, “A sangre fría”, de Truman Capote fue publicada en España por Anagrama en 1991. Y, desde entonces, ha estado hibernando en el mundo de los justos hasta la semana pasada. Lo esperpéntico, mi querido lector, es que alguien toque la trompeta desde una guarida de Hollywood y un enjambre humano de depredadores sin escrúpulos se lance sobre la memoria del pobre Truman y babee encima de su pelo rubio de niño maltratado.  
         No obstante, a pesar de todo, uno ha de reconocer que la película es buena y merece la pena sacar la entrada y disfrutar de sus imágenes. Naturalmente, poco se puede añadir sobre la vida y obra de este sureño genial. “A sangre fría” es, posiblemente, la mejor novela negra de todos los tiempos. Una historia real sobre el horrible asesinato de una familia de Kansas, una historia que le sirve al autor para descubrir su lado más siniestro y perverso. Leer “A sangre fría” supone una espeluznante bajada a los infiernos del Dante en compañía de este Virgilio llamado Truman Capote: enfant terrible de las letras americanas, enemigo mortal de casi todo el mundo, chismoso como una portera de Chamberí, chirriante como una cancela de goznes oxidados, afeminado como un vestido rosa de tul ilusión y venenoso como una víbora atiborrada de anfetaminas. Sin embargo, me parece un auténtico genio de las palabras, un mago de la imaginación y del estilo. Truman Capote es el escritor por antonomasia. ¿Qué importa todo lo demás? 

24 de mayo de 2013

LOVER MAN


            

        
                                          I

Sucedió la noche de su pelea con aquel colombiano que tenía la pegada de una mula. A Fred Bucanan le habían ordenado que se dejara noquear en el quinto asalto para cobrar una bolsa de cinco de los grandes. Todo en dinero negro. Y así lo hizo. Pero cuando llegó a casa con el pómulo tumefacto y la ceja inflamada, comprobó que su novia había vaciado los armarios y se había largado sin dejar el detalle de una nota de despedida. Claro que al boxeador no le habría importado demasiado aquella fuga  de gata callejera si no llega a ser porque, además de los cincuenta mil euros que guardaba en el doble fondo de un cajón del armario, la muy pécora también cargó con los veinte trajes que, a fuerza de puñetazos y algunas costillas rotas, él había conseguido comprarse a lo largo de quince años de profesión. Unos trajes que le sentaban, según decía todo el mundo, como a uno de esos tíos medio maricas que exhiben modelos en las pasarelas. No en vano se trataba de trajes confeccionados a medida por uno de los mejores sastres de la calle Serrano. Pero con ella también volaron más de ochenta camisas de la mejor calidad y más de cien corbatas de seda elegidas con todo mimo y cuidado para que hicieran juego con el traje elegido en cada momento. Menos mal que los veinte pares de zapatos seguían en su sitio, todos muy bien colocaditos, como en parada militar u orden de batalla. Parecía como si los zapatos fueran del todo superfluos en el nuevo destino que esa mujer pretendía para la ropa de Bucanan. Así que dos preguntas no dejaron de martillear las maninges del boxeador en aquella noche: cómo había podido ella descubrir el escondite del dinero y, sobre todo, para qué carajo necesitaba todos los trajes.
         Ella se llamaba Mirta Ramos y era cantante de jazz. Fred la conoció una noche en que ella actuaba en el Casino de Madrid. Dicen que cantando se parecía mucho a Billy Holiday, sobre todo cuando interpretaba esa canción titulada “Lover man”. La verdad es que se trataba de una de esas mujeres que parecen estar hechas para que los hombres pierdan la cabeza en las noches de luna llena. Mirta tenía la piel muy blanca, era morena y el pelo se lo rizaba como si deseara despertar una mañana siendo una cantante negra de Nueva Orleans. Sin embargo, tenía el inconveniente de que sus ojos brillaran tan azules como un mar calmado en una tarde de verano.
Fred Bucanan le recorrió el cuerpo con la mirada mientras ella cantaba, y le debió gustar demasiado todo lo que imaginó bajo los destellos de aquel vestido plateado de lamé. Así que después del espectáculo la invitó a tomar unas copas de champán en su mesa. Ella se dejó querer porque también le llegó muy dentro lo que tenía delante de sus ojos. No es que sea Bucanan un tipo demasiado guapo, sobre todo por culpa de esa nariz partida a conciencia justo en medio de la cara, pero por otra parte las mujeres aseguran que tiene cuerpo de bailarín más que de boxeador, única razón de que le sienten a la perfección cada uno de sus trajes. Él mismo dice que los trajes son el mayor tesoro que ha conseguido en la vida. El caso fue que él y ella a simple vista se gustaron nada más conocerse, un flechazo en toda regla, y una semana después la pareja ya hacía vida en común en el piso del boxeador. Por desgracia, aquel idilio no consiguió llegar al mes de existencia.

                                   
                                                            II

Después de tres horas de insomnio, Fred empezó a creer que desde el primer momento de sus relaciones, la cantante tuvo una clara intención de desvalijarlo sin piedad. Al principio, no quería admitirlo y buscó en lo más escondido de su conciencia por ver si habría cometido alguna falta que a ella le hubiera molestado, pero a medida que pasaban las horas le aumentaba la certeza de que había sido víctima de un atraco con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. De modo que cuando Mirta se llevó, además del dinero, los trajes y todo ese montón de camisas y corbatas que él guardaba como un tesoro en el armario, bien sabía que apuntaba a la misma línea de flotación del boxeador. Fred no era nadie sin sus trajes. Pero no lo dejó desnudo del todo, sino que apiadándose de él permitió que una chaqueta de sport y unos pantalones grises de franela aún colgaran de una percha del vestidor. Sin embargo, de los fajos de billetes que se llevó no dejó ni las cajas de zapatos en donde estaban guardados.
Fred Bucanan no acudió a la policía. Primero quería meditar sobre lo que había ocurrido y, si fuera posible, resolverlo por un sistema mucho más íntimo y familiar que el puramente policial. Así que a los pocos días contrató los servicios de un detective privado. Se confesó con él y le pidió que se empleara a conciencia en la búsqueda de aquella ladrona sin escrúpulos. Mientras tanto, él se estuvo entrenando para afrontar su tercer combate amañado de la temporada. Corría todas las tardes quince kilómetros en el circuito del retiro, más preocupado por conservar la figura de bailarín que por mantener la forma física de cara a la pelea. En realidad, su única preocupación profesional de aquel año, el año sin duda de su retirada, era caer en la lona de la forma más convincente posible para que el público no se diera cuenta de la comedia que representaba. Fred Buchanan tenía como boxeador un palmarés muy respetable y también la dificultad de un exceso de años para cargar con ellos en el ring. En realidad ya le habían caído de pleno los treinta y ocho. Así que la última temporada en activo como púgil tenía que servir para ganar un buen montón de miles de euros, aunque fuera prestándose a los enjuagues económicos de los promotores.
El detective tardó más de un mes en dar con Mirta Ramos. La encontró en un club de la calle Aribau de Barcelona. Había cambiado el nombre por el de Lisa Campos. Sin embargo, cometió el error de elegir una ciudad que sería la primera en que el sabueso levantaría todas las alfombras y miraría en cada tugurio donde se cantara algo parecido al jazz. La investigación fue de lo más completa, ya que Fred Bucanan fue enterado de que la nueva Lisa vivía con otro hombre, un joyero de cincuenta años de la calle Mallorca que llevaba dos años viudo, y también que en la sombra había un chulo dirigiendo todos sus pasos. El chulo era nada menos que un jockey retirado, un tal Jimmy Sánchez, que no mediría más de uno cincuenta y siempre llevaba en la boca le un mondadientes dorado. Fred Bucanan recordó haber visto a un tipo así en la barra del club de Madrid donde solía cantar Mirta. No entendía cómo una mujer que medía descalza más de uno setenta pudiera estar a expensas de una cucaracha semejante.

                                 
                                                             III  

Así que el boxeador se presentó una noche, vestido con un traje nuevo, impecable, en el club que le había indicado el detective. La actuación de Lisa ya estaba en el tramo final del repertorio. Fred Bucanan se colocó al fondo del local, en un extremo de la barra, y estuvo observando todo lo que ocurría a su alrededor. Lisa vestía el mismo traje plateado de lamé que llevaba la noche de su encuentro en el Casino de Madrid. Y también estaba igual de atractiva y si cabe más deseable que nunca. Casualmente, ella cantaba “Lover man”, su canción preferida, y él notó cómo en las tripas se le apelmazaba el mismo cosquilleo que siempre sentía al oír aquella voz, ligera y mansa, como un suave regato de primavera que le atravesara el alma de orilla a orilla. Pero también se dio cuenta de que en la primera fila de mesas había un hombre solitario que, más que mirarla con ojos enamorados, la contemplaba como un imbécil babeante ajeno a la desgracia que estaba a punto de sucederle. No podía estar equivocado, ese alelado tenía que ser el joyero de la calle Mallorca, no en vano lucía un enorme anillo con una piedra negra que no pasó inadvertido a la observación inquisitiva del boxeador. Además llevaba ropa de calidad, un detalle que un hombre elegante como él no podía dejar de valorar como se merecía.  
Naturalmente, en la barra se encontraba el jockey con el mondadientes dorado dándole vueltas en una boca llena de dientes amarillos y picudos. Como había bastante luz, advirtió que ese tipo tenía la piel oscura, como de muerto recién embalsamado. Sin duda estaba allí para vigilar de cerca el desarrollo del plan, tal como habría hecho mientras la cantante estuvo con él en Madrid. A Fred Bucanan se le llevaban los demonios pensando que había sido víctima de un tipo que casi no llegaba al borde de la barra. Pero lo peor fue que el muy cabrón llevaba puesto uno de sus trajes. Al principio no daba crédito a sus ojos por el tamaño del cuerpecillo del jockey, pero él sabía que ese traje era uno de los suyos porque en el ojal de la solapa brillaba con luz propia la insignia de su cofradía gastronómica. El boxeador quedó maravillado del perfecto trabajo de jibarización que el sastre había conseguido. Dedujo enseguida que los demás trajes habrían sufrido la misma operación reductora. Desde luego, el traje que llevaba puesto le sentaba al enano casi mejor que a él. Era sin duda una obra de arte. No pudo reprimir una sonrisa de admiración por un trabajo tan bien realizado.
A la mañana siguiente, Fred Bucanan llamó por teléfono al joyero y le puso al corriente de la aventura que iba a correr si decidía seguir encoñado con la cantante. Después se acercó a la pensión donde vivía el jockey, preguntó por él y le obligó a devolverle todos los trajes. Los repasó uno a uno y por un momento creyó que eran los de un niño de ocho años. También le quitó el dinero que tenía en la habitación, unos cuarenta mil euros, y como fin de fiesta le dio tal puñetazo en la nariz que lo dejó sangrando y empotrado en el armario donde había guardado el botín. Fred Bucanan no se preocupó demasiado por el paradero del mondadientes dorado. Seguramente, el jockey se lo habría tragado o rodaría hasta meterse debajo de la cama. A Mirta Ramos, Lisa Campos o como quiera que se llamase, ese mismo día por la tarde la encontraron muerta sobre la cama del joyero de la calle Mallorca.  Ese tipo le cortó el cuello con el mismo diamante que ella pretendía llevarse escondido en un hueco del sostén. Así lo declaró el joyero en la comisaría de la calle Layetana. Y es que Jimmy Sánchez, el jockey, la llamó por teléfono para que huyera a uña de caballo y afanara ante de irse lo que buenamente pudiera. La policía, como era de esperar, molestó durante un tiempo a Fred Bucanan, pero fue más por el tongo de su último combate que por la muerte de la cantante y el encarcelamiento del jockey. Al parecer, la justicia también tiene sus protocolos.



                                      FIN        
      



19 de mayo de 2013

¡ PASO AL FELIPISMO/LETICISMO !




Esta España nuestra de color gris marengo, más todo ese santoral de políticos en permanente disposición al butroneo, precisa de conspiradores de café que, desde la botillería de Pombo, enfilen la recta de Gobernación y luego no se queden como pasmarotes en el zaguán. Oigan una cosa, o los barones del Partido Popular se deciden a dar el golpe que desbarate el despropósito fiscal de Rajoy o se desentierran los cadáveres de Ramón y sus pombianos y nos vamos todos a la Puerta del Sol gritando eso tan a la moda de “paso al felipismo/leticismo”. Por otra parte dejaría que Valle Inclán siguiera durmiendo el sueño eterno, como el de Humphrey Bogart, no fuera a ser que el muy cabrón nos devolviera al tiempo de la República y hubiera que engrasar el Mauser, ay Carmela, ay Carmela, y otra vez se presentara Hemingway para tirarse a todo el naipe de la calle Barbieri y otras zonas erógenas del Madrid chino/moro de Lavapiés.
Sin embargo, a los golpes de estado los carga el diablo. Y para mí que en San Isidro amarillean buenas lunas para que los espadones afilen sus ideas y que el motín de los sargentos de la Granja restaurare de nuevo la Constitución de Cádiz, el Código de Hammurabi y el Líber Ludiciorum de Recesvinto, que a mí esta cosa me la preguntó Gerardo Diego en el examen de Reválida y tuve que repetir curso por bestia parda y burrancón. Claro que ahora le menciono a mi nieto lo del Líber Ludiciorum y de esta industria no tienen noticia ni él ni la monja de las llagas de su tutora colegial ni la madre que la parió. Cualquier examen del Bachiller de entonces, años cincuenta/sesenta, no lo aprueban hoy los catedráticos más cultos de la cosa, sobre todo ese contertulio del Gato, profesor en la facultad de Políticas, que acaban de sacarlo de las cloacas del 15M y habría que desinfectarlo en alguna cheka antes de exhibirlo en la tele como a Belén Esteban, que según dicen está operada de todos los códigos visigóticos, desde el entrecejo al carcañal de Aquiles, pasando por Navalmoral de la Mata y otros simbolismos freudianos.
Uno está seguro de que Rajoy ha leído a Valle y su Tirano Banderas y, como buen gallego, ahora ejerce de tal y ha ordenado a Montoro, colega en rapiñas fiscales, que se apreste al asalto del tren de Glasgow, donde viene de viaje la España liberal del siglo XXI camino del desolladero, con su peinado reluctante, dispuesta al sacrificio y al despiece antes de soportar la insoportable gravedad de invertir en España y salir vivos del intento. Y todo para dárselo luego a la clerigalla catalana, que a Rajoy le ha caído en gracia, supongo que para suplicar a cambio su apoyo parlamentario en la próxima investidura. Pero Rajoy no sabe, claro está, que esa “infame turba de nocturnas aves”, como escribió don Luis de Góngora, sólo parece dispuesta a volar, oh excelso conde, del faro odioso del trinque nacional al promontorio extremo de Villadiego.
Pero Mariano Banderas, como el coronel de García Márquez y el Polifemo de Góngora, ya no tiene quien le escriba y hasta sus barones más allegados le enmiendan la plana en ese oscuro asunto del déficit asimétrico. O sea, que pronto espero ver cómo la derechona abandona la Cacharrería del Ateneo camino de Gobernación, llevando bajo el brazo un manual del Felipismo/Leticismo, que es la única revolución pendiente que le queda para rubricar el palmarés de los siglos. Antes, claro está, de que Verstrynge y Cayo Lara, en un futuro glorioso, vayan a la conquista definitiva del Palacio de Invierno, maten a disgustos a la familia del zar y dejen la caja del Estado más vacía que las tripas de un faquir. Sólo para empezar.

15 de mayo de 2013

NIGHT CLUB HAWAI



                                                                        I

La decisión de Juan David parecía tan firme como la mirada de un muerto. No utilizaría aquel dinero para pagar la matrícula de la academia de verano, sino para comprobar de una vez por todas a qué saben las mujeres cuando hay luna llena. Eligió su traje gris claro, una camisa blanca y la corbata azul marino que le había regalado su madre por Navidad. También se aplicó doble ración de colonia después del afeitado. Después salió a la calle, paró un taxi y a las once en punto de la noche entraba en un puticlub de la plaza de Santa Ana. El corazón le latía como a un cazador solitario delante de un elefante en plena embestida. Nunca en su vida había visto una cosa igual. Allí dentro olía a tabaco y a escobas mojadas, y aquel lugar no parecía otro invento que una choza en mitad de la selva africana. La luz no era roja, como él esperaba, sino violeta; y las paredes y el techo estaban forrados de pura vegetación tropical; la barra y los taburetes iban a juego y estaban hechos de madera y cañas de bambú. Claro que el mayor espectáculo, además de las chicas, lo proporcionaba el negro con camisa hawaiana que había detrás de la barra. Juan David, como un estafermo en medio de la puerta, no parpadeaba viéndole preparar los cócteles. Ese tipo sabía cómo imprimir un ritmo de mambo a la coctelera, y qué cosas más raras hacía con los brazos, como si tratara de deshacerse de ellos. Al fondo de la barra, sobre unas estanterías repletas de botellas de licor, había un letrero de luz entre violeta y azul que decía: NIGHT CLUB HAWAI.
Juan David, a pesar de sus nervios, contó al menos siete chicas vestidas de hawaianas. Todas llevaban el típico tocado de flores de papel en el pelo, los collares, las muñequeras, el brazalete y unas falditas muy cortas y de un colorido vivísimo. Era una delicia ver cómo se movían al compás de la música, una música que no era propiamente la de Hawai, tan bucólica y como de otro mundo, sino que había una alternancia regularizada entre el mambo caribeño y la samba de Brasil. Media docena de hombres sudorosos y en camisa llevaban el ritmo con las caderas y daban vueltas sobre sí mismos, tratando de no derramar la copa de cóctel que llevaban en una mano ni la ceniza del cigarro que sujetaban en la otra. Cada cliente estaba acompañado por una de las chicas y entre todos tenían organizado como una especie de kermés más o menos heroica.
Quien se dio cuenta de la presencia de Juan David fue la única chica desocupada. Juan David se la quedó mirando y ella se acercó hasta la puerta para recibirlo. Tal vez era demasiado alta para él, pero no tenía otra opción que aceptarla, a no ser que prefiriera comenzar un deshonroso y cobarde repliegue militar. Pero el chico estaba tan paralizado por los nervios que sin darse cuenta se vio al instante apoyado en la barra e invitándola a la primera copa. Cuando de un trago dio buena cuenta de su cóctel, un cóctel que llevaba una porción considerable de whisky de Kentucky y algo menos de vermut rojo, Juan David se percató de que el amor de su vida tenía los ojos más negros y brillantes y la sonrisa más amplia y blanca que jamás había tenido tan cerca de su cara. Pues fue un beso con sabor a fresa, puro narcótico, lo que sus labios sintieron después de haberse relamido con el Manhattan que el negro le había preparado. A Juan David le pareció imposible que ninguna mujer de este mundo pudiera tener los labios tan blandos y la lengua tan jugosa y dulce como la que acababa de besarlo.
--¿Cómo te llamas?
--Juan David.
--Dime la verdad, ¿cuántos años tienes?
--Dieciséis, pero tengo dinero.
--Si tienes dinero, cariño, todo lo demás no importa.
La chica le dijo que se llamaba Tania y también que procurara beber más despacio, saboreando cada sorbo como si fuera el último de su vida. Tania trató de trasmitirle toda la sabiduría que atesoraba acerca de la noche, como que un hombre borracho no vale ni para mirar de frente a la vida y mucho menos para amar a una mujer. Tania era sabia y a casi ningún cliente habitual de la casa le gustaba beber con ella. Decían que les desnudaba el alma con la mirada. No en vano, adivinó enseguida la procedencia del dinero que Juan David llevaba en el bolsillo. Acertó a la primera. Pero le dio pena de él y trató de administrárselo como una buena amiga. Más que nada para que el placer de estar con ella le durara toda la noche. Y tan buena labor contable llevó a cabo que cinco minutos antes de que el negro de la camisa hawaiana cerrara el club, del fajo de cincuenta billetes que Juan David había llevado, todavía le quedaban tres para cualquier emergencia que se presentara. 
Juan David, en un momento de lucidez, se dio cuenta de que al lado de aquella mujer, el tiempo se precipitaba en la nada a la velocidad supersónica de los astros. Además, el deseo le ardía bajo los pantalones como un fuego de campamento. Fueron cuatro horas maravillosas y de un aprovechamiento ejemplar para un chico de su edad. Por ejemplo, Juan David terminó sabiendo acerca de los beneficios y la labor preeminente de la musculatura facial para besar con pasión a una mujer; también empezó a tener muy claro la importancia de la delicadeza para acariciar y saborear con astucia la piel de su amante; acabando por tasar como es debido la importancia estética de un culo prieto y elevado de miras en el conjunto de la anatomía femenina, y en consecuencia la manera de amasarlo sin violentar las formas ni molestar a la dueña, pero, sobre todo, Tania le dejó muy claro todo lo referente a la educación y el cariño que hay que poner en el trato con cualquier mujer, sea cual sea su posición económica o clase social. 
Juan David asimiló en aquellas cuatro horas las normas más elementales que un hombre debe cumplir en su relación sentimental con las mujeres, si bien le faltaba el conocimiento práctico de lo más importante, aquello por lo que había decidido malversar el dinero destinado al pago de la academia. Por tal motivo su mirada era triste y parecía decepcionado. Había gastado todo su caudal en salvas de vísperas y seguía sin probar aquello tan maravilloso de lo que hablaba todo el mundo, es decir, seguía tan entero como cuando se había levantado por la mañana. 
Sin embargo, Tania volvió a dar muestra de su aguda intuición femenina al darse cuenta de cuáles eran los verdaderos intereses del chico y de lo frustrado que se sentiría si se marchaba de vacío. De modo que apiadándose de él le dijo de esta manera: 
--Ahora tú te vienes a mi casa. 
--Casi no me queda dinero.
--El dinero, cariño, a veces no lo es todo.
                                                                 
                                                                   II

Ambos desecharon la idea de tomar un taxi, y agarrados de la mano prefirieron dar un paseo hasta la casa de Tania. Era noche de sábado y la temperatura agradablemente veraniega. Aún había mucha animación de gente joven por el centro de Madrid. Ella vivía en la calle de la Fuente, como a unos quince minutos andando desde la plaza de Santa Ana. Juan David se sintió muy aliviado al comprobar que Tania ya no era tan alta ni tan exótica como en el club, pues no sólo se había cambiado de zapatos, sino que llevaba otro vestido, uno más apropiado que el de hawaiana para ir por la calle. De cualquier forma, seguía siendo más alta que él, pero se trataba de una diferencia que a Juan David no le importó asumirla con cierta humildad. Tania en realidad ya sólo era una chica normal y corriente con dolor de pies y ganas de llegar a casa y meterse en la cama. Tampoco Juan David se sintió demasiado incómodo al calcular que probablemente ella le doblaría la edad.
Al llegar al nueve de la calle de la Fuente, Tania abrió no sin dificultad la enorme puerta de madera. Tanto la luz del zaguán como la de las escaleras no funcionaban, así que le pidió a Juan David que se agarrara de su mano para guiarlo sin problemas. Las pisadas en el suelo de madera de las escaleras sonaban lentas y blandas. El corazón del muchacho empezó a latir como el de un caballo en plena carrera. No era inquietud lo que sentía en medio de aquella oscuridad, pero en verdad no las tenía todas consigo. La desconfianza empezó a surtir efecto en él y Tania notó enseguida aquel desasosiego por la sudoración de su mano, así que se paró en un descansillo y lo besó en la boca con mucha ternura. Juan David reaccionó y supo enseguida que algo bueno le esperaba si tenía paciencia y lograba mantener la calma.
--Procura no hacer ruido para no despertar a mi abuela –le dijo.
El piso estaba en el tercero y dentro tampoco había luz, así que Juan David procuró seguir de la mano de aquella Ariadna improvisada. Tania abrió un par de puertas antes de llegar al dormitorio. Entonces, sugirió al chico que se sentara en la cama mientras ella iba un momento al cuarto de baño. Por el balcón entraban unos rayos de luz procedentes de la farola del otro lado de la calle. Juan David empezó a distinguir que la cama, con uno de esos catres niquelados y antiguos, estaba arrimada sobre la pared del fondo, y justo enfrente se levantaba la silueta de un armario de dos cuerpos con un espejo en cada puerta. A un lado de la cama estaba la mesilla de noche y, a su izquierda, una silla, un perchero y un tocador. 
Del otro lado de la pared le llegó el típico sonido del vaciado de una cisterna. A Juan David no le hizo demasiada gracia aquel ruido tan grosero, volviéndose a notar intranquilo y como fuera de lugar. En un instante, tanto la excitación que había sentido en el club como la euforia alcohólica que le había dado tantas agallas se le habían evaporado como por ensalmo, y el único deseo que le rondaba era verse de nuevo en su cuarto y metido en su propia cama, aunque fuera tan solitario como siempre. Aquella experiencia que vivía en aquel preciso momento no era ni por aproximación la que él siempre había imaginado. 
De repente, al mismo tiempo que venía la luz, se abrió la puerta de la habitación con un estruendo escalofriante. Una anciana con el pelo tan alborotado como el de una loca, desdentada y como de unos noventa años, apareció dando unos gritos aterradores. A Juan David se le aceleró el corazón hasta el delirio y corrió tanto y tan desesperadamente que a su paso no sólo derribó a la vieja, sino varias sillas que se pusieron por delante, convirtiendo además en añicos algunos objetos de porcelana antes de dar con la puerta del piso. Los escalones de las escaleras los bajó de tres en tres, pateando la madera como una estampida de búfalos. Una vez en la calle, después de haber luchado a muerte con la pesada puerta del zaguán, se puso a correr sin saber muy bien hacia dónde, notando a los pocos minutos que le faltaba el resuello y que todas sus vísceras trataban de salírsele en un vómito desesperado.  
Un rato después, sin saber cómo había llegado hasta allí, apareció en la Plaza Mayor. Juan David se sentó en un escalón de piedra, bajo uno de aquellos soportales, tratando de tomar la mayor cantidad de aire posible para apaciguar una respiración agitada y violenta. Y es que, sin duda alguna, se había llevado el susto más terrorífico de su vida. La cara espectral y desencajada de aquella vieja gritona y medio cadáver no la olvidaría jamás. Para colmo de males, la imaginación le jugó una mala pasada al sembrarle la duda de si aquella vieja era en verdad la abuela de Tania o la propia Tania transformada en la bruja que siempre había sido. 
El servicio de limpieza embalsamaba los últimos destrozos de la madrugada. Felipe III seguía firme sobre el caballo de piedra y la luna era como un plato grande de porcelana blanca suspendido sobre los tejados de la plaza. Una media hora tardó Juan David en sosegar la respiración y volver a la normalidad. Después, lentamente, emprendió el camino de su casa. 

                                                                         FIN                    
    

         



             

12 de mayo de 2013

A LA SOMBRA DE LAS SUBVENCIONES EN FLOR




No es que uno se haya vuelto prustiano de repente, pero es que soy español y a los españoles nos gusta que nos subvencionen hasta los ronquidos del alba. Antiguamente, España olía a sardinas asadas y a pincho moruno, pero desde que llegó la democracia aquí no hay quien pare con esta peste de subvenciones a tutiplén. He dicho muchas veces que uno es de izquierdas no porque se esté en la cosa de tomar el Palacio de Invierno, sino porque se pretende vivir a todo confort del Presupuesto del Estado. Claro que también se puede vivir como un fúcar a base de mordidas y chantajeos, ora a empresarios desesperados ora sableando a diversas instituciones en nombre de la Corona ora afanando los fondos públicos destinados a la regulación de empleo, como ha ocurrido, respectivamente, con el caso Bárcenas, el caso Urdangarín y los mil quinientos millones desviados por socialistas y sindicalistas en tierras del Tempranillo.
         Ya dije una vez que esta democracia nuestra, nada democrática por cierto, nos tiene amariconados y como sin noticias de Dios. España ha dejado de oler a sardinas asadas y los españoles de la modernidad vamos ahora por la vida con el paso cambiado. Nos hemos acostumbrado al peseteo barato de la subvención y cuando ha dejado de caer el maná, esquilmado por el tocomocho, la estampita y el navajón, nos hemos lanzado a la calle para disputarnos a pedrada limpia los restos del naufragio. Digo yo que esa manía modernista de asediar y tomar el Congreso debe ser con el fin de entrar y guindar las alfombras y la tanagra en bronce de Julián Besteiro, obra de Gabriel Borrás, para venderlo luego en el mercado persa del ciclotímico Gordillo, junto a las cajas de galletas y latas de tomate frito afanadas en plan bandolero de serranía a los proveedores de la zona.
Como digo, a la izquierda no le apetece asaltar el Palacio de Invierno y tener luego que matar al zar y a su familia, excesivo esfuerzo para unos liberados sindicales que no han dado golpe en su vida. En mi opinión, se conforman, claro está, con tomar prestados un par de jamones y media docena de yogures del Hipercor, para celebrar como se merece cada kermés heroica o algarabía callejera, que es lo que diría Rajoy. La izquierda empieza a quedarse sin subvenciones y no sabe si volver a los tiempos en que amaestraba a la cabra con una corneta o formar una cooperativa campestre en una finca estatal que, para colmo, es propiedad de los militares y éstos no están por la labor. A no ser, claro está, que los coroneles de ahora ya no canten aquello de la banderita y no sean novios de la muerte, sino de alguna Pujol-Ferrusola con ganas de dar el portazo, cerrar la frontera y quedarse con el maletín, la senyera y el referéndum catalán.
         Naturalmente, ante la escasez de subvenciones, a Rajoy, el sacamantecas, sólo se le ha ocurrido esa gran idea luminosa de subirle los impuestos al personal. Así también gobierno yo, qué carajo, y no soy registrador de la propiedad. Me refiero, claro, a la propiedad privada, que es lo que en realidad crea riqueza y empleo y se gasta el dinero en la horchata de los domingos y el Seiscientos para ir a la playa. A no ser, claro está, que el señor Rajoy le sustraiga el billetamen grabando el ahorro, el consumo y los recursos financieros destinados a la inversión. Y todo para que los políticos y demás camastrones de lo público campeen por España luciendo sus glorias deportivas, sus cargos y oropeles de relumbrón y a los demás que nos den por retambufa y por ahí todo seguido hasta la muela del juicio final. O sea.


9 de mayo de 2013

LA MUJER DEL TREN





No pasó desapercibida a los ojos de Pablo Lucena. Se trataba de una de esas mujeres que por su belleza suelen provocar en ambos sexos toda clase de miradas. Pablo advirtió su presencia nada más subir al tren. Ella estaba de pie en la plataforma, apoyada sobre la portezuela del otro lado, con una pierna cruzada sobre la otra. Era una mujer alta, morena y de ojos claros. No tendría más de treinta años. Pablo colocó la maleta en uno de los anaqueles metálicos y entró en el vagón para buscar su asiento. Le tocó al lado de una señora de pelo blanco, como de unos ochenta años, que en silencio pasaba las hojas de una de esas revistas del corazón. De repente, nada más sentir el primer movimiento de la salida del tren, la señora comenzó a hablar como impulsada por una necesidad imperiosa. Pablo no sabía qué hacer. En sus manos dormía la novela que había elegido para entretener el viaje. La señora le contó que iba a Madrid para pasar unos días con una hija que estaba a punto de dar a luz, como si a él le pudiera interesar semejante información. Pablo hojeaba el libro una y otra vez con el fin de que la vieja se diera por aludida y le permitiera leer, pero la incontinencia verbal de aquella mujer se traducía en un alud de palabras atropelladas que enterraba cualquier insinuación más o menos evidente.
Como a la media hora de viaje, una voz metálica de mujer anunció por el altavoz la apertura del bar. Fue cuando la señora contuvo el aliento con el fin de escuchar el mensaje, circunstancia milagrosa que a Pablo le vino de perlas para salir a toda prisa tras los aromas de un café caliente. El bar se encontraba a un par de vagones del suyo y, al pasar de nuevo por la plataforma, se dio cuenta de que la mujer que antes había visto y que tanto le había gustado seguía en el mismo sitio, pero esta vez llorando amargamente, con las manos tapándose la cara, igual que una niña perdida en la oscuridad. Como se esperaba de él, no dudó en ofrecerle su ayuda, pidiéndole que le contara el problema que tanto le afectaba.  
Al principio no quiso hablar, pero ante la insistencia de Pablo dijo que su nombre era Martina y que se había escapado de casa porque su marido le pegaba cada vez que llegaba bebido, y el muy cabrón se emborrachaba todas las noches. También le contó que por el miedo a que él llegara había salido de casa como alma que lleva el diablo, olvidándose de coger unos cientos de euros que guardaba en su mesilla, pero lo peor era que el revisor acababa de decirle que si no pagaba el billete tendría que bajarse en la primera estación.
Pablo la invitó a un café con leche en el bar, tranquilizándola con la promesa de que le prestaría el dinero para pagar el viaje. También le prometió que la llevaría a su casa --según ella no tenía amigos ni familia en Madrid--, y que se podría quedar hasta que supiera con seguridad lo que quería hacer con su vida. Y si el billete costaba treinta y cinco euros, Pablo le prestó doscientos para que contara con algo más de dinero. A los pocos minutos, Martina parecía más sosegada y, como entre ellos se había establecido una cierta corriente de confianza, empezaron a intercambiarse confidencias, como si fueran amigos de toda la vida. 
Pablo había cumplido ya los cuarenta años y, aunque no era bien parecido y su aspecto de boxeador retirado solía intimidar a la mayoría de las mujeres, sí poseía en cambio una fuerte personalidad y su conversación era de lo más fluida y amena. Por su aspecto, nadie habría dicho que se trataba de uno de los profesores de Historia más prestigiosos de la Universidad de Madrid. Desde luego, Martina, cada vez más segura de sí misma, no tuvo ningún reparo en confiarse a quien había sido su héroe salvador. Pablo también le contó sin tapujos ni rubores algunas historias personales. Por ejemplo, que acababa de divorciarse y que el abogado de su mujer había conseguido arruinarlo para siempre. Martina trató de consolarlo con una caricia que a Pablo le pareció como una culebra de seda reptando por su cara. No obstante, al mirar dentro de sus ojos, unos ojos azules y brillantes como libélulas, Pablo encontró, medio agazapada en el fondo, una pequeña bruma de frialdad. Al fin y al cabo, se trataba de una mujer maltratada y era natural que en algo se viera afectada su relación con los hombres. Aquel encuentro casual le sugirió a Pablo que la vida volvía a sonreírle y que no todo estaba perdido en sus relaciones con la pasión amorosa. Martina era una mujer que sin duda merecía la pena. En realidad, algo le dijo que tarde o temprano terminaría enamorándose de ella. 
Cuando el camarero avisó del inminente cierre del bar, la pareja volvió a la plataforma para continuar allí su conversación. Al poco rato, ella le manifestó que estaba muy cansada, así que Pablo le sugirió que ocupara su asiento, al lado de la señora del pelo blanco, ya que no había ningún lugar libre en todo el tren. Martina aceptó y Pablo se quedó solo en la plataforma. Aún faltaba más de una hora para llegar a Madrid. Pablo se pellizcaba las mejillas para comprobar que no soñaba, y agradecía al cielo aquel regalo inesperado que le mandaba. Al fin, como tantas veces había imaginado, se veía mezclado en una historia de amor aderezada con unas gotas de misterio. 
Pablo miró por la ventanilla de la portezuela. Se había hecho completamente de noche. Algunas luces surgían, espontáneas y fugaces, sobre aquella cortina negra en que se había convertido el paisaje de Castilla. Después, a través del cristal de la puerta que le separaba del vagón, comprobó, no exento de cierta perplejidad, que era Martina quien hablaba sin parar mientras la señora escuchaba con inusitada atención. La vieja estaba sin duda hechizada por los encantos de la chica, se dijo Pablo, tan sólo se permitía, de vez en cuando, sacar del bolso un pañuelo lleno de puntillas para secarse las lágrimas. A Pablo no le fue difícil deducir que Martina le contaba, no sin gran despliegue de detalles, las palizas que cada noche le propinaba su marido, además de otras vejaciones que él ya conocía. 
Cuando el tren llegó a la estación de Chamartín, eran las diez y media de la noche, hacía frío y a Pablo le dolían las piernas como si acabara de participar en la maratón de san Silvestre. El traqueteo que había soportado durante más de una hora le había molido los huesos. Incluso los brazos le parecían de plomo por haberse sujetado con fuerza para mantener el equilibrio durante tanto tiempo. También sentía toda una miríada de picos de buitres horadándole la carne, y, para colmo, le ardían los ojos como si sobre ellos hubiera caído lava recién vomitada. El caso fue que le costó un imperio levantar la maleta y bajar al andén. Un precio mínimo para pagar las delicias que probablemente le aguardaban al lado de una mujer tan maravillosa como la que acababa de conocer. 
Cuando ya el cuerpo empezaba a entonarse, vio llegar a Martina del brazo de la vieja, las dos en absoluto silencio. Para ser una fugitiva, le pareció que esa chica venía con andares de reina. Pablo empezó a notar bajo sus pies el latido de la tierra y cómo el corazón se descomponía y le golpeaba el pecho como si fuera un badajo de hierro fundido. Sin embargo, al llegar a su altura, cuando Pablo pensaba que Martina se quedaría con él, las dos mujeres pasaron de largo sin ni siquiera mirarlo, con la cabeza muy alta. Pablo se quedó de una pieza, absolutamente perplejo, creyendo que probablemente no lo habían visto, por eso le llamó por su nombre, Martina, Martina, pero Martina no se volvió, como si no oyera más allá del murmullo de los demás pasajeros. Pabló insistía, Martina, Martina, pero Martina se alejaba cada vez más y no parecía que albergara alguna intención de responder.
En cambio, la que sí se encaró con él fue la vieja parlanchina, que con los ojos inyectados en sangre le dijo:
--¡Si no deja de acosar a esta mujer, me veré obligada a llamar a la policía! 
Pablo quedó tan perplejo que no pudo dormir en toda la noche. Claro que después de reflexionar tantas horas, llegó a la conclusión de que había cometido un error imperdonable, tan imperdonable como infantil, al contar a Martina que había sido arruinado por otra mujer. Y es que hay ciertas mujeres que no admiten competencia en la ejecución de ciertos placeres. ¡Son ellas tan orgullosas!
FIN 
           

6 de mayo de 2013

UN PACKARD DE 1930



Cuando Dani tenía siete años le gustaba ir de visita a casa de las hermanas Zumalacárregui. Su padre solía llevarlo al caer la tarde, una vez que terminaba los deberes del colegio. La razón de la visita era puramente profesional. Y es que el padre de Dani, don Esteban de Santamaría, además de otros negocios, administraba el patrimonio de dicha familia. A Dani le gustaba mucho entrar en la casa, una casa noble y grandiosa y llena de pasillos y habitaciones misteriosas y con una escalera de mármol muy amplia  y regia y ribeteada de macetas con flores. La verdad es que Dani se sabía la casa de memoria. No había una habitación en la que no hubiera entrado y escudriñado cada uno de sus secretos. Pero también habría que decir que las tres hermanas eran muy simpáticas y generosas y le dejaban corretear por donde a él se le antojara.
         Sin embargo, a Dani una tarde se le ocurrió explorar el jardín. Recorrió todos sus senderos, probó a sentarse en cada uno de los bancos de hierro que encontraba, escuchó atentamente el canto de los pájaros que poblaban los árboles y al final cayó en la tentación de abrir una verja que daba a un patio empedrado y a una cochera que tenía las puertas abiertas. Dani entró en aquel lugar sin pensárselo dos veces, descubriendo al fondo nada menos que un Packard negro de 1930. El corazón, a grandes saltos, trataba de abandonarle el pecho. Pero aquel ya era un coche viejo y se veía a las claras que no había sido usado desde hacía mucho tiempo, tal vez diez años o más, si bien al niño le pareció majestuoso, reluciente y sin mácula alguna.
No sin esfuerzo, Dani, emocionado por el hallazgo, abrió la puerta del conductor, poniéndose al volante de un salto; después la cerró y dejó que la imaginación volara libremente. Así condujo el Packard a través de carreteras sombreadas por miríadas de árboles; cruzó praderas cuajadas de amapolas en donde pastaban caballos salvajes que levantaban la cabeza a su paso; circuló por el laberinto de calles de una ciudad desconocida y cuyas aceras estaban repletas de comercios iluminados y de hombres y mujeres muy elegantes y mundanos. Dani, conduciendo suavemente aquel Packard, casi logró llegar a los mismísimos  confines del mundo.
         Dentro de aquella maravilla rodante, el niño vivió unos momentos inolvidables. Esa es la verdad. Sin embargo, al tratar de bajarse del coche para volver con su padre, comprobó que era imposible abrir la portezuela. Trató entonces de salir por cada una de las tres puertas restantes, sin que ninguna de ellas cediera a sus esfuerzos. No había forma humana de abrirlas. Y, para colmo de males, las manivelas que bajaban los cristales habían desaparecido. Pero lo peor de todo fue que la luz de la tarde empezaba a declinar y, poco a poco, las sombras de la noche trataban de ocupar el lugar que les correspondía. Dani no sabía qué hacer. Gritó desesperadamente durante unos minutos, pero nadie le oyó.
De repente, el coche dejó de parecerle maravilloso. Dani se dio cuenta de que las telarañas colgaban del techo igual que si fueran lámparas tenebrosas; el cuero de los asientos estaba descolorido y rajado, como si lo hubieran cosido a cuchilladas; el volante parecía de piedra y no se podía mover y la palanca de cambio permanecía tan rígida como si alguien la hubiera clavado a conciencia. Era sin duda un coche muerto para un conductor muerto. De modo que el miedo empezó a comerle las entrañas y no tardó demasiado en ponerse a llorar.
         No se sabe el tiempo que a Dani le duró el llanto. Ni nunca sabremos cuántas horas permaneció dormido sobre el asiento trasero. Tampoco el niño supo decir si volvió a soñar con carreteras arboladas y ciudades maravillosas y lejanas. Dani sólo recordaba que despertó en los brazos de su padre y que vio cómo lloraban y reían de alegría las hermanas Zumalacárregui, y también cómo lo besaban y le decían lo mucho que habían sufrido por él. El padre de Dani, don Esteban, no tenía cara de buenos amigos, esa es la verdad, pero el niño, aun viendo a su padre enfadado, comenzó a sentirse importante, como si su existencia tuviera por fin un valor y su cuerpo un lugar en el mundo real. Dani era tan feliz como un jilguero rescatado de las fauces de un gato. Y todo gracias a la hermética y bendita tozudez de un Packard de 1930. Descanse en paz.


                                   FIN

5 de mayo de 2013

PEOR...IMPOSIBLE




Si el amigo Zapatero, aquel chico de León de triste recuerdo, llegó a la Moncloa a horcajadas de un tren lleno de muertos, Mariano Rajoy, ese ángel blandileble, parece un gallego despistado que pasó por allí y se quedó en plan instancia burocrática. Mariano Rajoy vino a Madrid para ejercer de sereno, que es a lo que siempre vinieron los gallegos a la capital; no obstante, alguien debió pronunciar algún conjuro de meiga y apareció en la Moncloa como por ensalmo, con chuzo y todo. Mariano Rajoy atesora un poder omnímodo, es lo bueno que tienen los conjuros, y la inmensa mayoría de españoles le seguiría hasta el final de los tiempos si se hubiera comportado como el César visionario que vimos en él. 
En primer lugar, Mariano Rajoy debió empezar la legislatura por los excesos geométricos del Estado, reduciendo la corrala pública a la mínima expresión, desde la administración central hasta los concejos locales, pasando por las Comunidades Autónomas, cuya intervención por la Brigada Brunete habría sido jaleada por la mayoría del personal, que además de silenciosa es centralista y puramente nacional. Después debió seguir por aquellas empresas públicas, más de dos mil, con pérdidas irrecuperables en sus balances, mandándolas al fondo cenagoso del mar de Alborán. Naturalmente, también debió arrojar a las arenas movedizas de alguna marisma  a los más de veinte mil asesores que pululan por las alfombras del Estado como polillas voraces. Obviamente, el señor Rajoy ya tenía que habernos alegrado la vida haciendo desaparecer toda esa aritmética de propinas que se regala a sindicatos, partidos políticos y organizaciones empresariales. Y, cuando el estado estuviera reducido a su mínima expresión, continuar, si es necesario, por el resto de las partidas presupuestarias. 
Todo, señor Rajoy, menos subir los impuestos a sociedades, autónomos y obreraje en general, una medida abrasadora para cualquier intención de crecimiento económico. Es más, señor Rajoy, lo correcto sería tomar medidas fiscales para estimular el consumo, como han hecho los americanos desde su victoria en Appomattox. Me refiero a que la economía española, España, en definitiva, se muere entre sus brazos, como la dama de las camelias en los de su amado. Por desgracia, también siento decirle que es usted uno de los políticos más inútiles que ha producido la Historia. Hasta el impresentable Maduro sabe a dónde quiere ir con su nuevo autobús lleno de demagogia y populismo barato. 
¿Cómo se puede pronosticar que hasta el 2019 no llegaremos al tres por ciento de crecimiento? ¿No comprende que la sociedad española, mientras tanto, estallará en alguna verbena guerracivilista aún más violenta que los violentos escraches? Señor Rajoy, usted no puede quedarse cruzado de brazos mientras el suelo cruje bajo nuestros pies. No tenemos tiempo para esperar milagros europeos, ni al permiso de Bruselas para crear los santos eurobonos, ni a la imparable y benefactora locomotora alemana, ni a un jodido plan Marshall que nos llegue de América, ni tampoco son aceptables, maldita sea, las repúblicas castradoras y robaperas del señor don Cristóbal Montoro y Romero. En este momento, señor Rajoy, sólo contamos con nuestra miseria para levantar y animar el baile, ya que pronto vendrán las huestes acosadoras de doña Ada Colau, cabalgando junto a los milicianos y potenkines del diputado Gordillo, para cerrarnos la feria de las vanidades, ora por el desahucio exprés de Zapatero, ora por la ruleta de expropiaciones comenzada por Griñán, ora mediante las sentencias revolucionarias y marxistas leninistas de don Gonzalo Moliner, presidente del Tribunal Supremo y nuevo Lenin español. 
Quiero decir, señor Rajoy, que debería leerse cualquier manual sensato de economía y aplicar las medidas pertinentes para rebajar el déficit y, al mismo tiempo, estimular el crecimiento económico. Cualquier cosa menos quedarse sentado en la Moncloa jugando al pinacle y viendo cómo nos hundimos bajo los iceberg de los mares europeos. Señor Rajoy, usted y su Gobierno de aguachirle parecen la orquesta del Titanic, que impertérrita ante la adversidad no dejó de tocar milongas hasta el hundimiento final. Nunca pensé que pudiera existir un político más incapaz que Zapatero, pero sospecho que usted parece a punto de alcanzar su mismo nivel de incompetencia. Zapatero al menos se movía como un eficacísimo polichinela desnortado, pero usted, señor Rajoy, parece el mismísimo Don Tancredo en una tarde neblinosa y con toro burriciego. En definitiva, nos haría usted un gran favor si agarrara el chuzo y ejerciera de sereno en San Blas, que para eso ha venido a Madrid. El jodío gallego.