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9 de junio de 2012

DE MARBELLA AL CIELO Dicen que don Carlos Dívar, presidente de un par de sitios, y de una beatitud cercana a la de Liébana, galleaba en Marbella con cargo al Presupuesto. Pues digo yo que no están las cuentas públicas para que los funcionarios, bujarrones o no, vayan tirando de veta, a tuti pleni, como si la prima de riesgo fuera el efebo que vino a cenar. O sea que, después de lo de Garzón y sus cartas marruecas dirigidas al señor Botín, nos viene ahora otro magistrado, con la Visa Oro entre los dientes, dispuesto a vivir las mil y una noches a costa del contribuyente. Digo yo que si no habrá por ahí un cargo público, hecho a mi imagen y semejanza, para que yo también pueda prevaricar y malversar fondos y, sobre todo, tostarme la piel en una playa desierta, al lado, siempre al lado, de alguna rabiza rubia del “My Lady Palace”, mancebía que suelo frecuentar en Marbella cuando me bajo al moro. Claro que lo peor del asunto de Dívar no es su presunta disposición al alegre candombe, ni sus cenas de lujo, velitas encendidas y noches de negro satén, ni tampoco que haya utilizado el erario público para entretenerse la vida, sino que a la gente le coja desprevenida estos comportamientos humanos de picaresca y doble vida, como los del doctor Jeckill y Mr. Hyde. El hecho de que todo un presidente del Tribunal Supremo y del Consejo del Poder Judicial, famoso por su religiosidad, sea como la rosa de Alejandría, roja de noche y blanca de día, resulta algo de lo más frecuente en la vida social y política de cualquier tribu, raza, pueblo o nación. Todos en el fondo llevamos una doble vida, disponemos de una estancia secreta, es decir, de una máscara de carnaval que nos sirve para ocultar esa otra cara de la luna que no queremos exhibir. Jung llamó a esta personalidad oculta: la Sombra. Lo curioso es que al final de la vida, por desgracia, es la biografía de la Sombra lo que en verdad cuenta y, curiosamente, acaba siendo lo más interesante y entretenido de las personas. Por otro lado, cometeríamos un error garrafal si nos dedicáramos a juzgar la moralidad del señor Dívar. Sobre todo, porque nadie tiene derecho a tirar la primera piedra, al menos en lo que a mí respecta, ya que en realidad, como dice el psicoanalista John Sandford, el hecho de moralizar sobre el Mal es ya una forma de sucumbir a él. Por ejemplo, si usted atacara el mal como defensa para no ver su propio Yo, sigue diciendo el psicólogo, estaría cometiendo el mismo error en que incurrió el doctor Jeckill. De modo, amigos míos, que en el caso que nos ocupa, lo más sensato y saludable sería pensar que nosotros no lo haríamos mucho mejor que don Carlos. Al menos, un servidor de ustedes. Porque si llegara don Mariano, un suponer, y me nombrase Gobernador de Zamora, que San Damián no lo permita, estén ustedes completamente seguros de que prevaricaría y malversaría fondos reservados a manos llenas. Además, tendría una becaria de mil fuegos para que en invierno me moviera amorosamente el brasero. Por este único motivo no me he dedicado a la política. Ahora mismo, seguro que ya estaría uno en la cárcel, repartiéndose los dividendos con el amigo Urdangarín, los del caso Gúrtel y el guripa andaluz de los ERE y sus millones confiscados. Desde mi punto de vista, lo que le conviene al señor Dívar es confesar los hechos, devolver lo gastado y, por supuesto, salir del cargo como alma que lleva el diablo. Vería así cómo más de una parroquia se colaría por sus huesos de monaguillo alucinado. Porque algo alucinado sí que parece este señor.

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