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12 de junio de 2011

EL TURISTA ACCIDENTAL


Ahora que empezaba a encontrarme mejor, me ataca un resfriado espeso, de humor negro. Es como si un guardia marroquí, con su bonete rojo de moro Muza, me hubiera dado una paliza tras obligarme a saltar la valla de Ceuta mediante una pértiga olímpica. Creo que me lo agencié la tarde del sábado, sentado a un velador de uno de esos aguaduchos de la orilla del río. En realidad, me he levantado de la cama –esa compleja ciudad, como la llamó el maestro Ruano-- sólo para escribir estas líneas. Naturalmente, me he puesto la bata de invierno, tres pares de calcetines y las zapatillas de paño, como las de don Pío. Bueno, en realidad me ha faltado la boina para llegar a su altura. Cuando me he mirado al espejo, he creído ver a uno de esos histriones ancianos del teatro de Benavente. Así que tengo ahora convertida la cama en territorio conquistado, incluso estoy por redactar el estatuto correspondiente. En el primer artículo dejaré bien claro que mi cama es una nación. Una nación de naciones dentro del Imperio español. Porque España no es otra cosa que un Imperio frío de camas calientes o, posiblemente, todo lo contrario. Habría que preguntárselo, claro está, al inefable Javier Sardá, que ahora disfruta merecidamente del dinero que le han dado a ganar sus putas y maricones de baratillo. Desde luego, mi cama, como es natural, está helada por la tiritera actual de la fiebre. Además, estoy releyendo un librito de Azorín, Confesiones de un pequeño filósofo, y a mí Azorín siempre me pareció un escritor algo diminuto de frase, desapasionado, como de sangre fría. Sin embargo, me entretienen los capítulos sobre el internado de Yecla, que me hacen recordar mis terribles años escolares de Madrid.
Después de comer, veo por la televisión una magnífica película, El turista accidental, de Lawrence Kasdan, un magnífico director americano que empezó como guionista de Hollywood. La historia trata, como ustedes ya saben, de un tipo que escribe guías para viajeros profesionales. Les aconseja qué ropa y objetos han de llevar en la maleta, qué otros deben evitar, cómo deben comportarse en los aviones, qué hoteles y restaurantes han de elegir en cada ciudad, qué burdeles son los más sofisticados. Sin embargo, en su vida personal, nuestro amigo es todo un tratado de dudas, fobias, manías y temores. Se siente perdido como un niño en el bosque de Pulgarcito. Ni siquiera sabe distinguir, cuando la tiene delante, a la mujer de sus sueños. Así es. Podemos escribir una guía para viajar por el mundo, pero no para vivir la vida con probabilidades de éxito. Porque todos quisiéramos llevar siempre consigo una guía práctica que nos señalara los sentimientos correctos en cada uno de los acontecimientos que vivimos, las palabras que deberían salir de nuestros labios, la conducta moral a seguir en cada momento y, por supuesto, que nos explicara por añadidura la misteriosa esencia de los hechos.
Sin embargo, ningún habitante de este planeta es dueño de una guía mágica semejante. A decir verdad, estamos a expensas de nuestros instintos de especie, de nuestros impulsos inconscientes y, sobre todo, de nuestras ambiciones más groseras. Pero, especialmente, los españoles, en este momento de nuestra historia, el peor sin duda desde la muerte de Franco, nos sentimos perplejos ante el resentimiento de un partido político que se ha propuesto liquidar España como si fuera material de derribo. Uno se asemeja, por tanto, a un turista accidental que ha perdido la brújula, el equipaje y hasta el sentido de la orientación. Se avecinan tiempos revueltos, amigos míos, y no disponemos de un libro de instrucciones que nos aconseje al respecto. Lo mejor será, digo yo, que ante el asedio nos hagamos fuertes en la cama, como enfermos griposos y crónicos, hasta que estos sans-culottes nos lleven a la checa correspondiente. Tarde o temprano nos darán el paseo.


Antonio Civantos

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