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26 de febrero de 2014

DE CASI NADA


Lunes, 25 de febrero del 2014
DIARIO

Hoy cumpliría mi padre noventa y cuatro años, pero ya va para doce que se lo llevó el Alzheimer, o como carajo se escriba ese palabro de mierda, ya que esta jodida enfermedad sigue trepanándonos el cerebro como si fuera una termita del diablo. Hoy no tengo nada que decirles. Nada en absoluto. Se trata de un día muy triste para mi familia y para mí y no puedo escribir dos palabras seguidas. Además, la presión de la atmósfera está algo inestable y mis constantes vitales suben y bajan como si fueran polichinelas de un teatro antiguo. Quiero decir que hoy todo me afecta, hasta lo más insignificante, no digamos ya las vidas de las personas que verdaderamente me importan. Nos hacen daño y les hacemos daño, y luego sentimos sobre nuestros pasos algo así como una pesadumbre de imposibilidad, como si lleváramos los bolsillos cargados de piedras y, como Virginia Woolf, nos echáramos al río. Hasta me parece que ni siquiera por la puerta de atrás de la imaginación hay ya una salida a la esperanza. Cerrada por derribo y en honor a la verdad y frente a la mentira. Pero yo creo que nos engañamos a nosotros mismos y tal vez resulta, por qué no, que la virtud reside donde menos se espera. Por ejemplo, en la sinceridad sentimental con uno mismo. A no ser que asumamos por deporte el peso de alguna culpa probablemente inexistente. Si es así, no tengo más remedio que callarme. Para colmo de males, mi padre ya nunca volverá para contarme por enésima vez cómo carajo entró en Cartagena, en plena guerra civil, escoltando al comandante Cervera, al lado de su amigo Tino y armado hasta los dientes. Temo que un día se me olvide la historia y él se me muera para siempre. Más historias para el olvido.




19 de febrero de 2014

LAS ALPUJARRAS


Lunes, 17 de febrero del 2014
DIARIO

         Mis amigos han querido que conociese Las Alpujarras granadinas. Mi agradecimiento eterno. Sin embargo, después de lo visto, no me imagino yo a Litton Strachey y a Virginia Woolf subiendo esas laderas de postal verde a lomo de mula con el fin de visitar la guarida secreta de Gerald Brenan. Claro que no nos hemos acercado a Yegen, pero les aseguro que, con la subida al pueblo de Bubión, mis ansias de tocar el cielo con la mano han quedado plenamente satisfechas. Incluso he recordado los viejos tiempos de la infancia al marearme, tanto en la subida como en la bajada, en el coche de mi buen amigo Miguel Delgado, que conduce como con guante de seda. Pero el caso es que yo no se lo agradecí lo suficiente, supongo que por falta de oxígeno, maldita sea, pues sentía yo el chorreo por la cara de algo así como un sudor frío y fosforecente de muerto turístico y, por desgracia, en ese plan de zombi noctámbulo y como de cuerpo presente.
El hotel alpujarreño muy bien en casi todos los aspectos; y, entre comida y comida, entre escalada y escalada, yo tenía bajo la almohada la cosa recreativa de la última novela de Scott Fitzgerald, “El último magnate”, pero si yo no pude terminarla de leer por su pesantez, él tampoco la acabó de escribir por causa del infarto mortal. O sea que no me gustó demasiado, por mucho que la ordenara y terminara Edmund Wilson, su amigo y compañero en Princeton y el crítico literario más cabrón y pedantesco de la época, que a mí siempre me ha gustado ponerlo como no digan dueñas.
 Hace muy poco días que he visto la película titulada “Días sin vida”, que trata de los tiempos de Scott Fitzgerald en Hollywood, cuando ejerció de guionista fracasado y como que no. Pero la película es un desastre de lo más descorazonador, uno de esos bodrios que suelen hacer época para vergüenza de sus creadores. ¡Mira que elegir al muermo de Gregory Peck para interpretar el papel de Fitzgerald! Por Dios, pero si Fitzgerald era un señor bajito, rubio, con los ojos verdes, de lo más delgadito y con estrechura de hombros. Es decir, una puta damisela yanqui sin apenas trapío y un poco como sinsorgo. ¿A quién se le ocurriría que los dos metros de altura de ese cowboy de las Rocosas, con las espaldas más anchas que un rancho tejano, podría resultar idóneo para ese papel? Sin hablar, claro está, del papelón de Débora Kerr, una chica alta, delgada y rubia como la cerveza, metiéndose en la piel nada menos que de Sheila Graham, una pava atractiva, ya lo sé, pero bajita, gorda y mofletuda.
         A la vuelta de Las Alpujarras, comemos en la playa de La Herradura, en un chiringuito con sombras de cañizo y manteles de papel blanco, todo muy agradable, desde las jarras amarillas de cerveza a los pescaítos fritos, sobre todos esos boquerones victorianos, únicos en el mundo y de un placer inigualable en el trámite del paladar, incluso más pequeños y finos que cualquier dedo meñique por muy de niño que sea. Hay tarta de chocolate de postre y trufas al por mayor.
         No llegué al partido del Madrid, pero sí a dormir la siesta reparadora de tanto ajetreo por los alrededores del pico Veleta y otros mulacenes (así, sin haches intercaladas ni hostias) con las chepas cargadas de nieve, allá arriba, en el quinto coño, junto a un lecho de nubes negras, cuando todo el mundo sabe que a mí sólo me gustan las tabernas por debajo de los dos metros sobre el nivel del mar, más que nada por aquello del vértigo y otras histerias que no vienen al caso.
         Pues bien, como la novela policiaca, “Misterio en el museo”, ya la tengo lista para la entrega, esta misma mañana me he puesto en contacto con mi amigo José Antonio García Marcos, psicólogo jubilado, para convencerlo digo yo que de escribir un libro al alimón. Y es que no puedo estar sin hacer nada, como si fuera uno de esos adolescentes hiperactivos que no paran de tocarle los huevos al mundo. La verdad es que estoy deseando meterle mano a esta nueva vaina que se me ha ocurrido. Ya veremos si estoy a la altura de mis ocurrencias.
Por la tarde hemos dado un paseo, mi señora y yo, hasta el Capuccino, ida y vuelta, donde hemos tomado uno de esos cafés con espumita por encima. Una mariconada italiana, ya lo sé, pero me resultó de lo más refinado y relajante. Dos horas en total nos ha llevado la operación gimnástica y cafetera y como en plan aeróbico y harto saludable para el cauce de las coronarias.
Una vez en casa, he leído hasta bien entrada la noche, bueno, en realidad hasta la hora del partido del City. Tampoco quisiera uno exagerar. En definitiva, he dado otra vuelta de tuerca a la obra de Proust, de donde nunca debí salir. Cuando uno se quiere reconciliar con la literatura, lo mejor es volver a Proust, maldita sea, como si nunca se hubiera publicado otra cosa. Me acuerdo de cuando era un joven venteañero y pensaba que no había escritas en el mundo más novelas que las de Balzac. Pues bien, ahora me pasa lo mismo con Proust, aunque, como saben, de vez en cuando le soy terriblemente infiel con otras amantes que dicen de buena pluma. Sin embargo, siempre vuelvo al redil de la Recherche, como cuando uno está de vuelta de todo y regresa al calor del hogar. No debería confesarlo, pero se me incendian las ingles por culpa de esa altivez algo cursi de la duquesa de Guermantes, la muy zorra, y no digamos por la pequeña ninfómana de Albertine, como si fuera la Lolita de Nabokov, otra putita que tal baila.
Perdonen ustedes, pero ahora les tengo que abandonar sin remedio, eso sí, con mis bendiciones mejor trazadas, porque de repente, joder, me he acordado de que tengo que dar un recado urgente, qué digo urgente, urgentísimo, al duque de Aumale. ¿No me entienden? Pues les informo de que si fueran lectores de Proust, sabrían muy bien de lo que hablo. En el fondo, todo resulta tan sencillo como vulgar.


8 de febrero de 2014

LA GRAN ESTAFA AMERICANA


Viernes, 7 de febrero del 2014-02-07
DIARIO

O sea que por una contractura de nada en uno de esos músculos que rodean la cintura, justo allí donde los michelines levantan su palacio de invierno, he pasado una semana durmiendo, mejor dicho, tratando de dormir, en la butaca del salón. ¡Una semana! Pero ahora ya estoy mucho mejor gracias al Voltarén, una de esas medicinas milagrosas que  han conseguido devolverme mi antigua vida, la de la semana pasada, que no es que esa vida responda a la consideración de obra de arte, qué más quisiera uno, pero pienso que al menos me merezco el premio de las siete horas de tranquilidad horizontal de cada noche.
Porque ni siquiera he podido leer largo y tendido en la butaca, ya que se me cerraban los ojos de sueño, como si los párpados fueran de plomo, pero sin apenas poder dormir con la profundidad requerida, sino en un constante y desesperante duermevela, joder, que no es ni mucho menos lo aconsejable para que mi sistema neuronal, un mecanismo tan delicado como sutil, funcione durante el día con la exactitud que suelo reclamar de mis propias vísceras. Incluso juro que llegué a encender la televisión por si algún documental de uno de esos canales homéricos y geográficos conseguía sumergirme en las honduras del sueño, como cuando a la hora de la siesta, pero ni con esas se me permitía una eficacia total, sino más bien un suplicio chino en toda regla, y todo por una contractura de nada que se ha evaporado, como digo, mediante unas pastillas arcangélicas de Voltarén, maldita sea, mano de santo, como si de un milagro se tratase.
Así que anoche, después de un siglo de tortura aplicada, he podido dormir en mi cama, postura horizontal bocarriba, de costado hacia la derecha y de costado hacia la izquierda, o sea que a mi libre albedrío, pero también en horizontal bocabajo y vuelta a empezar. Placer de dioses. Pura ambrosía onírica. Gracias a Dios, esta mañana me he despertado casi como nuevo, agradecidísimo a la Providencia y, por supuesto,  a las pastillas de  Voltarén, que después de esa cosa milagrosa del bosón de Higgs hasta puede que sean  lo mismo.
Al mediodía, para celebrar mi vuelta al mundo de las camas, nos hemos ido a comer al Trocadero Arenas, un chiringuito excepcional que tenemos aquí al lado, en la playa de Torre Real, uno de esos pocos lugares en donde se puede saborear un arroz algo más que aceptable, que no es baladí para lo que suele estilarse por estos contornos.
Les aseguro que hay una norma definitiva para determinar si un arroz, siempre que esté presentado en paella (paellera), tenga alguna posibilidad a simple vista. Esta norma, no se olviden, consiste en que el arroz no debe emitir ningún brillo, no señor, sino que ha de lucir, muy al contrario, un tono completamente mate, ¡MATE!, y aproximarse al color del oro viejo. O sea, al revés de lo que suelen servirnos en la mayoría de los restaurantes.
Otra cosa: paella no hay más que una. Todo lo demás son arroces de esto y arroces de lo otro. Quiero decir que sólo una receta responde a lo que es y debe ser una paella. De modo que no hay paellas mixtas ni paellas  de verduras, ni paellas de mariscos, ni paellas de pollo, ni nada que se le parezca. Son arroces y nada más que arroces. Y tampoco, maldita sea, hay paellas valencianas, ya que la paella es, como todo el mundo sabe, natural de Valencia y en su nombre ya lleva implícito el gentilicio. Me refiero a que decir “paella valenciana” es caer en una pura y abominable redundancia. Lo mismo ocurre con la fabada asturiana y el champán francés, joder, que todo hay que explicarlo.
Por la tarde, vamos al cine a ver “La gran estafa americana”. Y la verdad es que nos sentimos realmente estafados. No obstante, por lo único que la cinta merece la pena es por la actuación de Jennifer Lawrence, una chica que camina veloz en pos de ser la estrella más rutilante de Hollywood. Para mí, desde luego, la película sólo cobra un cierto brillo cuando ella aparece en la pantalla. ¡Sobrecogedora! También me gustaría destacar la actuación magistral de Robert De Niro en la única secuencia en que se le permite hacer acto de presencia. ¡Sublime! Por lo demás, la película resulta pesadísima, farragosa y sin ningún interés. A este chico, cómo se llama, sí hombre, Bradley Cooper, pues bien, a este chico, como digo, habría que decirle que la “sobreactuación” jamás otorga verosimilitud a un personaje. Todo lo contrario. Claro que estos americanos son capaces de llegar y premiarlo ahora con un óscar después de alfombrarle de claveles la Gran Vía a su paso por Broadway. A eso se le llamaría una jugada maestra del márquetin. Porque, desde mi punto de vista, el muchacho, todavía un potrillo salvaje, necesita una de esas domas que lo suavicen y lo dejen en disposición de afrontar sus papeles con la ataraxia temperamental de los estoicos. Digo yo.


1 de febrero de 2014

LOS CATALANES


Viernes, 31 de enero del 2014
DIARIO

Ayer jueves empleamos todo el santo día en ir de viaje, ya que al son de lo tonto casi recorrimos España de norte a sur. O sea que me acuesto temprano, eso sí, después de leer unas páginas ya archileídas del maestro Umbral, más concretamente de su libro de memorias “Trilogía de Madrid”. Pues bien, a pesar del cansancio confieso que tardé en dormirme y luego, maldita sea, he pasado mala noche, con unos dolores musculares a la altura de la cadera izquierda, algo así como una contractura muy dolorosa que me impedía cambiar de posición y que me ha obligado a levantarme a las seis y media, que digo yo que no son horas para ningún mortal medianamente civilizado.
Sin embargo, en las pocas horas que he dormido me ha dado tiempo a soñar con Roma. Así es. He soñado que vivía en Roma y que tenía una casa en el Trastévere, con una terraza llena de macetas de geranios, muchas ventanas y una puerta de madera clara con un llamador dorado en forma de mano. Si bien reconozco que, después de leer ese relato de Maupassant titulado “La mano”, les aseguro que las manos sueltas, es decir, sin que estén unidas al brazo anatómicamente reglamentario, me dan algo así como un ligero repelús. Algún sentido onírico ha de tener, por tanto, esa aldaba freudiana en forma de mano y, sobre todo, la presencia de la mujer alta y morena y de ojos negros que me espera dentro de la casa, con un niño en los brazos, siendo consciente de que yo sólo soy un señor que viene a cenar y que de repente se da cuenta de haber olvidado los pasteles del postre y no sabe bien qué hacer ni qué decir y tan sólo siente vergüenza y piensa que ha fracasado y que aquella mujer nunca lo amará.
Pero es el dolor de cadera lo que me despierta y lo que me impulsa a levantarme; así que enciendo el brasero, me siento en el sillón, me tapo las piernas con las faldas de la camilla y me pongo a leer a Proust. Pues sí, esta mañana tocaba Proust. Al final, cuando estoy verdaderamente harto de todos los libros que leo, siempre termino acunándome en brazos de los mismos: Proust, Umbral, Ramón, Faulkner, Virginia Wolff, Cabrera Infante y García Márquez. Estos son los siete escritores que componen mi refugio particular y a quienes vuelvo una y otra vez después de cada incursión adulterina por otros territorios más o menos salvajes y como que no me llenan para quedarme.
Naturalmente, me he olvidado de César, pero lo he dejado a propósito fuera de este  olimpo privado para que no destruya la magia del número siete, no por otra razón, claro es, ya que César fue el primer escritor que yo conocí en mi vida, estando él sentado a un velador del café Teide, escribiendo supongo que el tercer artículo del día. Me lo mostró mi madre, que era una de sus más fervientes lectoras, siempre en ABC, pues se bebía aquellas columnas suyas de todos los dclaro es,  columnas de todos los dABCn velador del Teideentido platñesaazos de los mismos: Proust, Umbral, Oscar Wilde, Rame m eías como si fueran agua clara con un toque ligeramente salicílico y medicinal. Quiero decir que César, desde la infancia, ha sido para mí como la idea platónica que engloba a todos los escritores, los cuales no son otra cosa que las infinitas variaciones materializadas de esa primigenia imagen arquetipal que él representa.
Claro que si llego a conocer primero al maestro Umbral, me habría pasado lo mismo, porque en, mi opinión, Umbral es sin duda el único escritor cuya imagen se merece estar al lado de la de César, incluso, si me apuran, desbancarlo de ese presbiterio platónico y escolástico donde moran y rezan toda esa congregación medieval de universales y otros seres de largo alcance filosófico y que ahora no vienen al caso.
La mañana ha sido, por lo tanto, una pura alternancia entre el sueño y la lectura. Creo que he debido de conceder algo así como unas tres reverencias de media hora cada una, sesgadas todas por el timbre hambriento del teléfono, y el caso es que entremedias he creído oportuno seguir con la lectura de Proust, demasiado cadenciosa, como saben, y, en consecuencia, ligeramente narcoléptica de no estar uno en buena forma, como es el caso.
La tarde la he dedicado a escuchar música clásica y a contemplar los cuadros de algunos impresionistas catalanes como Santiago Rusiñol, Joaquín Mir, Ramón Casas, Modest Urgell, Isidro Nonell y, sobre todo, de Hermenegildo Anglada Camarasa, que es uno de los que más me conmueven, aunque en general lo hagan todos ellos por igual, y la verdad es que me resulta delicioso repasar cuadro a cuadro y sentir cómo la emoción te embarga poco a poco y la consciencia se dilata y el mundo se hace presente y así sabes que tú estás en el mundo y como que algo grande sucede y todo, absolutamente todo, empieza a cobrar sentido. En mi opinión, sólo la emoción que suscita la belleza, incluida esa facción siniestra que la belleza esconde, es capaz de convencerte religiosamente de que tu paso por estos predios no es casual y responde a razones insospechadas. Recordemos que Platón decía que los jóvenes deberían vivir entre imágenes y sonidos hermosos, de modo que la belleza de las cosas materiales prepare sus almas para la contemplación de la belleza espiritual.
Pues bien, a eso de las siete de la tarde, hemos efectuado una razia sobre el corazón del supermercado más cercano con el fin de hacernos con lo más necesario para la supervivencia, es decir: unos yogures de chocolate; una bolsa de nueces, las mejores son las de Borges, al menos son las más literarias; botellas de agua mineral; plátanos de Canarias y un par de raciones de arroz a banda. Y es que a pesar de una posible misión transcendente sobre la tierra, no deberíamos descuidar ese aspecto inmanente y mundano que nos permite continuar cada uno a lo suyo, es decir, como si la nada más absurda nos esperara amorosamente en negligée al otro lado del río y entre los árboles.