Vistas de página en total

6 de mayo de 2013

UN PACKARD DE 1930



Cuando Dani tenía siete años le gustaba ir de visita a casa de las hermanas Zumalacárregui. Su padre solía llevarlo al caer la tarde, una vez que terminaba los deberes del colegio. La razón de la visita era puramente profesional. Y es que el padre de Dani, don Esteban de Santamaría, además de otros negocios, administraba el patrimonio de dicha familia. A Dani le gustaba mucho entrar en la casa, una casa noble y grandiosa y llena de pasillos y habitaciones misteriosas y con una escalera de mármol muy amplia  y regia y ribeteada de macetas con flores. La verdad es que Dani se sabía la casa de memoria. No había una habitación en la que no hubiera entrado y escudriñado cada uno de sus secretos. Pero también habría que decir que las tres hermanas eran muy simpáticas y generosas y le dejaban corretear por donde a él se le antojara.
         Sin embargo, a Dani una tarde se le ocurrió explorar el jardín. Recorrió todos sus senderos, probó a sentarse en cada uno de los bancos de hierro que encontraba, escuchó atentamente el canto de los pájaros que poblaban los árboles y al final cayó en la tentación de abrir una verja que daba a un patio empedrado y a una cochera que tenía las puertas abiertas. Dani entró en aquel lugar sin pensárselo dos veces, descubriendo al fondo nada menos que un Packard negro de 1930. El corazón, a grandes saltos, trataba de abandonarle el pecho. Pero aquel ya era un coche viejo y se veía a las claras que no había sido usado desde hacía mucho tiempo, tal vez diez años o más, si bien al niño le pareció majestuoso, reluciente y sin mácula alguna.
No sin esfuerzo, Dani, emocionado por el hallazgo, abrió la puerta del conductor, poniéndose al volante de un salto; después la cerró y dejó que la imaginación volara libremente. Así condujo el Packard a través de carreteras sombreadas por miríadas de árboles; cruzó praderas cuajadas de amapolas en donde pastaban caballos salvajes que levantaban la cabeza a su paso; circuló por el laberinto de calles de una ciudad desconocida y cuyas aceras estaban repletas de comercios iluminados y de hombres y mujeres muy elegantes y mundanos. Dani, conduciendo suavemente aquel Packard, casi logró llegar a los mismísimos  confines del mundo.
         Dentro de aquella maravilla rodante, el niño vivió unos momentos inolvidables. Esa es la verdad. Sin embargo, al tratar de bajarse del coche para volver con su padre, comprobó que era imposible abrir la portezuela. Trató entonces de salir por cada una de las tres puertas restantes, sin que ninguna de ellas cediera a sus esfuerzos. No había forma humana de abrirlas. Y, para colmo de males, las manivelas que bajaban los cristales habían desaparecido. Pero lo peor de todo fue que la luz de la tarde empezaba a declinar y, poco a poco, las sombras de la noche trataban de ocupar el lugar que les correspondía. Dani no sabía qué hacer. Gritó desesperadamente durante unos minutos, pero nadie le oyó.
De repente, el coche dejó de parecerle maravilloso. Dani se dio cuenta de que las telarañas colgaban del techo igual que si fueran lámparas tenebrosas; el cuero de los asientos estaba descolorido y rajado, como si lo hubieran cosido a cuchilladas; el volante parecía de piedra y no se podía mover y la palanca de cambio permanecía tan rígida como si alguien la hubiera clavado a conciencia. Era sin duda un coche muerto para un conductor muerto. De modo que el miedo empezó a comerle las entrañas y no tardó demasiado en ponerse a llorar.
         No se sabe el tiempo que a Dani le duró el llanto. Ni nunca sabremos cuántas horas permaneció dormido sobre el asiento trasero. Tampoco el niño supo decir si volvió a soñar con carreteras arboladas y ciudades maravillosas y lejanas. Dani sólo recordaba que despertó en los brazos de su padre y que vio cómo lloraban y reían de alegría las hermanas Zumalacárregui, y también cómo lo besaban y le decían lo mucho que habían sufrido por él. El padre de Dani, don Esteban, no tenía cara de buenos amigos, esa es la verdad, pero el niño, aun viendo a su padre enfadado, comenzó a sentirse importante, como si su existencia tuviera por fin un valor y su cuerpo un lugar en el mundo real. Dani era tan feliz como un jilguero rescatado de las fauces de un gato. Y todo gracias a la hermética y bendita tozudez de un Packard de 1930. Descanse en paz.


                                   FIN

No hay comentarios:

Publicar un comentario