Vistas de página en total

29 de junio de 2013

DEJE DE PEGAR A LA SEÑORA




I

Llegó el otoño y hacía buen tiempo, pero tuve que ir solo por culpa del maldito divorcio. Sin embargo, los dos habíamos planeado el viaje, me refiero a mi mujer y a mí, incluso teníamos suficiente dinero ahorrado para darnos el capricho, pero como digo las circunstancias no permitieron que fuéramos juntos. No sé si ella iría por su cuenta, supongo que no, pero en lo que a mí se refiere, no pude renunciar a darme ese placer por la sencilla razón de que era una de mis obsesiones desde hacía muchos años, concretamente desde que vi aquella película titulada Easy Rider. Claro que aquello fue a principio de los años setenta y ya han pasado la friolera de cuatro décadas. El caso es que lo dejas de un año para otro y sin darte cuenta te vas para el otro barrio con la misma cara de tonto que siempre has tenido. Por eso me dije que había que desperezarse, hacer la maleta y correr en busca de lo sueños.
Sin embargo, he de confesar que las cosas no resultaron tan fáciles como yo esperaba. En primer lugar, no quise ponerme en manos de una agencia de viajes, sino que me subí al avión de Nueva York lo que se dice a la buena de Dios, sin tener contratado ni habitación de hotel ni nada de nada. De todas maneras, el asunto del alojamiento no fue difícil de resolver. La verdad es que ya tenía decidido probar en el Hotel Algonquin, así que nada más recoger el equipaje en la terminal y pasar la aduana en el aeropuerto Kennedy le dije al taxista que me llevara a ese hotel. Descubrí el Hotel Algonquin en una biografía de Catherine Parker y desde entonces decidí incluirlo en una de mis preferencias para cuando viajara a Nueva York. 
El viaje en taxi desde el aeropuerto fue toda una experiencia estética. Me sentí como un verdadero cateto de pueblo que llega a la gran ciudad. Todas aquellas avenidas interminables y flanqueadas por rascacielos me dejaron con la boca abierta. Sin ninguna duda, eran los rascacielos más altos que jamás había visto en la vida. Incluso parecían mucho más altos que en las películas. También la gente era todo un espectáculo. Me di cuenta de que en Nueva York conviven todas las clases de bichos vivientes más o menos en buena armonía. Desde luego, en el tiempo que duró el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel, pude ver una gran cantidad de personas de lo más estrafalarias andando por las aceras. Al menos, para lo que yo acostumbraba a ver en mi barrio madrileño de Chamberí. Juro que nunca había visto tanta gente vestida de manera tan rara como en Nueva York, aunque bien pudiera ser que para esa misma gente lo extraño fuera mi indumentaria de burgués atormentado. Cualquiera sabe. Menos mal que de vez en cuando aparecía por la acera algún tipo con traje y corbata o con unos pantalones y una chaqueta de sport parecida a la mía. 
El hotel era mejor de lo que esperaba y el bar resultó ser un lugar de lo más animado por la noche. Creo recordar que una chica mejicana se echó al coleto un par de güisquis a mi costa. No obstante, esa noche dormí como un recién nacido. Pero lo más difícil fue alquilar un coche al día siguiente y salir en busca de la autopista que me llevara a Chicago, que es donde realmente comienza la famosa Ruta 66. Así es, se trataba de hacer realidad uno de los sueños que como digo me obsesionaron después de ver Easy Rider. Maldita sea, estaba a punto de que el sueño se materializase y no tenia ni pajolera idea de cómo salir de Nueva York y enfilar rumbo a Chicago. Así que estacioné el coche a un lado de una calle, paré un taxi y le rogué al taxista que me llevara al comienzo de la autopista pertinente. El muy cabrón me pidió cien dólares por adelantado y yo le seguí con mi coche hasta que me señaló el letrero que anunciaba el camino hacia la ciudad de Alcapone. Yo no lo hubiera encontrado ni aunque hubiera llevado media docena de navegadores a bordo. 

II

Por cierto, el coche que alquilé era un Cadillac de 1950, color rosa pálido, descapotable y con los asientos de cuero blanco. Ya sé que lo correcto hubiera sido subirse a una Harley Davidson para que todo fuera como en la película de Hopper, pero la comodidad pesó en mi ánimo mucho más que el cine y pensé que un Cadillac cubriría con creces la estética más exigente para esa ruta. Y, para alegrarme la vida, cuando llevaba algo así como una hora de viaje, encontré una emisora de radio que sólo daba música country, así que la dejé que sonara y puedo asegurar que me sentí como si fuera un americano de toda la vida. Sobre todo, cuando sonó esa canción llamada “Fallin & Flyn” y que canta Jeff Bridges.
Sin embargo, no pude disfrutar demasiado del paisaje ni de la música porque tenía que estar muy pendiente de los letreros de la autopista, más que nada para no pasarme las salidas que había señalado en el mapa. Confieso que tuve que conducir casi quinientas millas para sentirme seguro y respirar tranquilo y admirar todo lo que la carretera me ofrecía. Pasé Chicago, San Luis, Springfield, Claremore, Amarillo, Santa Fe y no sé cuantas ciudades más. Sin embargo, no quise entrar en ellas, sino que dormía en los moteles y comía en los restaurantes de la carretera. El paisaje, a medida que uno avanzaba hacia el oeste, iba cambiando de un color a otro. Y la verdad es que todo transcurrió con suma normalidad hasta que llegué a una pequeña localidad llamada Kingman, en el estado de Arizona. ¡Que belleza la de aquel paisaje seco, rocoso y medio desértico! Era el quinto día viaje desde que salí de Nueva York. Se había echado la noche y hacía más de diez horas que no probaba bocado. Es posible que fueran más de las once cuando divisé uno de esos restaurantes que permanecen abiertos las veinticuatro horas. Un letrero con luces de neón azules y rosas decía que el establecimiento se llamaba Bar Silver Free. Se trataba de uno de esos restaurantes típicos americanos con asientos rojos de skay. Había una máquina de discos de los años cincuenta más callada que un muerto. Me senté en uno de esos divanes al lado de una ventana. No quería perder de vista el Cadillac. A decir verdad, me había costado una fortuna su alquiler y los de la agencia prometieron encerrarme en Alcatraz si le pasaba algo a ese coche. Y eso que cualquier daño que sufriera lo cubriría el seguro. Enfrente de mí, en otra mesa al otro lado del pasillo, cenaban un hombre y una mujer. No paraban de hablar mientras daban buena cuenta de unos buenos chuletones con patatas y un par de cervezas. El tipo era calvo y llevaba un aro de metal atravesado en la nariz; vestía una camiseta de color blanco y llevaba los brazos tatuados desde las muñecas hasta los hombros. Respecto a ella, al estar sentada de espaldas a mí, solo pude ver que era una chica rubia y por el tono de su voz aposté conmigo mismo que tendría como unos treinta años. No había nadie más en aquel establecimiento. 
Me desentendí de ellos cuando se acercó una camarera, la única que había, para tomar nota de lo que quería comer. Le pedí media docena de costillas de cerdo con patatas y una botella de cerveza. La camarera era negra y tenía unas espaldas tan anchas como las de Mike Tyson, pero el pelo lo llevaba teñido de rojo y rizado en gruesos tirabuzones. En un letrerito prendido en su uniforme medio rosa y medio blanco ponía que se llamaba Rhonda Marie Rose. Estuvo muy simpática conmigo y me dijo que el ketchup y la mostaza corrían por cuenta de la casa. Tenía una voz alegre, sonora, pero aguda y chillona como la de una vicetiple de vodevil. Cuando se dio la vuelta me fijé en que el culo parecía aún más ancho que su espalda. 
Nada más terminar de cenar, le pregunté a Rhonda si sabía de algún motel cercano. Me dijo que como a unas treinta millas había uno que se llamaba Hill Top Motel. Pagué la cuenta y, cuando me iba a marchar, la pareja que tenía enfrente empezó a pelearse. Se decían unas cosas terribles. Yo estaba realmente paralizado. No sabía qué hacer ni qué decir. De repente, el cabrón del calvo abofeteó a la chica sin ningún tipo de consideración. Ella salió corriendo y se refugió en mi mesa, lloraba como una magdalena y me suplicó que no permitiese que la pegara. A mí sólo se me ocurrió levantarme y tratar de tranquilizar a ese animal. Porque era un animal en toda regla. Sin embargo, no permitió que le hablara y me dio tal puñetazo que fui reculando hasta darme contra la pared que había al final de la barra. Yo creo que fueron más de veinte metros los que recorrí marcha atrás. Si no llega a ser porque Rhoda Marie Rose, la camarera negra, le sacude con un bate de béisbol en la cabeza, ese tipo no me hubiera dejado ni un hueso en buen estado. Pero el derrumbe del tío fue todo un espectáculo. Ese hijo de perra emitió al chocar contra el suelo el mismo estruendo que una secuoya gigante cortada por una motosierra, quedando tendido todo lo grande que era. Rhoda nos dijo a la chica y a mí que saliéramos corriendo de allí, que ella misma se encargaba de avisar a la policía. Creo recordar que cuando nos sugirió tal cosa esa negra había cambiado el bate de béisbol por una escopeta de cañones recortados. ¿De dónde la sacaría? Supongo que del mismo sitio que el bate.


III

La chica y yo nos subimos al Cadillac y salimos de allí como si nos persiguiera un enjambre de abejas rabiosas. Me dijo que se llamaba Lee Wiley y que era la novia del animal que nos había pegado. Me aseguró que llevaba tiempo con ganas de abandonarlo y que gracias a mí había llegado el momento de tomar una determinación definitiva. Y que si no lo había hecho antes era porque le tenía un miedo terrible. Ese tipo al parecer trabajaba en una empresa de seguridad en Las Vegas y además era peligrosamente celoso. Se llamaba Bob Copland y tenía antecedentes penales por maltrato a su última esposa. Al menos, eso fue lo que ella me contó casi con lágrimas en los ojos. Desde luego, a mí no me llegaba la ropa al cuerpo, aunque aquella chica me cayó bien desde el principio. Yo desde luego advertí en ella muy buenas cualidades. Pues sí, Lee era realmente guapa y de cuerpo estaba como para perder la cabeza y dejarse arruinar por ella. Me aconsejó que nos refugiáramos en el Hill Top Motel, el mismo lugar que me había indicado la formidable Rhoda Marie Rose.
Afortunadamente, se trataba de un motel muy confortable. En la recepción había una mujer con el pelo teñido de rubio platino. Otro cartelito cosido a su blusa azul marino decía que se llamaba Doris Lilly, pero ésta tenía la voz tan ronca como la de un hombre. Pues bien, noté que mientras yo firmaba en el libro de entradas, la rubia platino, Doris Lilly, no apartaba la mirada de mi labio tumefacto y sanguinolento. Lee se quedó en el coche mientras yo hacía los trámites y conseguía una habitación para los dos. Tuve que pagar por adelantado los cincuenta dólares que costaba por noche. Sí, en efecto, sólo tomamos una habitación porque Lee no quería quedarse sola ni un momento. Yo noté que la chica todavía estaba realmente asustada, extrañamente nerviosa. 
Una vez a solas me curó la hinchazón del labio con un algodón empapado en un poco de whisky. Yo en cambio no observé ningún moratón en su cara. Luego preparó un par de copas y brindamos por la suerte que habíamos tenido con la defensa de aquella camarera negra. Convinimos los dos en que nos había salvado la vida. Yo estaba tumbado en la cama y, sin pensárselo dos veces, Lee se vino a echarse a mi lado, abrazándome, y así, abrazados, nos quedamos en silencio, jugando con nuestros vasos de whisky. Al rato, Lee me pidió que le contara mi vida, es decir, de dónde venía y también lo que se me había perdido por aquellos desiertos de Arizona. Estuvimos hablando como un cuarto de hora de España y de la Ruta 66. Después Lee empezó a besarme por toda la cara, con mucho cuidado de no hacerme daño en el labio. La verdad es que me daba unos besos muy cariñosos y sensuales, decía que eran un premio por mi valentía. La cosa no tardó demasiado en ponerse verdaderamente interesante. Sin embargo, después de unos pequeños escarceos amorosos, los ojos empezaron a picarme de sueño; y los párpados, espesos como la melaza, me pesaban más de la cuenta, como si sobre ellos hubieran colocado dos losas funerarias de granito. Debí quedarme profundamente dormido. 
Cuando me desperté al día siguiente, Lee no estaba en la habitación y no sabía qué hora era. De repente, tuve la sensación de que me habían sustituido la cabeza por un saco lleno de rodamientos de plomo. Mi reloj, un reloj de oro que me había regalado mi mujer en uno de nuestros aniversarios, había desaparecido de mi muñeca. Comprobé que la maleta también se había evaporado, pero lo más terrible fue cuando no encontré la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito. Y para colmo de males, el pasaporte había volado con todo lo demás. Casi me da un ataque de apoplejía. La verdad es que empecé a sudar como un cerdo y el corazón se me disparó como si quisiera ganar una carrera de obstáculos. De pronto, me acordé del Cadillac, ¡hija de puta!, y en calzoncillos salí corriendo de la habitación. A Dios gracias, era lo único que Lee no se había llevado. Luego comprobé que las llaves seguían en mi pantalón. Es posible que en el corazón de esa chica aún quedaran unos miligramos de caridad cristiana. O tal vez pensó que se trataba de un coche demasiado llamativo para pasar desapercibido por cualquier carretera. Fue Doris Lilly, la recepcionista con el pelo teñido de rubio platino, la que me dijo con su voz de barítono italiano que había sido víctima del timo del viajero solitario. Ella misma se encargó de llamar a la policía. 
             

                                                                  FIN

23 de junio de 2013

QUÍTAME EL PERRO DE ENCIMA




A Truman Capote
I

La primera vez que la vi se me puso el cuerpo como de campana grande en día de fiesta mayor. Se trataba de Nora y por entonces ella trabajaba en la redacción de un semanario de actualidad. Horizonte, creo que se llamaba. Hoy, naturalmente, ya no existe. Yo colaboraba para esa misma revista y ella era la encargada de mi sección. Cada semana les mandaba un artículo sobre las bondades turísticas de las ciudades que visitaba. Pero una tarde el correo electrónico dejó de funcionar y me dije que ya era hora de conocer en persona a mi editora. Así que tomé un taxi y le entregué en mano el artículo, como se hacía antiguamente. Había como media docena de mujeres en la redacción, pero ninguna como Nora. Ya por teléfono me pareció que era una mujer especial, sugestiva y distante al mismo tiempo. Había algo en su voz que me cautivaba, y la verdad es que conseguimos tener bastante confianza el uno con el otro. Tanto que yo ya sabía que ella tenía cincuenta años, era viuda desde hacía cinco y que vivía sola en un piso de la Torre de Madrid. También sabía otras muchas cosas de ella, pero que ahora no vienen al caso. Naturalmente, además de que me llamaba Leo Montana y era escritor, Nora también conocía algunas circunstancias de mi vida que yo mismo le había contado. Ella sabía de mí, por ejemplo, que tenía cincuenta y dos años, que era soltero y que nunca había estado casado. 
No obstante, he de reconocer que no se me habría ocurrido pensar que cuando la viera en persona me iba a enamorar tan locamente de ella. No era para menos. Quiero decir que en mi vida había visto una mujer de cincuenta años tan exquisitamente atractiva. Nora tiene el pelo rubio, los ojos azules y el brillo y la esbeltez de una adolescente en el día de su primera cita. A decir verdad, Nora tiene todo ese aspecto triunfal de la esposa de un senador americano de noble cuna. Desde luego, ella debió de notar mi turbación cuando me dio la mano, y yo creo que por eso esbozó una sonrisa algo maliciosa. Sin embargo, cuando le propuse que cenáramos juntos me dijo que eso no era posible. Ya por teléfono me había dicho más de una vez que ella seguía enamorada de su marido y que nunca más saldría con ningún hombre, ni siquiera en plan de amigos. Y, por supuesto, recalcó muy seriamente que no volvería a casarse aunque la vida le fuera en ello. La verdad es que cuando me lo dijo no la creí en absoluto, así que probé fortuna por si al verme cambiaba de parecer, tan pagado estaba yo de mí mismo. Pero Nora se mantuvo en sus principios de viuda fiel, y si bien seguimos hablando por teléfono, como habíamos hecho hasta entonces, le noté que trataba de rehuir los temas personales para ceñirse meramente a los profesionales. Al principio, me resistí al hecho de que las cosas cambiaran entre nosotros, pero me di cuenta de que cualquier esfuerzo por enamorarla no sólo sería inútil sino contraproducente.
II

Pero una noche, cuando yo trabajaba en un artículo, me sobresaltó el timbre del teléfono. Serían las dos de la madrugada. ¡Qué sorpresa! Se trataba de Nora. Ella sabía perfectamente que a esas horas yo estaría escribiendo. Me dijo que no quería molestarme pero que había pensado en lo mal que se había portado conmigo y deseaba pedirme perdón y también que se sentiría muy feliz si la invitaba a cenar de nuevo. Así lo hice. De modo que quedamos para el viernes siguiente por la noche. Cuando colgué el teléfono no pude seguir escribiendo. La esperanza volvió a brillar con luz propia dentro de mí y lo que parecía imposible se convirtió, por una especie de milagro, en altamente probable. Yo seguía enamorado de Nora y, si todo iba como yo esperaba, en los próximos meses le pediría que se casara conmigo. Además, la llamada telefónica se había producido a las dos de la madrugada y eso significaba que Nora pensaba en mí a esas horas tan especiales e íntimas. ¿Sería demasiada vanidad por mi parte pensar que ella no podía dormir por mi culpa? Desde luego, no era difícil deducir que Nora, hasta ese momento, había reprimido a conciencia sus sentimientos hacia mí y que había luchado contra el amor, para sucumbir después a sus devastadores efectos. 
A las diez en punto de aquel viernes, estuvimos los dos en “El Viejo León”, un restaurante francés muy acogedor que hay en la calle Alfonso X. Nora estaba preciosa con su traje negro generosamente escotado. La verdad es que era una noche muy agradable de septiembre y todavía hacía calor en Madrid. Y no sólo Nora me pareció una preciosidad de mujer y tan deseable como si tuviera veinte años menos, sino que me dio la sensación de que ella desprendía un halo mágico, algo así como un fuego invisible de serenidad, inteligencia y, sobre todo, de una peculiar donosura. Lo primero que pensé fue que Nora daba la sensación de haber sido educada en un colegio inglés para señoritas, aunque también pudiera ser que aquel porte suyo y ese saber estar fueran del todo naturales en ella. Desde luego, su imagen estaba muy lejos de la de cualquier empleada vulgar y corriente. No había más que fijarse en cómo untaba el fuagrás en las tostadas y con qué elegancia se llevaba a los labios su copa de Sauternes. Entonces, para acabar con las dudas, le pregunté si procedía de una familia de rancio abolengo. Me dijo que sí. No recuerdo el nombre que me dio de sus antepasados y los títulos de nobleza que enumeró. También me dijo que su familia hacía décadas que se había arruinado y que ella era la única superviviente y que ahora sólo podía contar con su trabajo y con el apartamento de la Torre de Madrid, la única herencia que recibió tras la muerte de su marido.      
Sin embargo, Nora no me permitió subir a su casa hasta la noche de nuestra séptima cena. Claro que he de confesar que hasta ese momento su compañía por sí sola me resulto realmente deliciosa. Y, no sé por qué, pero tampoco sentí una necesidad imperiosa de acostarme con ella. Sabía que tarde o temprano ocurriría y, desde mi punto de vista, era preferible que cuando aquello llegara se hubiera establecido entre los dos una corriente de confianza mutua y, por supuesto, el mismo deseo. Lo más importante fue para mí que Nora daba por hecho que estábamos saliendo y que nuestra relación podría catalogarse dentro de lo que todo el mundo dice que es un noviazgo. Me refiero a que Nora había superado sus antiguos temores de defraudar a su marido muerto y que después de muchas dudas había decidido que la vida aún no había terminado para ella y que todavía le quedaban bastantes años para intentar la conquista de una nueva felicidad. Así que la noche en que decidió que ya era hora de pasar a la acción, me lo dijo con mucha naturalidad y entereza, empleando ese eufemismo tan femenino de invitarme a tomar una taza de café en su casa. Yo acepté encantado, claro está. 

III

Así que paramos un taxi a la salida del restaurante. Nora vive, como digo, en el piso dieciocho de la Torre de Madrid, en la calle Princesa. Recuerdo que nos besamos en el ascensor, como cualquier pareja de novios. En realidad, era la primera vez que nos besábamos. Luego también volvimos a besarnos en el salón, donde por motivos de una nueva decoración había un sofá como único mueble. El piso estaba bien de tamaño y parecía muy agradable. Nora me dijo que lo estaba redecorando y que hasta la semana siguiente no le llevarían el resto del mobiliario. Yo me senté en el sofá mientras ella preparaba el café en la cocina. 
De repente, por la puerta apareció un perro enorme. Era un perro negro. Tan negro como un túnel recién excavado. Confieso que me quedé petrificado ante una presencia tan aterradora. Me dije que sin duda se trataba del mismísimo perro de los Baskerville. Pero lo peor fue que aquel endriago vino hacía mí, me puso una pezuña en el pecho y me inmovilizó en el sofá sin demasiado esfuerzo. Creí que me iba a destrozar la yugular. Yo creo más bien que ese monstruo del averno consiguió mi completa petrificación mucho más con la mirada que con la pezuña. Menos mal que Nora apareció enseguida con una bandeja y las tazas de café. ¡Quítame el perro de encima!, le dije con un hilillo de voz que trataba de salir de mi garganta sin conseguirlo. Nora, muerta de risa, me dijo que no le tuviera miedo, que era una criatura de Dios totalmente inofensiva. Después, muy divertida ella, lo llamó por su nombre, ¡Moltke!, acariciándolo con suavidad para demostrarme que el animalito era dócil y manso. Luego me dio una pelotita para que jugara con él mientras ella se ponía más cómoda. ¡Más cómoda! Eso fue al menos lo que dijo. Y volvió a dejarme a solas con la fiera. 
Entonces, tal como me había indicado, cogí la pelotita y la tiré hacia el otro extremo del salón. El perro salió con mucha vehemencia detrás de ella y regresó corriendo a devolvérmela. Así estuvimos un buen rato, como dos buenos amigos. Yo tiraba la pelota, el perro corría para cogerla con la boca, me la devolvía y vuelta a empezar. Sin embargo, yo no hacía otra cosa que mirar hacia la puerta para ver si Nora regresaba de una jodida vez. Y he de reconocer que cualquier excitación sexual que yo hubiera sentido hasta la aparición del maldito chucho, juro que se esfumó como por encanto. Mi miedo a los perros y a montar en avión son dos estilos de neurosis que he acunado y cuidado como un tesoro durante toda la vida, y juro que no estoy dispuesto a superarlas por muchos psicólogos y terapias que me recomienden. 
De modo que, como Nora no acababa de aparecer, yo seguía jugando con el perro, tirándole la pelotita de lado a lado del salón y de una pared a la otra. Lo malo fue que por el calor había una ventaba abierta de par en par y, en un rebote inesperado y completamente casual, la pelota salió volando hacia el exterior. Desgraciadamente, el perro, supongo que en un impulso incontrolable, se tiró como un poseso detrás de ella, precipitándose desde el piso dieciocho hasta el asfalto de la calle. Pero lo terrible fue que Nora entró en el salón justo en el instante en que el perro saltaba por la ventana. La verdad es que se había puesto mucho más cómoda, ya que sólo llevaba encima un picardías negro y gozosamente transparente. Una verdadera obra de arte aquella señora. Sin embargo, aún tengo vibrando en el corazón el grito que soltó con toda la fuerza de su garganta, como si le hubieran clavado un puñal en el pecho. No lo podía creer, pero al mismo tiempo que ella gritaba me di cuenta de que el picardías sólo le llegaba a medio muslo y que debajo no había señal  de ningún tipo de lencería. Lo siento mucho, pero en aquellas circunstancias yo no sabía qué hacer ni qué decir ni cómo ponerme. Estaba realmente paralizado. Y, para colmo de males, de los labios de Nora empezó emerger, como un géiser abrasivo, la palabra asesino. ¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino! Así que me fui de aquella casa para no volver jamás. Abajo, en la calle, la gente se arremolinaba alrededor de un perro muerto. Se trataba de un perro negro, tan negro como el picardías transparente de su dueña. Una prenda como de otro mundo. 

FIN     





18 de junio de 2013

EN LA SALA DE ESPERA



I

Allí estaba yo, en aquella sala de espera iluminada con luces pálidas de neón, sentado en uno de esos asientos medio de plástico y de color azul que tanto abundan en los hospitales. En verdad no hacía otra cosa que preguntarme  por qué carajo estaba yo en aquel lugar, esperando a que me dieran noticias de una tía a quien no conocía de nada. Sólo sabía que se llamaba Oriana, y para mí que no tenía derecho alguno a llevar un nombre tan literario. Pues bien, a Oriana la conocí aquel mismo sábado, a las doce de la noche, en mi casa, por mediación de un amigo de la infancia, Tino Galarza, que estaba de paso por Madrid. El muy cabronazo me pidió prestada una habitación para acostarse con ella. Me dijo que no quería dejar rastro de sus pecados ni en el hotel ni en alguna otra parte.  
Cuando llamó, yo estaba en la cama, dormido como un niño, ya que pensaba levantarme temprano para seguir escribiendo la novela que llevaba entre manos y estaba a punto de terminar. Como digo, era sábado por la noche, en pleno mes de julio, y tanto el calor como el bullicio de la calle se colaban en todo su esplendor por la ventana abierta de mi cuarto. Aún así me dormí enseguida. Quiero decir que Tino tuvo que emplearse a fondo con el timbre de la puerta para despertarme. Entonces fue cuando me la presentó. Se llama Oriana, me dijo, ya sabes, igual que la duquesa de Guermantes. No recuerdo si la miré detenidamente o mis pupilas se conformaron con una pasada rápida, tanto de arriba abajo como de izquierda a derecha. En realidad, sólo recuerdo que la chica era morena y estaba demasiado delgada, tenía los pómulos excesivamente prominentes y unos ojos tan grandes como dos lunas marrones. La verdad es que me impresionó su mirada, una mirada realmente perdida, a pesar de que emitía un brillo de lo más inquietante. Para mí que estaba borracha o tan colgada de marihuana como toda la generación beat después de una noche en cualquier garito del Village. 
Les dije que prepararía café y que luego podrían ocupar la habitación de invitados. Sin embargo, ni se tomaron el café, ni me dieron las gracias ni siquiera las buenas noches cuando tras ellos cerré la puerta de su cuarto. Pero lo que no les perdoné fue que me desvelaran el sueño que tan bien cogido tenía de antes. Tuve que encender de nuevo el flexo de la mesilla y seguir con el libro que leía en aquel momento: “Tratado sobre la tolerancia”, del amigo Voltaire. Creo que logré dormirme después de una hora, justo al principio de la carta que escribe Donat Calas a su madre. ¿O fue al final? Cualquiera sabe. 
No obstante, a las dos horas volví a despertarme por culpa de unos gritos de mujer, que al principio identifiqué como de alguna muchacha que a cuchilladas estuvieran matando en la calle. Sin embargo, no era precisamente de la calle de donde procedían los gritos, sino de mi propia casa. ¡Joder, venían del cuarto de invitados! La verdad es que me sobresalté tanto que el corazón estuvo a punto de dar el último latido después de unas palpitaciones tal vez demasiado irregulares. Casi me quedé muerto allí mismo. Tuvo que transcurrir al menos un minuto para sosegarme primero y después para que me diera cuenta de lo que en realidad sucedía. Maldita sea, ese cabrón de Tino se la estaba follando y la tía gemía y gritaba como si estuviera pariendo gemelos. Y eso que Tino es un tío bajito y feo y con el pelo medio rojizo y un poco gris. En el colegio, los chicos se reían de él por culpa de unas orejas tan de soplillos y grandes como las de un elefante africano. Además, Tino ya era cuarentón y debía de ser al menos como unos veinte años mayor que ella. Para mí que a la chica la tuvo que comprar mediante un regalo demasiado valioso. Me dije que al menos de momento la estaba haciendo cantar de lo lindo. Así que me puse la almohada sobre la cabeza y traté de dormir de nuevo, pero aquel sonido de rata herida se me colaba por el agujero del oído, directo hasta lo más recóndito del cerebro, corroyendo todo lo que encontraba a su paso. Así que volví a leer el libro de Voltaire, y creo que esta vez llegué hasta el capítulo en que trata de las consecuencias del suplicio de Jean Calas. Claro que para suplicios el que yo padecía en aquel momento.


II
Había como una veintena de personas en la sala de espera del hospital. Todas me parecieron de lo más saludables, tan sólo advertí como un conato de inquietud reflejado en la cara de cualquiera de ellas. De la misma manera debió parecerles mi aspecto, si bien estoy seguro de que era el único allí presente cuya preocupación nada tenía que ver con la de algún accidentado o enfermo que hubieran ingresado. Lo que en realidad me preocupaba, si la sinceridad es obligada en este caso, fue que todo aquel embrollo pudiera afectarme judicialmente. A decir verdad, yo ya tenía memorizada la declaración en caso de que la policía me interrogara al respecto. Como es natural, estaba decidido a denunciar a ese mal nacido de Tino Galarza, sobre todo para que empezara a saber, por primera vez en su vida, que todas las acciones tienen un precio y, tarde o temprano, hay que pagarlo. 
Nunca olvidaré lo ocurrido aquella noche en mi casa. Quién podría borrar de la memoria una cosa tan triste. Porque lo más grave empezó cuando, después de haberme quedado dormido por segunda vez, sentí unos golpes en el hombro. Era Tino que trataba de despertarme. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Me dijo que Oriana se había puesto muy enferma y que tenía que ayudarlo. Sospeché que decía la verdad cuando advertí que a Tino le castañeaban los dientes. Así que me levanté a toda prisa y salí corriendo hacia el cuarto de invitados. 
A pesar de la penumbra pude distinguir el cuerpo desnudo de la chica tirado sobre la cama. Encendí la luz. Aquella desdichada era tan delgada que su torso parecía el enrejado de una jaula de colibrí. Tenía los ojos abiertos, pero el brillo de antes había desaparecido. Sólo encontré en ellos el vacío estéril de los que van a morir. No me extrañó, por tanto, ver una jeringuilla intradérmica y una goma gruesa reposando plácidamente sobre la mesilla de noche. Enseguida supe cuál había sido el regalo de Tino y cuál el precio de la chica. Le tomé el pulso y comprobé que su corazón aún latía, muy débil y parsimonioso, pero aún latía, como aferrándose al último cabo que le lanzaba la vida. Naturalmente, lo primero que se me ocurrió fue avisar a los del SAMUR, que en quince minutos llegaron para llevársela.  Sin embargo, aquel hijo de puta de Tino se largó con viento fresco antes de que llegara la ambulancia. Me dijo que no le convenía verse mezclado en una cosa así y salió a toda velocidad de mi casa, como alma que lleva el diablo. Y es que Tino siempre fue así de cobarde, desde que era un niño. Además es rico de nacimiento y, por una educación equivocada que le dieron sus padres, nunca supo el significado de la palabra responsabilidad. Más de uno pensamos que Tino ha venido a este mundo a recibir de los demás y, sobre todo, a salirse con la suya. Aquella noche, probablemente correría a esconderse en algún lugar donde la conciencia no fuera demasiado severa con él. Si es que alguna vez tuvo conciencia.
A los enfermeros les dije que la chica era amiga mía, y ellos me aconsejaron que les acompañara a la clínica, ya que a la vista del estado de la enferma intuyeron que no se recuperaría fácilmente. Cuando salí a la calle, la luz del alba empezaba a extenderse contra el cielo de Madrid. Una ligera brisa me acarició cariñosamente las mejillas. En la ambulancia fui sentado al lado del conductor, un tipo simpático y con buen manejo de volante. Me dijo que iríamos a la clínica de la Paz. La sirena cortaba el aire de Madrid y el sonido me llegó a parecer el llanto de un niño abandonado. Al llegar, me metieron en la sala de espera. Estuve allí más de dos horas. A las ocho de la mañana ya era completamente de día. Pensé que iba a ser un domingo de lo más caluroso. De repente, tuve la angustiosa sensación de que la vida normal y rutinaria que para escribir me había impuesto desde hacia varios años se había esfumado como por arte de magia. 


III

A las ocho y media, una enfermera entró en la sala de espera para decirme que Oriana había muerto hacía tan sólo diez minutos. También me dijo que acababan de dar parte a la policía y que un par de inspectores estarían allí en un cuarto de hora. Tenía que quedarme para explicarles lo que había sucedido en mi casa. Volví a sentarme en una de esas sillas azules sin saber en qué pensar. Sólo sabía que la noche anterior me había acostado sobre las once y media para estar fresco por la mañana y seguir con mi trabajo, y que nueve horas después me encontraba en la sala de espera de un hospital, esperando a la policía para convencerles de que la chica que acababa de morir nada tenía que ver conmigo. 
Sin embargo, no sé por qué razón, pero a los dos inspectores que me interrogaron, uno de ellos era una mujer, no les dije nada acerca de mi amigo Tino Galarza. No me pareció correcto convertirme en un chivato a esas horas de la mañana. Y menos en un domingo. Oriana había muerto de sobredosis de heroína y para mi desgracia era menor de edad, lo que me convertía, a los ojos de todo el mundo, en un corruptor de menores. Me inventé que se trataba de una chica que había conocido por la tarde en un bar de mi barrio y que me había pedido un cuarto para dormir esa noche con un amigo suyo. Un tipo al que yo no conocía, les dije, mintiendo como un bellaco. Y ese mal nacido, seguí con la declaración, me despertó cuando ella se puso enferma, pero salió corriendo sin dejar una dirección, permitiendo que yo me comiera este jodido marrón que ahora comparto con ustedes. Los dos inspectores se miraban uno al otro como si no estuvieran muy convencidos de mi historia. Uno tenía la cara tan chata como un buldog y era tan ancho como una estufa antigua. Ella en cambio era delgadita, pero terriblemente fea y con ese gesto de enfado permanente de las que tienen las comisuras de los labios mirando hacia abajo. Cuando me pidieron que describiera al amigo de Oriana, les dije que lo recordaba como un tipo muy alto y de espaldas anchas, además de completamente calvo. También les informé de que llevaba un pendiente en forma de aro y que vestía una camisa blanca. Para mí tenía toda la pinta de un portero de discoteca, añadí por si les servía de algo. 
Al final, aquellos dos maderos se portaron muy bien conmigo y no vieron inconveniente en que volviera a mi casa, pero me prohibieron que abandonara la ciudad sin su consentimiento. Menos mal que en cuarenta y ocho horas la autopsia de Oriana corroboró toda mi historia. Estaba claro que no podía coincidir mi ADN con el ADN del que se había acostado con ella. Al menos para mí. Estuve seguro de que todos los porteros de discoteca de Madrid iban a ser investigados por culpa de ese cabrón de Tino Galarza, que siempre se libraba de las consecuencias de sus acciones, como si estuviera protegido por el mismísimo demonio. Y, desde luego, no iba a ser yo quien se interpusiera entre su vida y su destino. No sabría decir por qué, pero estoy seguro de que me habría traído mala suerte. 
De repente, empecé a sentir que las piernas se me volvían de plomo, los párpados me pesaban y mi cerebro comenzó a enturbiarse. Así que me fui a casa y me eché a dormir. Y cuando después de más de nueve horas me desperté, creí que todo había sido un mal sueño. Me levanté y fui a mirar en el cuarto de invitados. Milagrosamente, no había señal alguna de tragedia. Para celebrarlo me  preparé un buen desayuno. Por la tarde, sonó el teléfono. Era Tino Galarza. El muy hijo de perra me dijo que se había ligado a una tía y quería que le dejara una habitación para la noche. Le aconsejé que se fuera a un motel de carretera. Por si acaso, preparé una bolsa con lo más necesario, cerré la casa y me fui a pasar unos días a mi pueblo. Cualquier precaución podía ser poca.  

FIN         
                         



11 de junio de 2013

EL ENAMORADO




I

La broma se le ocurrió a mi amigo Charli, cuya desaforada imaginación siempre va más allá de los límites de la prudencia. Yo me opuse desde el primer momento, pero a él se le metió en la cabeza y no hubo manera de que recuperara la sensatez, si es que alguna vez la tuvo. Le dije unas cuantas veces que una broma tan pesada traería consecuencias desagradables, sobre todo para don Julio, que ya tenía sobre sus espaldas la friolera de ochenta primaveras. Como así fue. Porque al final la broma no tuvo gracia alguna, convirtiéndose en una tragedia, si bien involuntaria, pero tragedia al fin y al cabo. Fue tan grave la cosa que ahora Charli se muestra de lo más arrepentido, y estoy seguro de que no lo repetiría por mucho que al principio le divirtiera prepararlo. 
Don Julio ha sido el mejor maestro de escuela que en muchos años ha pasado por Villaval. El único problema fue que, desde el instante en que se quedó viudo, no deseaba otra cosa que volverse a casar. El muy pendejo decía que no podía vivir sin una mujer que le calentara la cama. A los ochenta años aseguraba que todavía tiraba como cualquier jovencito del pueblo. Y ponía como testigo de cargo al cordel de putas de la casa de la Angelita. Por eso decía que o se casaba o se moría de hambre, ya que todos los meses se dejaba la pensión en aquella mancebía de allá arriba. Pero el problema de don Julio fue que en vez de enamorares de una señora acorde con su edad, es decir, de una viuda que le conviniera, pongo por caso, el muy rijoso le entró de llenó a la señorita Maribel, una soltera a quien sacaba más de cuarenta años de diferencia. Creo que le dio por ella como una especie de fascinación. Decía que la señorita Maribel había sido alumna suya y que desde siempre le habían gustado sus andares de venada joven. La verdad es que se trataba de una chica de lo más sugestiva, y nadie entendía la razón de aquella soltería. Pero cuarenta años son muchos años de diferencia para que una mujer acceda a compartir su vida con un tipo que bien pudiera ser casi su abuelo. Al menos, se le acercaba bastante. A no ser que haya de por medio, además de un exceso de años, una fortuna considerable. Lo que no era el caso. 
Pero don Julio quiso conquistarla y se puso a ello con todas sus fuerzas. A mí es que me daba mucha pena del pobre viejo, ya que sabía muy bien que su locura estaba destinada al fracaso. Y es que yo a don Julio siempre lo recuerdo subido en la tarima de la escuela, explicando las ecuaciones de segundo grado, comentando la política matrimonial de los Reyes Católicos y disertando acerca de la organización social de las abejas, entre otros temas escolares. También lo recuerdo en misa de doce, todos los domingos, al lado de su mujer, una señora teñida de rubio y con unos labios pintados de color rojo fuerte, lo mismo que las uñas, un rojo verdaderamente llamativo, con uno de esos culos gordos que aumentan de diámetro a cada año que pasa. Se llamaba doña Loli y ella fue en realidad quien me enseñó a leer en el Quijote y a escribir las planas con letra picuda, pues doña Loli también era maestra titulada y ayudaba a su marido en la escuela. Se trataba sin duda de un matrimonio excepcional. Don Julio era un tipo amable y muy respetuoso con sus alumnos y, en definitiva, un buen maestro, y nunca en Villaval se vio envuelto en escándalo alguno. 
Claro que al morírsele de repente la señora, el hombre se echó al monte sin pensárselo dos veces, sufriendo probablemente los efectos de algún extravío mental, uno de esos delirios que le entran a uno cuando vienen mal dadas. Tal vez esa pueda ser esa la causa de que se le llenara la cabeza de propósitos descabellados, muy lejos de su alcance, como el imposible de conquistar a la señorita Maribel. Y es que a don Julio la bragueta le empezó a ir por delante del pensamiento. Por eso creo que la ocurrencia de Charli no estuvo bien. No señor, nada bien. Aunque todo sucedió porque nadie sabía que don Julio padecía del corazón. En el sentido médico, claro, porque en el romántico todo el mundo estaba en que, desde la muerte de su mujer, don Julio andaba bastante desquiciado de los nervios, por no decir otra cosa.

II

La señorita Maribel tenía una tienda de modas. Modas Maribel. Y se pasaba el día trabajando, al fin y al cabo no tenía otra cosa que hacer, salvo salir con las amigas de vez en cuando, asistir a misa los domingos y visitar a media docena de sobrinos. La señorita Maribel, como ya he dicho, siempre fue una chica de buen ver, y a sus cuarenta años sigue resultando una mujer de lo más atractiva. Tiene los ojos grises y, aunque es algo bajita, mantiene un tipo de lo más estilizado. Por Villaval se comenta que hace algunos años tuvo un desengaño amoroso y que esa era la razón de que no haya querido casarse, porque lo que se dice pretendientes sí que le han surgido a lo largo de estos años. Mas en el caso de la muerte de don Julio para mí que ella también tuvo su parte de culpa en lo ocurrido. Charli se pasó de la raya, pero si no llega a ser por ella nada malo habría sucedido. Es cierto que la chica ya empezaba a estar harta del cerco amoroso que don Julio había tendido a su alrededor. Todos los días recibía de él al menos un par de cartas de amor. Y también a don Julio le había dado por pasearle la calle, como hacían los enamorados antiguos. Primero la seguía hasta su casa cuando ella cerraba la tienda, tanto a mediodía como después a la tarde, y luego el muy pendejo se ponía a pasear delante de su balcón. 
La señorita Maribel vive en la calle Tintoreros, casi haciendo esquina con la calle de la Merced, así que don Julio empezaba el recorrido desde la panadería hasta el final de la calle, siempre por la acera de enfrente, y hasta que ella no se asomaba y le daba con la mano él no se volvía a su casa. La verdad es que la señorita Maribel debió de ponerse de los nervios ante este asedio amoroso, y si al principio pudo hacerle gracia, llegó un momento en que la gracia se congeló, transformándose primero en cansancio y más tarde en miedo, ya que todo el mundo le decía que don Julio se había vuelto loco y que lo mejor sería encerrarlo en el manicomio de Plasencia. Sin embargo, a la señorita Maribel le daba mucha pena y en el fondo sabía que jamás en la vida le había surgido un enamorado de tanta constancia y devoción como don Julio. Porque según ella había que leer las cartas tan poéticas y sentidas que le mandaba y, sobre todo, con tan buena letra. Verdaderas piezas literarias que un día se tendrían que publicar. 
Y esa pena que ella sentía por él fue el detonante de todo lo que sucedió después. Tal vez la travesura no fuera de su invención, pero en última instancia, como digo, la señorita Maribel fue sin duda la única responsable. Pues al demonio se le ocurre traer de la tienda un maniquí casi idéntico a ella, vestirlo con su misma ropa, hacerle el mismo peinado y el mismo color de pelo y asomarlo al balcón. Naturalmente, la señorita Maribel contaría con la profunda miopía de don Julio, y con lo avanzado de su edad y, por encima de todo, con el deseo de tenerla siempre tan cerca como pudiera. Desde luego, a la vista de lo ocurrido, el enamorado jamás se dio cuenta de la diferencia, muriendo con la idea de que era la señorita Maribel, en cuerpo y alma, la que estaba asomada al balcón.  


III

Charli se enteró enseguida del asunto del maniquí. La señorita Maribel probablemente lo comentaría con sus amigas, y no es difícil suponer que a éstas les sería imposible mantener la boca cerrada. A mí me pareció una barbaridad lo que Charli propuso como broma. Pensé que los dos chatos de vino que habíamos tomado en el bar de Zacarías le habían afectado momentáneamente y que jamás lo llevaría a cabo. Charli es un tipo muy activo, no se puede estar quieto ni un momento y siempre está organizando trastadas de las suyas, pero en el caso de don Julio y el maniquí había encerrada demasiada maldad, y Charli sería lo que fuese pero no me parecía una mala persona. Sin embargo, no sólo lo ideo y lo planeó, sino que lo ejecutó con una frialdad diabólica. La verdad es que me llevé una decepción muy grande con este chico. Y, desde aquel día tan aciago, no he vuelto a ser amigo suyo. 
Charli es electricista y de los buenos, ya lo creo, un grandísimo profesional y todo un artista, eso hay que reconocérselo, y en Villaval le sobra el trabajo y es raro el día que no tiene media docena de averías que arreglar. Ese es el motivo de que se entere de todo lo que pasa y sepa de primera mano cualquier chisme y enredo que suceda, y nada extraño puede ocurrir en Villaval y su comarca sin que a él se le escape. Lo sabe todo de todos. De ahí que rápidamente supiera lo del maniquí. Y la broma se le ocurrió cuando la señorita Maribel le llamó para que le añadiera unos puntos de luz a una parte del salón de su casa. Insisto en que traté de quitárselo de la cabeza, pero sin ningún resultado. Me fue del todo imposible. 
Charli había quedado en ir a las dos de la tarde al domicilio de la señorita Maribel, al día siguiente, después de que ella cerrara la tienda. Esa mañana llovía ligeramente, y cuando Charli llegó a la casa y entró en el salón advirtió que el maniquí estaba escondido detrás de unas cortinas y que don Julio paseaba la calla arriba y abajo, como todos los días a esa hora, con su gabardina gris de primavera empapada de agua, mirando sin cesar hacia el balcón para ver si por fin se asomaba el sol de sus días. Paseaba y miraba. Miraba y paseaba. Así que Charli, el muy cabrón, no se anduvo con blandenguerías, y, cuando se quedó solo, arrimó el maniquí a los cristales. Nos contó que a don Julio, al verlo, se le iluminó la cara, y como un desesperado empezó a tirar besos hacia donde estaba el maniquí, y a llevarse las manos al corazón y hasta se puso de rodillas como suplicando alguna cosa. Es de suponer que pidiéndole que se casara con él. Un espectáculo verdaderamente bochornoso y de lo más humillante para cualquier ser humano. Charli se doblaba de risa detrás de las cortinas, pero lo peor fue cuando decidió entrar a matar, sin contemplaciones ni monsergas. Quiero decir que Charli salió de las sombras, como un fantasma, y se dedicó a besar en la boca al maniquí, apasionadamente. Y no sólo lo besaba en la boca, sino también en los pechos y mucho más abajo, levantándole la falda, y después empezó a ejecutar una danza de movimientos obscenos. Los más obscenos que nadie pueda imaginar. Debió de ser terrible para don Julio, que seguía arrodillado en la acera de enfrente, con la lluvia resbalándole por la cara, como rezándole a la vida y a la muerte. Según Charli, primero se puso tan rojo como una la luna de mediados de agosto, luego blanco como una pared recién encalada y, al instante, levantando el puño hacia el balcón, cayó de bruces sobre el suelo, devastado por lo que acababa de ver. Don Julio no volvió a dar señales de vida. Según el médico, murió antes de romperse la cara contra el asfalto de la calle. Descanse en paz.


FIN       



         

       


        

7 de junio de 2013

CREO QUE TENGO UN PROBLEMA


I

Hace tres años, yo estaba casado con Diana Larrabee, una negra americana de ojos verdes y todo un culazo de bailadora de samba. La conocí en Madrid, un verano en que ella se había matriculado en unos cursos de la Complutense. Me dijo que era natural de Northampton, Massachussets, y también que era licenciada en Literatura Hispánica por la Universidad de Columbia. Nos enamoramos y decidimos casarnos. Sus padres vinieron a la boda. No quisieron perderse la boda de la niña. Al parecer, era una familia de mucho dinero y Diana era su única y queridísima hija. El padre también era negro y se llamaba Edward, pero la madre era blanca, Katrina Larrabee, una escultora de cierto éxito y famosa en los círculos artísticos de Nueva York. Diana, como es natural, heredó los ojos verdes de su madre, pero gracias al padre tenía los dientes muy blancos y muy bien dispuestos y, por supuesto, la piel negra como él, aunque algo más clarificada de tono. La verdad es que los padres vinieron a la boda llenos de dudas razonables con respecto a mí. Y a fe mía que había razones más que fundadas para sus recelos. Resumiendo, no les gusté ni siquiera un tanto así, sobre todo porque en aquel tiempo yo no tenía donde caerme muerto. Sinceramente, no se lo reprocho en absoluto. Jamás he tenido empacho en reconocer que nunca seré el marido ideal para ninguna mujer que sea medianamente inteligente. 
Al principio, con Diana todo fue muy bien. Nos pasábamos el día en la cama y creo que perdí un par de kilos en tres meses. Confieso que el primer año de nuestro matrimonio resultó de lo más estimulante. Y aunque esté mal en decirlo, Diana estaba encaprichada conmigo y me trataba a cuerpo de rey en todos los sentidos. A mí no es que me vayan demasiado las negras, pero accedí a casarme con ella porque con su dinero me podía permitir meses enteros sin doblar el espinazo. Yo soy actor de teatro y tengo el inconveniente de que los santos del cielo no suelen enviarme los contratos con demasiada prodigalidad. El año anterior a mi boda con Diane, tuve la suerte de que me cayera una sustitución en el teatro Reina Victoria, en una obra de Noel Coward. Gané un dinerito muy sabroso, pero cuando la temporada se terminó me quedé de nuevo lo que se dice a verlas venir y con el culo al pairo. Desde entonces no he conseguido trabajar en  ninguna obra, ni siquiera de figurante en alguna película de tres al cuarto. He llegado a pensar que mi agente es el ser más inútil que respira sobre la faz de la tierra. O tal vez sea mi ineptitud como actor la genuina causa de todo el problema. Cualquiera sabe. Sin embargo, en los casi dos años que estuve casado con Diana Larrabee no me faltó de nada, incluso empecé a sospechar que la felicidad, así por las buenas, llamaba a mi puerta sin pedir nada a cambio. Me refiero a que la falta de trabajo dejó de preocuparme y comencé a levantar algunas envidias perfectamente escogidas. Al principio, echaba de menos el placer inigualable de subirme a un escenario y sentir la respiración y los aplausos del público, pero luego ese prurito se calmó y acabé incluso por temer que un día me llamaran para algún papel. Circunstancia que jamás llegó a suceder. Todo hay que decirlo.


II 

Lo que sí ocurrió fue que un buen día se presentó en casa una amiga de Diana. Venía de Nueva York y nos dijo que pensaba pasar una temporada con nosotros. Se llamaba Laura Moss y era rubia y clara como una mañana soleada de invierno y, para colmo, era dueña de los ojos más azules que nadie pueda imaginar. Viéndolas a las dos mujeres juntas se entendía cuál era el verdadero valor de la diversidad de las razas. No obstante, también advertí, gracias al contraste inevitable con Laura, que mi Diana pronto alcanzaría las dimensiones culeras de aquella negra gorda de lo que el viento se llevó. Y es que la pobre aumentaba de peso a marchas forzadas, como si el matrimonio la hubiera liberado de las exigencias dietéticas que antes se imponía. Quiero decir que entre ella y su amiga Laura mediaba un abismo inimaginable en cuanto a la belleza física se refiere. Una noche oí, cuando ambas cuchicheaban en la cocina, que Laura le recriminaba su intolerable aumento de peso. Así es, intolerable fue nada menos la palabra que empleó. Y en inglés suena aún con más contundencia que en cualquier otro idioma. Pero la verdad es que a mis espaldas murmuraban a cada momento, supongo que con la intención de que uno no se enterara de nada, si bien no me fue difícil comprender que las mujeres sienten una necesidad imperiosa por acotar ciertos espacios especialmente femeninos. De modo que opté por mantenerme al margen de sus misterios, tratando a la vez de que no se notara mi curiosidad. Al fin y al cabo, ellas eran amigas de toda a vida y tenían un pasado común y yo no era otra cosa que un advenedizo improvisado. Pero también empecé a sospechar que entre ellas había algo más que amistad, pues para eso tengo yo un sexto sentido que suele avisarme de manera infalible: se me pone algo así como un ligero escozor en la boca del estómago. No es por nada, pero desde mi punto de vista había demasiados besos y abrazos en su relación de amigas, y, sobre todo, demasiadas miradas cruzándose por el aire sin venir a cuento. Y ya se sabe que hay miradas que son mucho más que miradas. Claro que lo incomprensible para mí, después de ver lo que se cocía en el horno, fue entender aquellas prisas que le entraron a la negra por casarse conmigo. Además, Diana nunca dio muestras de singularidad alguna cuando nos metíamos en la cama para hacer nuestras cosas. No señor. Todo lo contrario. Sin embargo, nada más aparecer su amiga la rubia, digamos que comenzó un galopante deterioro en sus apetencias sexuales, y para mí que la cosa ya no era lo mismo que antes. No obstante, confié que en cuanto Laura se volviera a Nueva York, la normalidad se instalaría de nuevo en mi vida y todo llegaría a ser como siempre había sido.

III

Pero lo que ya no pude entender fue ese coqueteo indecente que de repente Laura empezó a traerse conmigo. Si mal no recuerdo, creo que todo comenzó a partir de la segunda semana que estuvo en nuestra casa. Confieso que pasé un par de días lo que se dice bastante descolocado. Hasta ese momento, aunque me gustaba mirarla cuando nadie se daba cuenta, mi interés por ella fue debidamente reprimido, como el buen marido que me había propuesto ser. Sin embargo, reconozco que Laura me atrajo desde el primer segundo en que la vi; al fin y al cabo, se trataba de esa típica belleza americana que tanto les gusta a los de Hollywood. Quiero decir que Laura no es que sea alta y delgada, sino divinamente esbelta; y, como ya he contado, tiene el pelo rubio y casi le llega a la cintura, pero se trata de un rubio platino muy especial; sin hablar de la sonrisa y de sus dientes blanquísimos y delicadamente alineados; y cómo no volver a mencionar lo de ese torrente de luz azul que se desborda desde sus ojos, un azul casi imposible, más allá de lo natural. Además, la chica respiraba gracia y simpatía por todos sus poros, y premura y volatilidad en cada uno de sus movimientos. Y que una mujer de esas cualidades quisiera tener algo conmigo, que físicamente no valgo gran cosa, me pareció, más que un halago inesperado a mi vanidad, un verdadero milagro. No habría sido normal que uno pusiera demasiados obstáculos a sus pretensiones. Me pregunto si me lo habría perdonado mientras estuviera en este mundo. Así que la dejé actuar como ella tuviera previsto. Y no tardó en llegarle su oportunidad. Y a mí, la mía. Pues fue la  misma Diana quien nos la proporcionó, ya que una mañana amaneció con la cantinela de que no se encontraba bien por culpa de sus cosas de mujer, instándonos a que la dejáramos tranquila en la cama y que los dos nos fuéramos a comer y luego a ver una exposición de impresionistas en el Thyssen. La verdad es que obedecimos como corderitos. Comimos en una terraza del paseo de Recoletos y juro que fue ella quien a los postres propuso la maldad de ir a un hotel para dormir la siesta y pecar a conciencia. Naturalmente, yo acepté enseguida, tal vez más rápido de lo que el protocolo y mi estado civil me exigían en aquellas circunstancias. ¿Pero qué podía hacer? De modo que a la media hora ya estábamos metidos en una habitación del hotel más cercano que había en la zona. Esa tía fue todo un espectáculo a la hora de desnudarse. Ya lo creo. Desde luego, se desvistió tan despacio y con tanta intención que me dio tiempo a calcular que su culo podría ser con toda seguridad la mitad que el de Diana, pero más equilibrado en sus formas, guardando una relación perfecta entre curvas y tamaños. Y, sobre todo, más blanco. Sin embargo, después de los preliminares y tanteos amorosos, la cosa dentro de mí no funcionó como yo esperaba. No señor. A decir verdad, empecé a notar algo así como cierta inquietud abdominal de lo más inoportuna. Inquietud que en un instante se convirtió en una sucesión de retortijones, por desgracia cada uno más doloroso que el anterior. Creo que tengo un problema, dije con voz compungida a esa preciosidad que ya tenía debajo. No sé por qué razón, pero de pronto se me ocurrió pensar que mis intestinos estaban a todas luces de parte de Diana, y que todo aquello era el castigo que me mandaban desde lo Alto. Así que me bajé de la rubia y corrí hacia el cuarto de baño como alma que lleva el diablo. A partir de ese momento, tanto en mi cuerpo como en mi vida se desató un verdadero apocalipsis de adversidades. Más que nada porque a Laura se le ocurrió darse una vuelta por donde yo estaba para ver qué demonios me pasaba. Naturalmente, el espectáculo debió parecerle de lo más esperpéntico y desolador. ¿Qué otra cosa esperaba encontrar? Pues bien, a los pocos minutos oí cómo se cerraba la puerta de la habitación. Más bien sentí un tremendo portazo. Me refiero a que la muy zorra me dejó a solas con mi propia angustia y bajo el hechizo de todas mis miserias. No obstante, lo peor fue cuando, después de tres horas metido en la habitación del hotel, tratando de calmar todas mis ínfulas, entré de nuevo en mi casa. Allí estaban las chicas. Esperándome. Y puedo jurar que no se calmaron fácilmente del ataque de risa que les entró al verme. Una vergüenza. Me dijeron que todo había sido una trampa orquestada por las dos. Diana quería una excusa para divorciarse y Laura se la había proporcionado. Pero Diana también quería despedirse entregándome como regalo a su mejor amiga, sin embargo no esperaba, según me dijo, que a tan generosa indemnización uno respondiera de manera tan grosera, maloliente y sucia. Esas fueron sus verdaderas palabras. Aunque luego la cosa no deje de tener su parte cómica, añadió maliciosamente. Tan cómica que cuando definitivamente se fueron de casa aún reían como si les hubieran contado el chiste más gracioso de sus vidas. Estaban dentro del ascensor y todavía se les oía reír como a un par de idiotas. Y yo es que no le veo la gracia, se mire por donde se mire.  



FIN         

3 de junio de 2013

CAMAS CRUZADAS


Alquilamos una de las casas más grandes de la calle Sofraga. Tal vez fuera un poco anticuada, pero era amplia, cálida y muy luminosa. Mi padre tenía cuarenta y siete años y lo habían contratado como profesor de dibujo en el Instituto de Villaval, quinta ciudad a la que nos mudábamos en tan sólo una década, casi siempre por culpa de uno de sus líos amorosos. Yo me llamo Juan Andrés y, si mal no recuerdo, aquel año cumplí los veinticuatro. También trataba de ser escritor, aunque he decir que sin éxito alguno. En el primer trimestre, nuestra vida no pudo ser más tranquila y rutinaria. Mi padre iba todas las mañanas a dar sus clases al instituto, y por las tardes solía frecuentar la tertulia del bar La Victoria. A eso de las seis, él regresaba a casa para pintar un rato, leer o escuchar música hasta la hora de la cena. Mi padre era realmente simpático con la gente y pronto empezó a ser muy conocido en el pueblo. A los tres meses, el nombre de Camilo Baselga ya había adquirido en Villaval un cierto prestigio. En cambio, se podría decir que a mí no me conocía casi nadie. Y es que apenas salía de casa. Tan sólo, a primera hora de la mañana, solía ir a comprar el periódico a la plaza, después daba un paseo por el casco antiguo, tomaba un café en el bar Nuria y leía algún artículo de prensa que me interesara. Una hora tardaba en completar este recorrido matutino que servía, no sólo para familiarizarme con el pueblo, sino para aligerar la cabeza de los sueños nocturnos, refrescar las ideas y prepararme para el trabajo del día. 
Sin embargo, un par de semanas antes de Navidad, mi padre empezó a comportarse de un modo extraño. Me refiero a que por las mañanas rompía a cantar en la ducha en plan tenor italiano, sonreía más de la cuenta en el desayuno y salía de casa como media hora antes de lo acostumbrado. Una mañana, nada más levantarme, antes de bajar a la cocina, fui a mi estudio en busca del libro que estaba leyendo, y mi sorpresa fue mayúscula al ver a mi padre haciendo gimnasia en el pasillo. Se había comprado un chándal de color naranja y allí estaba él, sudando como un cerdo, entrándole a las flexiones de tronco, arriba y abajo, como cuando era joven. 
--He notado que tengo algo de tripa y he de reducirla como sea –me dijo, con la respiración entrecortada y sin dejar de doblarse.
Eran demasiadas señales de que algo nuevo ocurría en la vida de mi padre. No quería aventurarme con un diagnóstico precipitado, no señor, pero por una cuestión de mera estadística mis sospechas se inclinaban más bien hacia la vertiente amorosa que a cualquiera otra posibilidad. Hubiera apostado mi herencia a que una mujer era la causa de todo aquel cambio. Así que me propuse investigar a fondo lo que sucedía, y lo primero que se me ocurrió fue ir directamente a la fuente principal del conflicto. Quiero decir que aproveché la primera oportunidad que tuve para interrogar a mi padre, preguntándole de sopetón si había alguna novedad en su vida que debiéramos comentar. No se cortó demasiado ni intentó disimular ni mucho menos trató de mentirme, como por otro lado habría hecho cualquiera. Solamente me dijo: 
--Estoy enamorado de una alumna de mi clase. ¿Crees que soy un monstruo?
--¿Cuántos años tiene esa chica?
--Creo que dieciséis.
--Entonces, si eres un monstruo.
Desde la muerte de mi madre, todas las aventuras de mi padre con mujeres, mujeres mayores, claro está, habían respondido casi siempre a un mismo orden, es decir, a una simple cuestión fisiológica mezclada con varios quintales de vanidad, supongo que por comprobar mayormente si su atractivo masculino mermaba con el paso del tiempo. Pero según lo que advertí esa mañana en su cara, idiotizada como nunca se la había visto, me dije que nada bueno había que esperar de aquella locura. Y así se lo insinué, con esas mismas palabras, empleando un tono que jamás había utilizado para dirigirme a él, si bien consideré que era mi obligación hacerle ver que una menor de edad no era, bien mirado, ninguna panacea para su vida y que probablemente le traería no sólo complicaciones con los familiares de la chica, sino con jueces y policías, quienes no se andarían con miramientos de haber interpuesta alguna denuncia contra él. Sin embargo, mi padre estaba como poseído por una fuerza misteriosa y a todo lo que le decía él me respondía con una sonrisa despreocupada y como de persona enajenada y fuera de este mundo. Nunca lo había visto así. 
Pasaron los días sin ninguna novedad relevante, y cuando llegaron las vacaciones navideñas, justo el día de Nochebuena por la mañana, me dijo que se iba de viaje con Lisa y que volverían en un par de días. Naturalmente, no tuve más remedio que repetirle mi discurso pesimista de aquel desayuno, añadiéndole más premoniciones de fatalidad y exhortándolo a que volviera en sí y, sobre todo, a pensar que ponía en peligro su reputación. Lo único que conseguí de él fue una carcajada monumental. Naturalmente se fue de viaje con Lisa y a mí sólo se me ocurrió rezar para que todo saliera lo mejor posible y no lo metieran en la cárcel. Al fin y al cabo, mi padre era mí único sustento, y si me podía dedicar a escribir era gracias a él y a su dinero. De modo que mi oposición a su aventura era puramente por un motivo egoísta. Por lo demás, me importaba un carajo a quien se tirara el muy pendejo.    

II

A los dos días, cuando pensé que mi padre iba a regresar, María, la señora de la limpieza, entró en el salón para anunciarme que mi padre había llamado por teléfono para concederle veinte días de vacaciones, ya que él no volvería hasta el siete de enero. 
--No me puede hacer eso –le dije.
--Su padre me ha dicho que usted también se va de viaje.
Al quedarme solo, primero corrí a la cocina para hacer inventario de las provisiones que había en el frigorífico y en la despensa. Luego subí a mirar en el cajón de mi mesilla para ver el dinero que me quedaba. A Dios gracias, había comida suficiente, al menos en cuestión de latas de conservas y embutidos, y el dinero que encontré, casi cuatrocientos euros, me llegaría para sobrevivir dignamente hasta que regresara mi padre. 
El caso fue que recuperé mi rutina y, salvo que no disponía de asistenta, empecé a sentirme  más en mi casa que nunca. Me tenía que hacer la cama y fregaba los platos todas las noches, incluso alguna mañana también tuve que quitar el polvo acumulado en mi cuarto, pero por lo demás todo siguió como siempre, y no me habría importado que aquella situación se hubiera prolongado más allá de los veinte días previstos, al menos hasta que el dinero y las provisiones se hubieran acabado.  
A los pocos días, una tarde que me quedé profundamente dormido en el sofá, soñé que sonaba el timbre de la puerta, pero lo hacía con tanta insistencia que me desperté sobresaltado. No era un sueño, claro, sino que alguien llamaba de verdad y había que abrir de inmediato. Enseguida me asaltó la idea de que algo grave ocurría. De modo que cuando abrí, el corazón galopaba dentro de mi pecho como un caballo en el hipódromo. Al otro lado de la puerta, con un abrigo rojo y las manos metidas en los bolsillos, había una mujer de unos cuarenta años, morena y con el pelo recogido en una coleta. Nos quedamos mirándonos, en silencio, estudiándonos el uno al otro. Luego ella dijo:  
--Soy Dora Azuaga, la madre de Lisa. ¿Puedo pasar?
Le dije que pasara. Pero estaba tan aturdido en ese momento que no caí en quién demonios podía ser esa tal Lisa a quien la señora aludía. El caso fue que la llevé al salón y la invité a que se sentara en una butaca. Yo me senté en el sofá donde había dormido la siesta. Nos quedamos un rato en silencio, y, tras balbucear unas palabras, empezó a decirme con voz temblorosa que mi padre había raptado a su hija y que no sabía nada de ella y que había venido a verme por si yo tenía noticias de la pareja. La tal Lisa era nada menos que la alumna de quien mi padre estaba enamorado como un idiota y con la que se había largado de vacaciones. También me dijo que de momento no pensaba denunciar a mi padre por la sencilla razón de que Lisa, a pesar de que era menor de edad, había consentido en irse con él y estaba enterada de que las leyes, en tal caso, protegían a mi padre. Sin embargo, también me aclaró que lo principal para ella era que la gente no se enterara de lo ocurrido y que el nombre de su hija no fuera arrastrado por el fango ni arrojado a las alcantarillas.  
--Sé que a ella no la importa lo que la gente pueda decir. Ustedes los jóvenes de ahora tienen una forma de pensar demasiado alocada, pero a mí sí me importa su reputación y estoy segura de que a ella también le importará cuando tenga más años. ¿Me comprende usted?
--Claro que la comprendo –le contesté--. Y aunque pueda extrañarla, a mí también me importa la reputación de mi padre. Pero lo que no entiendo es qué puedo hacer yo por remediar este asunto.
Fue la primera vez que sonrió y he de admitir que me gustó su forma de sonreír. No es que me pareciera guapa ni atractiva ni nada de eso. Todo lo contrario, ya que esa mujer tenía sencillamente el aspecto de alguien que ha dejado de dormir por las noches. Algo muy normal si se analizan sus circunstancias. 
Después me dijo que conocía perfectamente la fama de mujeriego de mi padre, así que había ideado un plan para que la gente creyera que era ella la amante o la novia en cuestión. Al fin y al cabo, según sus propias palabras, era una mujer adulta y, al ser viuda, todo el mundo vería natural que tratara de consolarse con un hombre que casualmente también era viudo. Desde luego el plan consistía en que pasaría conmigo, en la casa, todo el tiempo posible, haciendo creer a todo el pueblo que estaba con mi padre. No pude negarme a sus propósitos.

III

Cuando a la tarde siguiente, a las cuatro en punto, sonó el timbre de la puerta, descorrí los cerrojos y me quedé absolutamente perplejo. En realidad se trataba de una Dora Azuaga muy diferente a la del día anterior. Esta otra Dora lucía un peinado moderno, venía endiabladamente maquillada y también advertí cómo una sonrisa demasiado traviesa le cruzaba el rostro como un relámpago veraniego. Estaba realmente preciosa. Enseguida entendí que semejante metamorfosis estaba muy calculada y entraba dentro de los pormenores de su plan. Desde luego, Dora no era la madre asustada y medio histérica que yo había conocido. Yo estaba maravillado por aquel cambio casi milagroso. Pero lo mejor fue que ella quiso saberlo todo acerca de mí, y cuando supo que me dedicaba a escribir, me pidió que le diera a leer algunos de mis relatos. Al parecer, era profesora de Literatura en el Instituto. No me lo podía creer. Estuvo más de una hora leyendo todo lo que le llevé. Así que pasamos la tarde hablando de estilos literarios y también me aconsejó con mucha sabiduría acerca de mi  forma de escribir y de la supresión de ciertas palabras rimbombantes y también sobre la precisión de la frase y hasta estableció un plan para que mi carrera fuera por el camino correcto y sin precipitaciones. 
En cuanto a lo de mi padre y su hija Lisa, apenas hablábamos, ya que ninguno de los dos habíamos tenido noticias de sus andanzas. La verdad es que yo le tranquilicé bastante al explicarle que mi padre era una buena persona y que su única debilidad más o menos seria eran las mujeres. Dora solía venir todas las tardes a las cuatro en punto y solía marcharse sobre las diez de la noche. Y así casi sin darnos cuenta llegó la Nochevieja. Dora decidió que la celebraríamos en casa, los dos solos, y que ella se encargaría de la cena y yo de la música y de los adornos de costumbre. La verdad es que todo fue muy bien hasta que nos pusimos a bailar después de las uvas. Dora llevaba un vestido de noche negro bastante escotado y muy ajustado de caderas. Durante la cena, me fijé en que, sin llegar a ser una belleza, Dora era una mujer razonablemente atractiva y de lo más deseable. Y como se había puesto unos zapatos de tacón alto, su altura sobrepasaba mi cabeza en varios centímetros. El caso fue que después de media docena de bailes con ritmos en plan moderno, la cosa empezó a complicarse con las llamadas piezas lentas. Nuestros abrazos eran cada vez más apasionados y luego vinieron los besos y noté que su mirada se volvía más brillante y su respiración más rápida. Lo cierto es que terminamos de mala manera, rodando sobre la alfombra, como dos amantes desesperados. 
A las once de la mañana del día siguiente, Dora y yo dormíamos profundamente en mi cama, como dos niños inocentes y rendidos. De repente, sentí que alguien me daba varios golpecitos seguidos en un pie. Al despertarme, allí estaba él, mi padre, a los pies de la cama, mirándome atónito y como con cara de bobo. También estaba ella, Lisa, pues resultaba obvio que aquella campesinita lozana que nos miraba con unos ojos enormes no podía ser otra que Lisa, la nueva amante de mi padre y la hija de Dora. Por cierto, Dora se despertó casi al mismo tiempo que yo, no dando crédito a lo que veía, como si fueran dos fantasmas aparecidos. 
Curiosamente, los cuatros permanecimos en silencio unos cuántos segundos francamente inquietantes. Pero de pronto la niña se puso a llorar y luego a chillar a su madre y a llamarle no sé cuantas groserías en un estilo imperdonable. Mi padre, para no ser menos, la emprendió conmigo, superando en gravedad los insultos de la niña. Sin embargo, Dora estuvo en verdad adorable y valiente como una guerrillera. Sus palabras maravillosas aún resuenan en mi corazón.
--Lo siento, pero Juan Andrés y yo estamos enamorados y no creo que haya en el mundo fuerza alguna que nos separe. Ni siquiera un par de carcas como vosotros. Y, ahora, fuera de nuestra habitación.

FIN