EL ROMÁNTICO DE LA MONCLOA
Hemos de agradecer a Zapatero la revolución romántica que nos invade. El romanticismo es el gran cambio de valores que el hombre perpetra una vez admitida su dulce perversidad. Es extraño, decía Novalis, que el verdadero y propio origen de la crueldad radique en el placer. Nuestro amigo, por tanto, ha propiciado en España la segunda revolución romántica de su historia. Como Baudelaire, en su himno a la belleza, este chico también nos dice: ¿Qué importa que vengas del cielo o del infierno? O hace causa común con ese soneto de Victor Hugo: “La muerte y la belleza son dos cosas profundas, que tienen tanto de sombra y de azul que se diría que son dos hermanas igualmente terribles y fecundas, poseídas por el mismo enigma y el mismo secreto”. España, amigos míos, se mece voluptuosamente en un nuevo decadentismo estético. Y todo gracias a ese gran romántico de la Moncloa. El mal como preferencia vuelve a cundir igual que si representáramos un relato de Edgar Allan Poe, aunque ya no es el criminal un terrible personaje de su obra, el criminal ha sido liberado de su culpa por la nueva estética socialista. Arrebata tu propio placer de los dientes del dolor, cantaba un poema del italiano D´Annunzio.
Pero el gran romántico monclovita, en su afán de salvarnos de ese mal clásico que a todos nos aterra, el terrorismo, ha cambiado los conceptos por otros más asequibles y familiares a las huestes de su bando. Ya no son los asesinos vascos quienes exhiben los afilados cuernos del diablo, sino los votantes del Partido Popular, parias del mundo que suplican ser escuchados en el Parlamento, como si la democracia, esa gran zorra callejera, no tuviera otra cosa que hacer. Son los políticos de la derecha y sus fieles quienes han de asumir, como ya lo hicieron en la II República, igual que los comunistas durante el franquismo, el interesante rol de seres malignos y perversos. Ya no son los etarras la representación genuina del mal, pues se han convertido, gracias a la hechicería monclovita, en hombres de palabra, negociadores de la paz, soldados geniales de la nueva estética. Gudaris del amor.
Sin embargo, me gusta saborear esta nueva sensación de paria de la tierra, de apestado social, de ser incorrecto y perverso. Y les aseguro, amigos míos, que disfrutaré a plena conciencia de mi nuevo lugar en el infierno socarrado del Dante, sobre todo porque me apetece ocupar el cubil que dejaron las fieras etarras, apestado aún con el hedor de sus crímenes, unos crímenes que felizmente han sido elevados por la nueva revolución a la categoría de epopeya mitológica. En realidad, me di cuenta de mi nuevo estatus social cuando la otra noche, en un restaurante zamorano, alguien muy querido me acusó de herir, con mis artículos de prensa, el alma inocente de muchos bienpensantes, acusándome en el fondo de sadismo literario. No obstante, ¡qué perverso placer sentí entonces! Fue el momento en que descubrí, entre otras muchas cosas, la terrible y placentera finalidad de mi vida: corromper el alma de todos los Dorian Gray de este mundo, como si yo fuera la reencarnación diabólica del mismísimo lord Henry Wotton. Porque, como escribió el inigualable y genial marqués de Sade: ¿Qué acción existe más voluptuosa que la corrupción? No conozco ninguna otra que excite más deliciosamente, no hay otro éxtasis parecido al que se experimenta entregándose a esta diabólica infamia. ¿Es que no hay leyes contra mí en este nuevo orden?
Antonio Civantos
12 de junio de 2011
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