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2 de junio de 2011

CHIQUILICUATRO

Frente a la victoria de la izquierda, volvámonos insolentemente exquisitos. Cuando ya nada es capaz de salvarnos, sólo nos sostiene la fascinación por la vida frívola. La mayoría de los españoles, esa mayoría adulta que vota religiosamente, se ha condenado a sí misma, nos ha condenado a todos, a otra ración primorosa de inquietud política. Y en lo que a uno se refiere, trato de ocultar dignamente la humillación que me han inflingido mis semejantes. La imagen de Zapatero botando tan tieso en el balcón de Ferraz, parecía uno de esos replicantes de Blade Runner, fue demasiado para mis pupilas. Además, he comprobado para colmo de males que se vuelve insufrible cualquier manifestación de felicidad ajena.
Sin embargo, hemos de reconocer que el chico entretiene, nos hace pasar el rato, al menos los últimos cuatro años han sido lo suficientemente movidos como para mantenernos en un puro sin vivir. Decía Voltaire que el hombre está a caballo entre las convulsiones de la inquietud y el letargo del aburrimiento. Y el aburrimiento, hemos de reconocerlo, ha brillado por su ausencia en la última legislatura. A veces, la contemplación de los errores del adversario ejerce un efecto sedante sobre las almas.
Disculpen ustedes mi afán de consuelo como perdedor virtual de los comicios, pero necesito la urgencia de un rapto de vitalismo, más una señal divina de que habrá vida después de este nuevo sultanato. Desengañémonos, amigos míos, pues tengo la sensación de que el joven leonés no gobierna para que seamos felices, sino para imponernos un destino en lo universal. No obstante, como ya hemos dicho, la solución ante el infortunio es volverse insolentemente exquisito. En realidad, ellos nos odian por la sencilla razón de que sus gustos, por muy pueblo soberano que sean, siempre estarán bajo sospecha. Ahí tienen ustedes al espécimen que democráticamente han elegido para cantar en Eurovisión, un engendro cuyo genoma es lo más parecido al de cualquier primate de la selva africana. Y, como ustedes ya saben, la frontera entre la vulgaridad revolucionaria, que es la del socialismo burgués, y la vulgaridad complaciente es prácticamente nula. La diversión nos espera, por tanto, a la vuelta de la esquina, y nuestras risas sonarán como sonajeros, en una noche de nubarrones blancos.

Antonio Civantos

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