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31 de mayo de 2011

CARLA BRUNI

Ahora me explico el afán de los políticos por llegar al poder. Si en cada poltrona les espera la ordalía de una Carla Bruni, entonces, amigo mío, la mentira, la corrupción, la ineficacia y el perjurio bien valen una misa. Nicolás Sarkozy es el poder, la gloria y, por lo que se cuenta, también el éxtasis. Esa chica, Carla Bruni, es uno de esos regalos de la naturaleza, fresca y lozana como una selva recién llovida, capaz, si se lo propusiera, de conjurar a toda una sucesión de espectros vivientes: servidor el primero, naturalmente, como líder plenipotenciario de una tribu fantasmal de adoradores anónimos.
Para mí, llegar al poder y sentarte en el trono para gobernar al socaire de un rumor de estatuas y candelabros es, diría yo, como someterse a todas las usuras de la responsabilidad y del tiempo. Sería con mucho preferible prestarse a la banalidad de la vida cotidiana y perseguir, de vez en cuando, el vuelo fugaz de alguna gaviota lujuriosa, aunque sea de andar por casa. A mi entender, sólo hay una justificación para la lucha por el poder político: que en tu horizonte brille una estrella como Carla Bruni, con su voz delgada de cantante mimosa, con su juventud desgarrada y sus noches, ay, manchadas de multitud.
Miro y remiro el panorama español y me pregunto si nuestros políticos son felices, porque al revisar sus andanzas, tan sólo Gallardón me llena de orgullo. Los demás andan por ahí con sus buenas chicas de cabecera, probablemente en segundas nupcias, como mayor perversión cometida. Chicas discretas ellas, como barnizadas de un gris ceniza, más su férrea voluntad de madres poderosas. Estos políticos españoles, por no tener, no tienen ni una Levinsky bajo la mesa chipendal, ni mucho menos una Lola Montes que les anime los plenos de sesión continua, o alguna Altisidora que les abra de mañana las rendijas del alba. Pero es que los franceses son los franceses. Mientras los nuestros no leen ni a Cadalso, ellos están empapados, desde la infancia, de la estética libertina del Marqués de Sade. Esa chica, Carla Bruni, con su fosforescencia de loba romana, ha conseguido recordarnos el ocaso del Imperio. Donde nunca se ponía el sol.


Antonio Civantos

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