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30 de mayo de 2011

BOTELLONES

Vivimos hoy una pavorosa fluidez de victorias deportivas, impensable en aquellos tiempos del cuplé, cuando nuestros atletas no conocían siquiera las hechuras de un buen chándal. Después de la exhibición en Italia del alado Contador, más la victoria épica de la Selección española en Viena, aún percibimos la euforia semínola del triunfo de Nadal en la hierba de Londres. Naturalmente, a los españoles nos llena de felicidad y orgullo este torrente de excelencia que nos regalan nuestros jóvenes héroes, como si de nuevo en el Imperio no pudiera ponerse el sol. Y lo cierto es que nos sentimos muy felices por sus hazañas. Sin embargo, hay en mí como una sensación extraña de mejillas inflamadas por un exceso de triunfalismo. Este continuo tableteo de buenas noticias en materia deportiva, de euforia desbordada y de botellón interminable bajo la ventana de mi cuarto me provoca una inconsciente náusea sartriana. Incluso, en algún momento de debilidad, reconozco que he añorado aquellos desiertos antiguos de espectros ambulantes, luna llena y escasez de victorias.
Curiosamente, anoche dieron por televisión “Carros de fuego”, donde se explican a la perfección dos versiones del espíritu de la competición: la antigua y la moderna. Como es natural, en ambas la victoria es importante, pero existe en la primera como un empeño en disimular la fiebre del éxito, un cuidado especial por mantener oculto cualquier atisbo de ansias de triunfo. Ni que decir tiene que ha prevalecido la segunda, la moderna, en donde la victoria individual o colectiva es la única razón del combate; donde, en caso de triunfo, los sentimientos han de desbordarse, obligatoriamente, en algarada municipal para el regodeo periodístico y en intensa comunión con la barbarie genital de las masas. Qué lección de dandismo la del personaje inglés que, en los Juegos Olímpicos de París, gana una medalla de plata, como si tal cosa, tan sólo con un cometa de orgullo nublándole los ojos. Y es que la medalla de plata, amigos míos, era entonces el premio más preciado para cualquier caballero que se tuviera como tal. Solamente los advenedizos y otras tribus guerreras del Amazonas codiciaron de siempre las medallas de oro. En la actualidad, una época sin órdenes de caballerías, todo se ha desbordado, como si en realidad necesitáramos una excusa eterna para celebrar botellones debajo de cualquier ventana.

Antonio Civantos

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