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21 de enero de 2017

LA CARRERA DEL SIGLO




Antes de ir al hipódromo, Hank me llevó a un bar de la calle Alvarado. Uno de esos tugurios que formaban parte de su vida. Es verdad que sus visitas habían dejado de ser frecuentes, pero de vez en cuando le gustaba recordar viejos tiempos. El barman se llamaba Charly, era exageradamente delgado y tenía unos setenta años. Se puso como loco de contento cuando vio entrar a Hank. Tan contento que saltó la barra con la agilidad de un atleta y ambos se fundieron en un abrazo. Pocos abrazos he visto tan fuertes y largos como aquel. Me dijeron que se conocían desde hacía más de treinta años y eran como hermanos. Tal vez ese fuera el motivo que les impulsara a boxear como dos chiquillos al salir de la escuela. Hank amagaba ganchos de derechas y Charly trataba de esquivarlos mientras intentaba colocar algún directo que otro.
         Después de la pelea estallaron las risas y las cervezas aparecieron sobre la barra. Media docena de latas nos echamos cada uno al coleto. Las historias llenas de nostalgia, todas ellas guarras como letrinas, iban venían cada vez con más exageraciones en la trama. Al final Charly no nos dejó pagar y corrió con todos los gastos de la fiesta. A Hank le molestó que ni siquiera nos permitiera abonarle un par de rondas. De repente entró en el bar una señora de cara angulosa y los ojos grandes y grises. También era delgada y alta y con el pelo teñido de rubio platino. Hank me la presentó como Katty Porter y enseguida supe quién era ella. No hizo falta que Hank me informara de que había escrito “El barco de los locos”. Una de mis novelas preferidas, le dije. No crea que le gustó mucho mi halago ni que balbuceara tanto para elogiar su novela. Tendría así como unos cincuenta y cinco años y casi me dio la espalda para hablar con Hank. Tuve que cambiarme de sitio para saber de qué narices hablaban. Ella pidió un güisqui y dijo que se venía con nosotros al hipódromo. Charly dejó que Hank la invitara y nos estrechó la mano antes de marcharnos.
         El mes de julio había entrado con fuerza y hacía un calor del carajo. Dora y Linda dijeron que pasarían el día en la playa y nos dieron permiso hasta la hora de la cena. Katty y Hank se sentaron en el asiento trasero del coche y a mí me obligaron a conducir sin mirar por el espejo retrovisor. Yo nunca había ido al hipódromo y equivoqué el camino un par de veces, pero los pasajeros del asiento postrero no se enteraron y de saberlo no creo que les hubiera importado una mierda. Ellos estaban a los suyo y yo lo único que oía eran los gemidos de la tejana, que tiraba como una mula cerrera, aunque no dejaba de quejarse de la incomodidad de los pantalones para los manejos del amor. No era difícil de imaginar que el salido de Hank le metía lo que fuera hasta la empuñadura. No vomité porque mi preocupación por ir en la dirección correcta me impedía centrarme en la fiesta que se celebraba a mis espaldas.
         La visión a lo lejos del edificio verde de Santa Anita Park nos calmó los ánimos. Sobre todo a los del asiento de atrás, que se bajaron del coche con los pelos revueltos y la ropa arrugada, como si llevaran peleándose dos semanas sin parar. La cara de Hank era todo un poema, pero me dio la impresión de que se le iluminaba de sol ante la vista del hipódromo, el sonido de los altavoces y el ir y venir de la gente. Nada más llegar a la grada se tomó la primera cerveza y empezó a apostar como un loco en todas las carreras. Katty Porter pidió un bourbon con hielo y yo decidí, por si volvía a ejercer de chófer, mantenerme virgen con una botella de agua mineral. Naturalmente, dejamos a Hank que se encargara de las apuestas. Él era el entendido en la materia y nos dio la impresión de que lo sabía todo acerca de los caballos y sus jinetes. En realidad se sabía de memoria la vida y hasta la lista de lesiones y enfermedades de cada penco. Sin embargo, no ganaba una mierda. Me dijo que la mala racha le dudaba ya desde hacía un par de meses.
Entonces fue cuando llegó la quinta carrera y se me ocurrió aconsejarle que apostara al caballo que, según él, no iba a ganar, por muy bueno que fuera. Se me quedó mirando y me dijo que no era mala idea. Resulta que el caballo elegido por Hank como ganador se llamaba “California Chrome”, un caballo invencible, según todos los expertos, y Hank era sin duda un experto, así que cambió la apuesta y puso como ganador a otro que se llamaba “Arrogate”, un caballo que siempre le había gustado. Para darle ánimo tanto Katty como yo le acompañamos a la taquilla de apuestas. Nos dijo que pretendía jugarse nada menos que mil dólares.
Ellos iban delante de mí, como a unos tres metros de distancia. Entonces advertí que el tipo ancho, bajo y moreno de pelo crespo, con un traje gris de lino, que caminaba a mi lado era nada menos que un ejecutivo de la Paramount, pero no un ejecutivo cualquiera, sino el que había comprado los derechos de una de mis novelas y después el guión que me pidió que escribiera. Se llamaba Feliciano Suárez y recordé que era de San Diego. Como digo un tipo algo basto de aspecto. Uno de esos hombres que parecen muy machos y peludos por dentro. Aún así no tenía la barriga tan prominente como la de Hank. El caso es que iba en mi misma dirección, es decir, camino de las taquillas de apuestas. Nos miramos y la verdad es que no tardó demasiado en reconocerme. Después del saludo de rigor me dijo que mi guión empezaría a rodarse dentro de unos cuatro meses. Volvimos a intercambiarnos los teléfonos. Dijo que podrían necesitarme en el estudio para modificar alguna escena o una mierda parecida. Esas fueron sus mismas palabras. Le dije que estaba a su entera disposición. Pero lo más interesante fue cuando cambiamos de onda y confesó que iba a jugarse un buen fajo de billetes por “California Chrome”. Según su teoría, idéntica a la de Hank, era imposible que ese caballo perdiera cualquier carrera en que participase. Estaba tan convencido de lo que decía que dudé si desanimarlo o dejarle que siguiera su camino. Sin embargo, me atreví y le dije que su apuesta iba mal enfocada, aconsejándole que apostara cualquier dólar que llevara encima por “Arrogate”, que se pagaba cinco a uno. Me preguntó si era un chivatazo y le contesté que algo parecido. Mi carrera como escritor de guiones estaba en juego. Dijo que apostaría cinco de los grandes  por “Arrogate”. 
         Aunque él sabía quiénes eran mis acompañantes, al menos sí que conocía a Hank, nos pidió la venia para sentarse con nosotros en la grada. Me pareció demasiada educación para el tipo de camisa que llevaba. El traje estaba bien cortado y el paño era un lino de excelente calidad, pero las deportivas de color rosa y la camisa blanca de flores violetas, más su aspecto en general, fueron las señales inequívocas de que estaba delante de un cateto en toda regla. Dijo que quería presenciar la carrera a mi lado por si luego tenía que despellejarme y enviar mis restos al Pacífico como alimento de los tiburones. Pedimos más cerveza para Hank y otro bourbon para Katty y agua mineral para mí. El de la Paramount prefirió la excentricidad de un “Bloody Mary”. Seguramente pensaría que ese cóctel le haría más inglés ante nosotros, como si la camisa de flores violeta no fuera suficiente para parecernos un ser fronterizo entre el ser y la nada.
         Desde luego a Katty no le hizo ninguna gracia que se sentara con nosotros. Se lo noté en la cara. Supongo que tendría motivos suficientes para catalogarlo como un capullo integral, entre otras razones porque después de su apretón de manos no volvió a mirarla en toda la tarde. Estaba claro que una mujer con más de cincuenta años no coincidía con su tipo de mujer ideal, por muchos ojos grises que le brillaran. Aunque lo más seguro es que jamás hubiera oído hablar de ella. Y en América, incluso en el mundo entero, no saber quién es Katty Anne Porter es una señal clara de analfabetismo literario, un pecado gravísimo para un ejecutivo de la industria cinematográfica, ya que una de sus novelas, “El barco de los locos”, fue llevada al cine nada menos que por Stanley Kramer. Estoy seguro de que la pobre Katty no le perdonará jamás semejante desaire.
         Katty, desde la retaguardia, le dedicó varios cortes de mangas y, como fin de fiesta, le sacó una lengua demasiado larga y azul justo en el momento en que sonaba el tiro que daba la salida. Confieso que jamás he asistido a un espectáculo de tan alta tensión como una carrera de caballos. Y encima sin haber apostado un maldito centavo. Solamente estaba en juego mi futuro como guionista de la Paramount, es decir, más dinero y prestigio del que se pueda ganar en doscientas carreras como aquella. Apostaría un imperio a que yo fui el imbécil que más mierda se jugó en toda la tarde. 
Pero empezamos mal. Aquel caballo del demonio, “California Chrome”, se puso el primero desde la salida y parecía imposible que algún otro lo pudiera alcanzar, sobre todo “Arrogate”, que no pasaba del tercer lugar y el muy cabrón no adelantaba más ni aunque le metieran un cohete por el trasero. “California Chrome” a su lado parecía una puta locomotora de alta velocidad. Hank movía la cabeza de un lado a otro, esperando el peor de los finales. Sin embargo, el ejecutivo y la escritora saltaban como posesos, animando el galope cojitranco de “Arrogate”, que seguía en el mismo plan, como si el muy cabrón paseara a miss Daisy y la carrera  no fuera con él. Dejé de mirar a la pista.
De repente sentí que el volumen de los gritos de Katty y del ejecutivo aumentaba en unos cuantos decibelios. Y es que “Arrogate”, después de la última curva, había logrado ponerse el segundo. Sin embargo, “California Chrome” iba tan lanzado que se necesitaría un jodido milagro para adelantarlo. O sea que me veía devuelto a mis orígenes, humillado y metido hasta las cachas en el fango de los escritores mediocres. Había puesto mi carrera en las pezuñas de un jodido penco de mierda. Sin embargo, el milagro ocurrió, vaya que si ocurrió, pues a cincuenta metros de la meta, “Arrogate”, con una zancada prodigiosa, se puso a la altura de “California Chrome”, nadie se lo podía creer, y en los diez últimos metros, consiguió ponerse por delante. “Arrogate” entró en la meta con más de medio cuerpo de ventaja sobre su gran perseguidor.
¡Habíamos ganado!
Me temblaban las piernas como a un niño en presencia de una niña rubia con coletas. Mi ejecutivo favorito, Feliciano Suárez, natural de San Diego, de padre mejicano y madre portorriqueña, con la cara descompuesta por los nervios y la alegría de la victoria final, se fundió conmigo en un abrazo más allá de la pura camaradería. Sus brazos me parecieron como si fueran los lomos de una pitón africana. No pude zafarme de él en una eternidad de segundos. Le había hecho ganar veinte mil dólares y era incapaz de dominar la emoción. Pero cuando logré deshacerme de su abrazo tuve que vérmelas con el de Hank, que esperaba su turno para dejarme molidas las pocas costillas que el otro había dejado ilesas. Más tarde, después de que cobraran sus beneficios, el de la Paramount logró apartarme del grupo. Quería saber quién había sido mi fuente de información. Le dije que si se la revelaba acabaríamos los dos formando parte de los cimientos de cualquier gran hotel de próxima construcción. Lo entendió a la primera y no volvió sobre ese asunto. Incluso empezó a mirarme con más respeto.
En el viaje de vuelta a San Pedro conté mi apuesta mafiosa a Hank y Katty y casi se mueren de la risa. Tomamos una última copa en otro bar de la calle Figueroa. Allí dejamos que Katty siguiera la juerga por su cuenta. Hank y yo recuperamos el camino de casa. Teníamos ganas de ver a Dora y a Linda. Milagrosamente, antes de llegar, el móvil me dedicó la quinta de Bethoveen, mi melodía preferida. ¿Quién llamaba? Pues nada menos que mi colega del alma. El bueno de Feliciano. Me pidió por favor que a la mañana siguiente estuviera en su despacho a las diez en punto. Al parecer, tenía trabajo para mí.                 
                                       
  

8 de enero de 2017

SIN LILI Y CON DORA MALENGO


6 de enero del 2017

Estaba en Nueva Orleans y me acababa de dejar mi mujer. Se había largado con un trompetista negro que tocaba en uno de esos bares del Barrio Francés. Era rubia natural y se llamaba Lili Benson. No hacía ni tres días que nos habíamos casado y estábamos en plena luna de miel. Debió darse cuenta de que conmigo en la cama no llegaría a ninguna parte. Por lo menos tuvo la deferencia de dejarme la mitad del dinero que encontró en mi cartera. Tampoco me habría importado que se lo hubiera llevado todo, aún me quedaba en el banco lo del único guión que había logrado vender a la Paramount. Pero lo que más me dolió fue que perdí a una tía a punto de romperse de lo buena que estaba. Tan buena que con ella debajo me resultaba imposible demorarme en el trance. La muy zorra me dijo que el mejor remedio para tanta precocidad era fumarse un porro antes de meterse en faena. Le dije que se lo fumara ella y me plantó al instante. Me sentí algo peor que jodido. Esa es la verdad. Lo confieso. Y es que la tía tenía unos ojos grandes y azules como océanos, y era alta como un álamo. Además lucía un cuerpo cálido y confortable, sobre todo por la presencia de un par de brevas dispuestas en un perpetuo mirar hacia el techo del mundo.
Salí con ella tres semanas sin que me dejara disfrutar de uno solo de sus encantos. Me dijo que era una chica chapada a la antigua y que antes había que pasar por el juzgado y sacar la licencia. Me tenía tan ciego que le propuse una ceremonia en Las Vegas y quince días de luna de miel en Nueva Orleans. Aceptó sin pestañear y al principio todo fueron promesas de amor eterno. Hasta que llegó la noche de bodas, claro, y ahí se acabó lo que se daba. Sobre todo me molestó que al negro lo eximiera de cualquier ceremonia previa y lo dejara meterse directamente en la cama, sin licencia matrimonial ni nada de nada. Solo con la trompeta. Después llegarían las comparaciones, el cachondeo y todo lo demás. Para mí fue como si las tribus del mundo se fijaran en mí de repente y empezaran a reírse por el espectáculo ofrecido. Demasiado humillante para mi vanidad.
         Milagrosamente, al día siguiente de la fuga, me encontré a Dora Malengo en la recepción del hotel. Después de tantos años sin vernos el efecto fue demoledor para ambos. Había cambiado de peinado, pero en lo demás se mantenía igual de solemne que siempre. En realidad era tan atractiva como Lili Benson, pero en otro estilo. Quiero decir que Dora era de piel morena, tenía el pelo y los ojos negros y uno de esos culos altos y firmes que mueven las brasileñas al bailar la samba. No tenía nada que envidiar al de Lili. Hubo un tiempo en que Dora y yo formábamos una pareja casi perfecta en todos los sentidos, pero la vida quiso separarnos y para mí que ninguno de los dos fuimos felices cada uno por su lado. Ella ha tenido un montón de hombres y yo un sinfín de matrimonios. Dora me dijo que huía de un tipo que resultó ser un mafioso de Las Vegas. Un tío mentiroso que le había prometido un papel en una película de Hollywood. Me contó que huyó de él cuando se enteró de que lo había detenido la policía. Se puso tan contenta cuando me vio en el hotel que a los diez minutos ya estábamos metidos en la cama recordando viejos tiempos. Aquello sí que era vida. Ninguna mujer del mundo es como Dora Malengo entre sábanas. Con ella siempre me siento como si perteneciera a la liga de los hombres inmortales. Me refiero a que mi honor quedó plenamente reivindicado. Cuando le dije que había conseguido vender un guión a la Paramount no se lo podía creer. Después me porté lo mismo que el mafioso, es decir, le dije que movería ciertos hilos para que le dieran un papel, aunque fuera un papel sin importancia. Le auguré que ella iría subiendo en el escalafón por sus propios méritos.
         Nos fuimos a San Pedro. Mi casa estaba metida casi en la playa, al lado de la casa de Hank y Linda. Dora estaba como loca de contenta. No es que fuera una de esas mansiones a las que ella estaba acostumbrada, pero le pareció tan acogedora que me dijo que era la casa de sus sueños. Por supuesto que no se emocionó cuando entró en la cocina, se puso realmente lívida, pero se tranquilizó cuando le informé de que una señora y su hija se encargaban de toda esa vaina de la limpieza. La cara de Dora volvió a recuperar su color natural. El caso fue que del dormitorio no salimos en varias horas. Lo dejamos cuando Linda llamó a la puerta y tuve que bajar a ver qué demonios quería. Venía con el fin de invitarnos a una cena en su casa. Me dijo que era costumbre ofrecérsela a los recién casados. Así que nos duchamos y nos vestimos para ir de visita a casa de los vecinos. Vaya cara que se les puso cuando vieron que la mujer que me acompañaba no era Lili. Ellos esperaban a la rubia de veinte años que conocían y se encontraron con una morena que ya había cumplido los treinta. Al principio, cuando nos vieron llegar desde la ventana, pensaron que Lili se había teñido el pelo. Sin embargo, no preguntaron nada y cuando les presenté a Dora reaccionaron como si la conocieran de toda la vida. Claro que en cuanto Hank abrió la primera botella de vino y echamos un par de tragos, les puse al corriente de lo que había pasado con Lili. No pararon de reírse durante un buen rato. Sobre todo Hank. Menos mal que Linda me ayudó acusándole de lo mismo cuando no había bebido lo suficiente. Nos aseguró que Hank bebía no porque fuera un alcohólico, como todo el mundo pensaba, sino para retrasar el desenlace hasta que ella diera por terminado el cónclave. También nos dijo que cuando Hank estaba borracho de verdad tardaba tanto en terminar que le resultaba bastante molesto y pesado hacerlo con él. Pero Hank no paraba de reírse y lo que quería era hablar de la trompeta del negro. Ni que decir tiene que Hank y yo terminamos bastante bebidos. Sobre todo él, claro, que bebía al estilo cosaco, como si le faltara algo y la vida se le escapara por algún descosido del alma. Sin embargo, a la mañana siguiente, el muy cabronazo se levantaba como si tal cosa y se ponía a escribir con esa lucidez que sólo se gastan los genios.
Hank y Linda eran dos personas encantadoras. A Hank lo conocían en todo el mundo. Era un escritor famoso y su casa siempre estaba llena de periodistas, biógrafos y actores de cine con una tendencia algo más que notable a la priva. Si Hank ya pasaba de los sesenta, Linda acaba de cumplir los cuarenta y cinco, cuatro años y unos meses más que yo. Pero además de una gran persona, Linda era realmente mona, una mujer interesante, así como Hank era feo como un demonio, pero tan buena gente como ella. Hank tenía la cara horadada por unos cráteres de cierta importancia, como picada de viruelas. Las señales le venían de su época de adolescente. Me contó que había sufrido un acné terriblemente asqueroso, con unos granos enormes y purulentos. Incluso llegaron a causarle un rechazo social de lo más cruel. Al parecer un tratamiento acertó a quitarle toda esa mierda y con el paso del tiempo sólo le quedaron las cicatrices. Hank, para colmo de males, no tenía cuello y su cara era como la de un mono. Más feo no podía ser. Sin embargo, Linda lo quería como si fuera el príncipe del cuento de la Bella Durmiente. Pero, aun así de feo, Hank era todo un Casanova entre las señoras de la vecindad. Si bien exageraban lo suyo, las malas lenguas decían que se tiraba todo lo que se movía y que donde ponía el ojo ponía la bala. Demasiado bonito para ser cierto.  
Tampoco a Dora le gustó a primera vista. Al principio le repelía un poco, todo hay que decirlo, pero luego se acostumbró a él y le tomó mucho cariño. En cambio a mi Hank me pareció desde el principio un tipo de lo más normal. Eso sí, más feo que Picio, pero con un alma llena de sensibilidad y con un gran amor por la vida. Éramos vecinos desde hacía casi dos años y cuando llegué ya sabía quién era por las fotografías de las solapas de sus libros. Tambien ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ años y cuando llegue y de antes yaes mro que por la mañana estaba como una rosa y se ponormir con un ojo abierto.ja vén había leído su biografía. Dora sin embargo no había leído nada de él y esa misma noche, al volver a casa, le dejé un libro de relatos suyos. Se puso tan acelerada que me tuvo despierto hasta el alba. Tanto que empecé a tener celos de Hank. Me dije que tendría que vigilar sus maniobras de acercamiento y estar atento a cualquier gesto sospechoso de seducción. El muy ladino se las sabía todas y Dora era un pastel demasiado apetitoso para dejar tranquila su voracidad depredadora. Tuve que aprender a dormir con un ojo abierto. Cuando hay mujeres en escena no suelo fiarme de la gente en general y mucho menos de los amigos en particular. Me dije que lo mejor sería cambiarse de casa. Una casa más en medio de la nada, es decir, sin negros trompeteros y otras aves rapaces al acecho. Tal vez en cualquier oasis del desierto de Gobi. Como muy cerca.