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23 de junio de 2012

TRANQUILIDAD VIOLETA

CARTAS A DORA MALENGO 21 DE JUNIO DEL 2012 Querida Dora: estos días se han sucedido con demasiada tranquilidad, aunque la procesión, obviamente, vaya por dentro. Mi novela policíaca no acaba de aparecer, sin bien el editor me dice que ha “entrado en máquinas”, y el libro sobre Hemingway sigue su calvario editorial, como ya se esperaba. ¡No te puedes imaginar cómo son los editores! Raro es el que te habla claro y te dice realmente lo que piensa y lo que hace, sin contar la imaginación que se gastan a la hora de discutir los derechos de autor. Si la emplearan en escribir, los escritores seríamos desplazados al limbo del olvido. Pero en general, la semana ha sido tranquila, además de fría. Sólo he salido una vez de casa, justo ayer, ya que tuve que ir a Zamora para firmar unos documentos, los últimos flecos de una cosa muy aburrida. De paso, me he tomado una copa de vino con mi amigo Patricio en el bar La Bombilla, enfrente del Mercado de Abastos. Dos platos de boquerones fritos cayeron por obra y generosidad del gran Alfredito, esa labia nerviosa de mandil blanco, el mejor y más caro pescadero de la plaza. Por cierto, le compré un besugo espectacular y un cogote de merluza digno de la mesa de un rey. El cogote lo comimos ayer guisado a la vizcaína. O sea, primero lo metes al horno con un poco de aceite de oliva, y luego lo rocías con el sofrito de un ajo y una pizca de guindilla. Yo te recomiendo que lo comas acompañado de un buen champán o, en su defecto, con un vino blanco para que refresque el paladar de los ardores del picante. Pero lo mejor de la semana es que he recuperado mi pasión por Virginia Woolf. Todas las tardes, después de la siesta, leo un buen trozo de “Al faro”, una novela que imperdonablemente no había leído, pero que ahora me alegro del descuido porque estoy disfrutando tanto como un niño en el día de Reyes. Para mí hay cuatro escritores imprescindibles y que, sin ninguna duda, revolucionaron la novela del siglo XX: Marcel Proust, James Joyce, William Faulkner y Virginia Woolf. Se trata de los cuatro escritores que me están enseñando a escribir, ahora que soy casi viejo y a nadie le interesa ya lo que pueda decir. Si es que tengo algo que decir. Me refiero a que ahora te soy infiel, mi querida Dora, con esa chica inglesa tan delicada de salud por culpa de las nieblas londinenses que, poco a poco, le fueron carcomiendo el alma como si sus miedos estuvieran forrados de la peor madera del mundo. Y es que, a veces, la necrofilia forma parte de las perversiones eróticas de los hombres, al menos en lo que a mí respecta, claro está. La otra noche, por ejemplo, me fui a la cama escandalosamente alterado hasta el deliro por la imagen de Rita Hayworth. Y es que en la tele pusieron nada menos que “La dama de Shangai”, película donde la actriz aparece, en mi opinión, más hermosa que nunca, mucho más que en “Gilda”, es decir, más refinada y como más en plan señora de misa de una. ¿Acaso no fue necrofilia? Pues lo mismo que lo mío con Virginia Woolf. Aunque, bien mirado, cualquier recuerdo de mujer es una forma de necrofilia para el amante abandonado, por muy viva que siga aún esa mujer. Por ejemplo, tú, mi querida Dora, eres un recuerdo para mí y mucho más que un recuerdo, en realidad eres pura pasión necrofílica en mis noches de luna llena y de insomnio consentido. Tú eres Dora y ya estás, por derecho propio, en el mausoleo de mis grandes amores, junto a Rita y a Virginia y a otras diosas maravillosas de mi juventud perdida. Todas ellas se me aparecen de vez en cuando, de una forma o de otra, menos tú, Dora, tan silenciosa como una geisha de porcelana. Escríbeme, al menos, una postal. Desde los altares de tu escondite.

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