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31 de mayo de 2011

CABARETERA

Si por algo me hubiera gustado ser filósofo, como el inefable Bernard-Henry Lévy, es por tener en la cocina a una cabaretera como Arielle Dombasle, cincuenta y cuatro años de sinuosidades, melena en cascada fáustica de fuego, ojos claros de verde promesa, labios de muelles entrecruzados y unos pechos tan redondos y firmes como un delicioso camembert recién comprado. ¿Dónde escondía el filósofo tan áureo trofeo?
La revista París Match desgarra ahora el velo de Isis y la diosa misma, como un premio jupiterino, se nos ofrece medio desnuda para el solaz del más vistoso de los sentidos. Arielle Dombasle, según diría su marido, plagiando al divino Aristóteles, es el movimiento de lo inmóvil, el alma del ser que aparece para realizarse y completarse; la entelequia que, cuan un fragmento de eternidad, se introduce en los cuerpos y los anima, interviene en lo orgánico y orienta su funcionamiento, lo conduce a su fin y vigila su destino.
Arielle solamente tiene un defecto. Al parecer, es abstemia y lo predica, como acaba de hacer la ministra Salgado, claro que ésta no presenta tan exuberantes formas como para venir a dar lecciones de puritanismo alcohólico ni de nada que se le ocurra. Sin embargo, si Arielle me lo pidiera, yo sería capaz de acudir contrito a una sesión de alcohólicos anónimos, beberme seguidos un par de litros de agua y vaciar, sin conceder más allá de dos lágrimas, una botella del mejor vino por el desagüe oscuro de un horrible fregadero. Porque lo que ignora la ministra Salgado es que un vicio nefando se cura mediante otro vicio igual de nefando. Y ella no está en condiciones de ofrecernos una alternativa a su propuesta antialcohólica de monja de las llagas. El vicio de beber, cualquier vicio, en general, es el goce de la libertad. Es el placer de la posibilidad de pecar, inherente al acto mismo de la Creación. Arielle Dombasle, en cambio, sí está en condiciones de pedir sacrificios, pues a cuerpo gentil nos propone un pecado por otro. A la ministra Salgado, amigos míos, le faltan demasiados güisquis y una miríada de curvas para llegar a la sabiduría mundana de Arielle. Y, para colmo, ni su marido es filósofo. Un atrevimiento.

Antonio Civantos

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