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24 de mayo de 2013

LOVER MAN


            

        
                                          I

Sucedió la noche de su pelea con aquel colombiano que tenía la pegada de una mula. A Fred Bucanan le habían ordenado que se dejara noquear en el quinto asalto para cobrar una bolsa de cinco de los grandes. Todo en dinero negro. Y así lo hizo. Pero cuando llegó a casa con el pómulo tumefacto y la ceja inflamada, comprobó que su novia había vaciado los armarios y se había largado sin dejar el detalle de una nota de despedida. Claro que al boxeador no le habría importado demasiado aquella fuga  de gata callejera si no llega a ser porque, además de los cincuenta mil euros que guardaba en el doble fondo de un cajón del armario, la muy pécora también cargó con los veinte trajes que, a fuerza de puñetazos y algunas costillas rotas, él había conseguido comprarse a lo largo de quince años de profesión. Unos trajes que le sentaban, según decía todo el mundo, como a uno de esos tíos medio maricas que exhiben modelos en las pasarelas. No en vano se trataba de trajes confeccionados a medida por uno de los mejores sastres de la calle Serrano. Pero con ella también volaron más de ochenta camisas de la mejor calidad y más de cien corbatas de seda elegidas con todo mimo y cuidado para que hicieran juego con el traje elegido en cada momento. Menos mal que los veinte pares de zapatos seguían en su sitio, todos muy bien colocaditos, como en parada militar u orden de batalla. Parecía como si los zapatos fueran del todo superfluos en el nuevo destino que esa mujer pretendía para la ropa de Bucanan. Así que dos preguntas no dejaron de martillear las maninges del boxeador en aquella noche: cómo había podido ella descubrir el escondite del dinero y, sobre todo, para qué carajo necesitaba todos los trajes.
         Ella se llamaba Mirta Ramos y era cantante de jazz. Fred la conoció una noche en que ella actuaba en el Casino de Madrid. Dicen que cantando se parecía mucho a Billy Holiday, sobre todo cuando interpretaba esa canción titulada “Lover man”. La verdad es que se trataba de una de esas mujeres que parecen estar hechas para que los hombres pierdan la cabeza en las noches de luna llena. Mirta tenía la piel muy blanca, era morena y el pelo se lo rizaba como si deseara despertar una mañana siendo una cantante negra de Nueva Orleans. Sin embargo, tenía el inconveniente de que sus ojos brillaran tan azules como un mar calmado en una tarde de verano.
Fred Bucanan le recorrió el cuerpo con la mirada mientras ella cantaba, y le debió gustar demasiado todo lo que imaginó bajo los destellos de aquel vestido plateado de lamé. Así que después del espectáculo la invitó a tomar unas copas de champán en su mesa. Ella se dejó querer porque también le llegó muy dentro lo que tenía delante de sus ojos. No es que sea Bucanan un tipo demasiado guapo, sobre todo por culpa de esa nariz partida a conciencia justo en medio de la cara, pero por otra parte las mujeres aseguran que tiene cuerpo de bailarín más que de boxeador, única razón de que le sienten a la perfección cada uno de sus trajes. Él mismo dice que los trajes son el mayor tesoro que ha conseguido en la vida. El caso fue que él y ella a simple vista se gustaron nada más conocerse, un flechazo en toda regla, y una semana después la pareja ya hacía vida en común en el piso del boxeador. Por desgracia, aquel idilio no consiguió llegar al mes de existencia.

                                   
                                                            II

Después de tres horas de insomnio, Fred empezó a creer que desde el primer momento de sus relaciones, la cantante tuvo una clara intención de desvalijarlo sin piedad. Al principio, no quería admitirlo y buscó en lo más escondido de su conciencia por ver si habría cometido alguna falta que a ella le hubiera molestado, pero a medida que pasaban las horas le aumentaba la certeza de que había sido víctima de un atraco con los agravantes de nocturnidad, premeditación y alevosía. De modo que cuando Mirta se llevó, además del dinero, los trajes y todo ese montón de camisas y corbatas que él guardaba como un tesoro en el armario, bien sabía que apuntaba a la misma línea de flotación del boxeador. Fred no era nadie sin sus trajes. Pero no lo dejó desnudo del todo, sino que apiadándose de él permitió que una chaqueta de sport y unos pantalones grises de franela aún colgaran de una percha del vestidor. Sin embargo, de los fajos de billetes que se llevó no dejó ni las cajas de zapatos en donde estaban guardados.
Fred Bucanan no acudió a la policía. Primero quería meditar sobre lo que había ocurrido y, si fuera posible, resolverlo por un sistema mucho más íntimo y familiar que el puramente policial. Así que a los pocos días contrató los servicios de un detective privado. Se confesó con él y le pidió que se empleara a conciencia en la búsqueda de aquella ladrona sin escrúpulos. Mientras tanto, él se estuvo entrenando para afrontar su tercer combate amañado de la temporada. Corría todas las tardes quince kilómetros en el circuito del retiro, más preocupado por conservar la figura de bailarín que por mantener la forma física de cara a la pelea. En realidad, su única preocupación profesional de aquel año, el año sin duda de su retirada, era caer en la lona de la forma más convincente posible para que el público no se diera cuenta de la comedia que representaba. Fred Buchanan tenía como boxeador un palmarés muy respetable y también la dificultad de un exceso de años para cargar con ellos en el ring. En realidad ya le habían caído de pleno los treinta y ocho. Así que la última temporada en activo como púgil tenía que servir para ganar un buen montón de miles de euros, aunque fuera prestándose a los enjuagues económicos de los promotores.
El detective tardó más de un mes en dar con Mirta Ramos. La encontró en un club de la calle Aribau de Barcelona. Había cambiado el nombre por el de Lisa Campos. Sin embargo, cometió el error de elegir una ciudad que sería la primera en que el sabueso levantaría todas las alfombras y miraría en cada tugurio donde se cantara algo parecido al jazz. La investigación fue de lo más completa, ya que Fred Bucanan fue enterado de que la nueva Lisa vivía con otro hombre, un joyero de cincuenta años de la calle Mallorca que llevaba dos años viudo, y también que en la sombra había un chulo dirigiendo todos sus pasos. El chulo era nada menos que un jockey retirado, un tal Jimmy Sánchez, que no mediría más de uno cincuenta y siempre llevaba en la boca le un mondadientes dorado. Fred Bucanan recordó haber visto a un tipo así en la barra del club de Madrid donde solía cantar Mirta. No entendía cómo una mujer que medía descalza más de uno setenta pudiera estar a expensas de una cucaracha semejante.

                                 
                                                             III  

Así que el boxeador se presentó una noche, vestido con un traje nuevo, impecable, en el club que le había indicado el detective. La actuación de Lisa ya estaba en el tramo final del repertorio. Fred Bucanan se colocó al fondo del local, en un extremo de la barra, y estuvo observando todo lo que ocurría a su alrededor. Lisa vestía el mismo traje plateado de lamé que llevaba la noche de su encuentro en el Casino de Madrid. Y también estaba igual de atractiva y si cabe más deseable que nunca. Casualmente, ella cantaba “Lover man”, su canción preferida, y él notó cómo en las tripas se le apelmazaba el mismo cosquilleo que siempre sentía al oír aquella voz, ligera y mansa, como un suave regato de primavera que le atravesara el alma de orilla a orilla. Pero también se dio cuenta de que en la primera fila de mesas había un hombre solitario que, más que mirarla con ojos enamorados, la contemplaba como un imbécil babeante ajeno a la desgracia que estaba a punto de sucederle. No podía estar equivocado, ese alelado tenía que ser el joyero de la calle Mallorca, no en vano lucía un enorme anillo con una piedra negra que no pasó inadvertido a la observación inquisitiva del boxeador. Además llevaba ropa de calidad, un detalle que un hombre elegante como él no podía dejar de valorar como se merecía.  
Naturalmente, en la barra se encontraba el jockey con el mondadientes dorado dándole vueltas en una boca llena de dientes amarillos y picudos. Como había bastante luz, advirtió que ese tipo tenía la piel oscura, como de muerto recién embalsamado. Sin duda estaba allí para vigilar de cerca el desarrollo del plan, tal como habría hecho mientras la cantante estuvo con él en Madrid. A Fred Bucanan se le llevaban los demonios pensando que había sido víctima de un tipo que casi no llegaba al borde de la barra. Pero lo peor fue que el muy cabrón llevaba puesto uno de sus trajes. Al principio no daba crédito a sus ojos por el tamaño del cuerpecillo del jockey, pero él sabía que ese traje era uno de los suyos porque en el ojal de la solapa brillaba con luz propia la insignia de su cofradía gastronómica. El boxeador quedó maravillado del perfecto trabajo de jibarización que el sastre había conseguido. Dedujo enseguida que los demás trajes habrían sufrido la misma operación reductora. Desde luego, el traje que llevaba puesto le sentaba al enano casi mejor que a él. Era sin duda una obra de arte. No pudo reprimir una sonrisa de admiración por un trabajo tan bien realizado.
A la mañana siguiente, Fred Bucanan llamó por teléfono al joyero y le puso al corriente de la aventura que iba a correr si decidía seguir encoñado con la cantante. Después se acercó a la pensión donde vivía el jockey, preguntó por él y le obligó a devolverle todos los trajes. Los repasó uno a uno y por un momento creyó que eran los de un niño de ocho años. También le quitó el dinero que tenía en la habitación, unos cuarenta mil euros, y como fin de fiesta le dio tal puñetazo en la nariz que lo dejó sangrando y empotrado en el armario donde había guardado el botín. Fred Bucanan no se preocupó demasiado por el paradero del mondadientes dorado. Seguramente, el jockey se lo habría tragado o rodaría hasta meterse debajo de la cama. A Mirta Ramos, Lisa Campos o como quiera que se llamase, ese mismo día por la tarde la encontraron muerta sobre la cama del joyero de la calle Mallorca.  Ese tipo le cortó el cuello con el mismo diamante que ella pretendía llevarse escondido en un hueco del sostén. Así lo declaró el joyero en la comisaría de la calle Layetana. Y es que Jimmy Sánchez, el jockey, la llamó por teléfono para que huyera a uña de caballo y afanara ante de irse lo que buenamente pudiera. La policía, como era de esperar, molestó durante un tiempo a Fred Bucanan, pero fue más por el tongo de su último combate que por la muerte de la cantante y el encarcelamiento del jockey. Al parecer, la justicia también tiene sus protocolos.



                                      FIN        
      



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