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9 de junio de 2012

UNA MAÑANA EN BADAJOZ CARTAS A DORA MALENGO 6 DE JUNIO DEL 2012 Querida Dora: el último fin de semana hemos celebrado en Trujillo el noventa cumpleaños de mi suegro. He pasado calor, naturalmente, pero ha merecido la pena porque he coincidido con muchos amigos de toda la vida. También he comido con mis hermanos en La Majada, donde nos bebimos un par de botellas de Habla. Incluso he podido trabajar en la novela, no mucho, claro está, pero sí un par de horas cada mañana. Salvo la del lunes, ya que nos fuimos a Badajoz para que el oculista, nada menos que el doctor Sánchez Trancón, comprobara que mi suegra puede seguir un par de años más sin operarse de cataratas. Mientras la consulta, yo aproveché para darme un paseo por el centro de Badajoz. Me senté en la plaza de San Francisco, di una vuelta por la maravillosa calle Menacho, subí a la plaza de San Juan y me fijé en que las persianas de Previasa estaban subidas, como si todavía esa oficina sirviera para algo. Después estuve ojeando unos libros en Universitas. ¡Qué maravillosa librería! Claro que no tenían ninguna de mis novelas, que es lo que suele pasar cuando los autores preguntan por lo suyo. Más tarde fui a ver a Floro Buenavida, algo más menguado, tanto de cuerpo como de ánimo, que por aquellos años felices de los ochenta. Y, como a eso de la una y media, nos fuimos todos a tomar el aperitivo a La Marina. Por allí apareció gran parte de la familia Buenavida. Siempre tan amable y simpática y generosa con nosotros. Sobre las tres comimos en la Venta de Don José, según salíamos para Trujillo. No comimos mal, pero tampoco bien. En general, encontré a Badajoz más bonito y arreglado que nunca, si bien un poco triste, como si le faltaran piezas fundamentales que lo hicieran sonreír. O, tal vez, a mí me sobren demasiados años como para que todo resulte igual de alegre que antes, cuando éramos jóvenes y la vida nos esperaba a la vuelta de cada esquina, como si el tiempo no fuera con nosotros y nos dejara la tarde libre. Pues bien, nada más llegar a Trujillo me eché a dormir la siesta y sólo recuerdo que soñé contigo. Al despertar, me duché con agua fría, elegí una butaca del salón, junto a uno de los balcones que dan a la plaza, y leí a Virginia Woolf. Al poco rato, me dio la impresión de que el pasado, la mañana y todo lo demás habían sido un sueño. Sólo tú parecías real.

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