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3 de junio de 2011

COPLAS DE MI ESPAÑA

Sin que nadie lo esperase, a tenazón, como aquel espía que surgió del frío, llegó Carrillo en plan Romeo y cayó rendido en los brazos euskaldunes de don José María Ibarreche, la Julieta del norte, una locura de amor al estilo cinematográfico de Cifesa y Aurora Bautista: Ay ay ay ay // no te mires en el río // ay ay ay ay // que me haces padecer // porque tengo niño celos de él… Un buen rato anduvieron cantándose coplas, como dos amantes embebidos por la pasión del momento. Claro que uno se pregunta a qué vino este abrazo apasionado de Vergara, y, la verdad, no hallo ninguna respuesta que me sosiegue ni la razón pura ni la práctica. A no ser que la cosa fuera por el asunto sexual, que a estas alturas de la Historia cualquier coyunda me parece factible. Al menos, Ibarreche parecía muy exaltado, dicharachero, para mí que algo le rebrincaba entre las piernas. Incluso, ante el estupor general de los obispos aberchales, el muy loco se atrevió a cantar aquello de: Cántame un pasodoble español // que al oírlo se borren mis penas // Cántame un pasodoble español // pa que hierva la sangre en mis venas…
Naturalmente, el viejo comunista, estimulado por el tronío del separatista arrepentido, no quiso quedarse a la zaga y, a cada copla del lendakari, Carrillo respondía con otra mejor, más sentida, con mucha hondura, vaya, como arrancada del fondo del alma, con perdón: Toda una vida // me estaría contigo // No me importa en qué forma // ni donde ni cómo // pero junto a ti…
Claro que la voz de don Santiago, quebrada ya a fuerza de los infinitos cigarrillos de su vida, no era tan melosa como la del vasco, muy cultivada en orfeones de caserío. No obstante, hemos de reconocer que le ponía empeño a la copla, cierto gracejo y donaire, consiguiendo una voz muy picarona en su tono: Cabaretera, no burles más mis penas // mi amor nació del alma // y nunca morirá // Cabaretera, mi novia arrabalera… Fue aquí cuando el vasco cayó rendido a los pies del eurocomunista, deshecho en lágrimas, con la fisonomía resignada de los condenados a amar eternamente. Porque cuando menos se espera, la existencia penetra como un bálsamo en el corazón de los hombres duros. Ibarreche es un buen tipo, qué duda cabe, por mucho que sus cejas mefistofélicas nos parezcan depiladas por una diablesa cosmética en campaña esteticién. Verdaderamente, si uno lo mira bien, Ibarreche resulta más inocente que un monaguillo balanceando el incensario. En vez de fijarnos en su mirada astuta y fanática de aizcolari manco, deberíamos atender a sus trinos de enamorado juguetón. Cuánta poesía hay prendida de sus canciones amorosas, cuánto sentimiento reprimido: Reloj no marques las horas // porque voy a enloquecer // Santiago se ira para siempre // cuando amanezca otra vez // No más nos queda esta noche…
Usted pensará, amigo mío, que estos dos pájaros de cuentas sólo han dedicado su vida a poner dinamita en el corazón de España, y tendrá razón, pero hemos de tener fe en los milagros del amor. Dos almas gemelas enamoradas consiguen una fuerza casi metafísica, hiperbórea. Nadie ha sabido jamás hasta dónde puede llegar el empeño de dos amantes, abrasados en mil fuegos, con sus sonrisas voluptuosas, dionisíacas. Dos amantes que se cantaron, al amanecer, canciones de amor, al unísono, como un dúo de conversos, sobre sábanas el Burrito Blanco: Entre flores, fandanguillos y alegría // nació mi España, la tierra del amor // Sólo Dios pudiera hacer tanta belleza // y es imposible que pueda haber dos // Y todo el mundo sabe que es verdad // y lloran cuando tienen que marchar // Por eso se oye este refrán… Y es aquí, justo aquí, cuando los dos enamorados, extenuados por las lágrimas, la emoción y el meneo de toda una noche, cayeron de rodillas, transidos de amor por la patria común, y entonaron el estribillo que les faltaba: Española abanícame, española abanícame, así, así, así, el vaivén de tu abanico, olé y olé, me tiene mareadito, olé y olé, muriéndome de amooooooor, oh, oh, oh, muriéndome de amooooooor, oh, oh, oh. ¡Se acabó!


Antonio Civantos

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