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30 de mayo de 2011

BERLANGA Y LOS CRISANTEMOS

Ha muerto uno de los directores más importantes y geniales de la historia del cine español: don Luis García Berlanga. Paradójicamente, Berlanga rodó sus principales películas en los tiempos difíciles de la dictadura de Franco. Sin embargo, en su afán de ser el temible burlón de la censura, agudizó de tal manera el ingenio que la dificultad se convirtió en el verdadero manantial de su genialidad. Porque una vez muerto el dictador, con las subvenciones públicas rebosando de salud y con la libertad de expresión como fiel espada triunfadora, sólo hizo una gran película: La escopeta nacional. El resto de la obra que sigue no alcanza, para mi gusto, la altura artística de las anteriores. Curiosamente, a los demás directores coetáneos les ocurrió lo mismo. De tal manera que la época dorada del cine español es la de los años cincuenta y sesenta, justo a raíz de las famosas Conversaciones de Salamanca. Quiérase o no, la censura franquista fue el gran acicate intelectual y creativo del mejor cine de nuestra historia.
Hoy día, cualquiera que desee saber cómo era la vida y cuál el espíritu reinante durante la dictadura debe revisar, obligatoriamente, la obra de este gran valenciano genial. No obstante, Berlanga no fue un director realista ni costumbrista ni un documentalista de la vida en aquellos tiempos del cólera. Berlanga, en realidad, sólo fue una mirada. Eso sí, una mirada muy particular, cargada tanto de un humor negro y corrosivo como de un lirismo lleno de compasión y ternura hacia sus personajes y situaciones.
Desde mi punto de vista, la obra de Berlanga despide en su conjunto negros aromas de crisantemo. Hay en ella, sobre todo, como un profundo temor a la muerte, de ahí que se la conjure en sus formas más irónicas. La muerte transita por casi todas sus películas con los aires regios, también cómicos, de una “prima donna”. La muerte ha sido para Berlanga esa “vedette” mimada con camerino propio y contrato extravagante a quien todas las demás actrices envidian y temen. La muerte, en definitiva, fue su gran pasión amorosa, una pasión vivida entre el amor y el odio, como toda gran pasión que se precie. Una pasión de la que Berlanga trataba de huir mediante el exorcismo vicarial del humor negro y la necesaria risa colectiva del público.
Sin embargo, Berlanga, en su obra, nunca osó traspasar el puesto fronterizo del Más Allá, esa línea divisoria del vidrio de Duchamp, como dice Eugenio Trías. Berlanga no fue un artista con pretensiones metafísicas, sino que se aferró a la vida para codearse con la muerte desde el lado de los vivos. Pero no nos engañemos, fue el miedo al gran misterio que se esconde detrás de la muerte lo que genialmente excitó su fabulosa creatividad narrativa. A Berlanga le gustaban los entierros, las ataúdes, los verdugos, los curas y los monaguillos, el tropel de dolientes y los pésames, pero bajo toda esa ordalía funeraria se agazapaba el temor y el temblor de un alma atribulada por la duda y atenazada por el misterio. La mejor obra de Berlanga, como digo, es un puro exorcismo tragicómico a la seriedad de la muerte. Que con Azcona descanse.

Antonio Civantos

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