EL FIN DE LA HISTORIA
Hoy me siento vacío de alma, como si las musas me hubieran abandonado, tomándose un día libre para refrescarse en el río y abusar de los brochazos solares. Porque uno se niega sin su concurso a volver sobre lo mismo, es decir, sobre la melopea política de todos los días, como si en la vida no concurrieran otros cometas de estela más luminosa. La política sólo debería interesarnos en forma de historia literaria, esperando que los libros futuros nos cuenten las hazañas de este gobierno zapateril para conseguir la idea republicana de una España medio rota, descompuesta y sin novio. ¿Cómo la verán los historiadores dentro de un siglo? Lástima que nuestra calvicie de entonces nos prive del regodeo en el análisis. Claro que después de vivir la manipulación actual de la II República, no habría que extrañarse de que a Zapatero algunos le apodasen el Grande, como si tal cosa.
Sin embargo, dicen que la Historia ha llegado a su fin, que desde ahora hasta la catástrofe final viviremos una Transhistoria, es decir, una historia cuyos acontecimientos responden al mismo descontrol reproductivo de las células cancerígenas. Al parecer, la Historia, lo mismo que el Arte, ya no dispone de un argumento lógico, ni de cánones interpretativos que se acomoden y apacienten el lento vivir de las gentes. Hasta la literatura ha sido despojada por algunos filósofos, Derrida entre ellos, de cualquier prurito de interpretación. Y si la Literatura se precipita en semejantes abismos, imagínense ustedes en qué lodazal puede convertirse esta Transhistoria. Ya todo es un batiburrillo informe en el que nada representa lo que verdaderamente es. Todo se ha relativizado. No hay clases sociales, ni en consecuencia lucha de clases, ni oscuros objetos del deseo, ni nada que cumpla su función primitiva. Cualquier indocumentado puede ser presidente del Gobierno, el eufemismo es el alma del lenguaje, el cubo de la basura puede ser venerado como obra de arte y un pegador de patadas a un balón es subido al altar de los héroes, otrora reservado para los que tuvieran algún trato con los dioses.
En realidad, amigo mío, se nos ha impuesto la ley de la confusión de los géneros. Una confusión que nos permite tratar a los terroristas como iguales, respetarlos en mesas de negociaciones, inventar derechos que los protejan ante la justicia y hasta compararlos en dignidad con sus víctimas. Ya nada se refleja realmente, ni en el espejo ni en el abismo. Y, tal como dice Baudrillard, ya no hay revolución, sino una circunvolución, una involución perversa del valor. Todo se ha disparado en una virulenta reacción en cadena, en un puro desorden metastásico. Ya no existen reglas fundamentales, criterio de juicio, ni siquiera para los placeres y, mucho menos, para el arte. La Historia amigo mío, más allá de su final, se ha convertido en un proceso que transciende la frontera entre el bien y el mal, colocándose muy por encima, como en una nebulosa imposible de divisar. He aquí el problema de las sociedades modernas, he aquí, por tanto, el problema de la sociedad española, campeona en relativizar todo lo relativizable. Si el retrete de Duchamp fue elevado a categoría de obra de arte, ¿por qué unos trenes destrozados por la pólvora terrorista y unas cuentas vidas arrancadas y mostradas a la audiencia televidente no podrían llegar a formar parte de cualquier museo de los horrores? ¿No ha sido siempre lo siniestro el verdadero trasfondo de la estética? Pues eso.
Antonio Civantos
9 de junio de 2011
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