EL FINAL DE UN IMPERIO
De vez en cuando nos llegan noticias desoladoras. Sin ir más lejos, la otra noche supimos que el Real Madrid había perdido su imperio en las procelas ultramodernas de la periferia. El polvo, con perdón, vuelve al polvo. Porque el Real Madrid es esa media España, entre visigótica y requeté, que Garzón quería juzgar envestido con los ropones polancoides de don Cebrián y compañía. Toda una España en su mitad más funeral y marmórea, casi lapidaria, ha muerto definitivamente ante el empuje del diseño y la alta tecnología catalana, aunque para ello haya tenido que utilizar la robótica imparable de un argentino infinitésimo y cabrón.
De cualquier forma, a la antigua aristocracia madridista, casi galdosiana, ya ni siquiera le cunde apelar a la memoria cuajada de victorias ancestrales, pues al recordarlas le llega algo así como un insufrible olor a raíces quemadas. No solo el Real Madrid ha perdido otra liga, eso no importa cuando se tienen treinta y una, sino que a mayores se ha dejado entre las briznas del césped algo tan sutil como todo un imperio. El Real Madrid ha perdido la Historia en la fiebre del sábado noche. Aquí tenemos de nuevo las lágrimas patrióticas de otro “Noventa y ocho” y el dolor inconsolable de este nuevo Ganivet futbolero que soy yo.
Sombrero de ala caída, llovida de varios cielos. Orejas de muerto enhiesto y de inteligente cadáver. Así describió Umbral la silueta de Kafka, una vez que lo vio pasar errante entre las sombras de Majadahonda. Así creo yo que es el cadáver expuesto del madridismo, como un Kafka paseante al socaire de las paredes de un castillo medieval. El cadáver del Real Madrid representa también el cadáver del centralismo político, de la unidad de España, de la heterosexualidad morganática, del gol de Zarra y la Misa cantada en San Francisco el Grande, cuando aquello del cardenal Tarancón, el paredón y su rapapolvo democrático.
Ante nosotros, amigos míos, se levanta un nuevo Estado, español o no, pero mucho más centrífugo, periférico y sansimoniano que nunca. Entre Zapatero y Laporta, tanto monta, anda su liderazgo: dos genios de la política y los dos ampliamente desenvueltos en los escenarios televisivos de Pasapoga, el Molino Rojo y otros salones de la vida. Para mí que estos dos pollos son algo así como los biznietos respectivos de Cánovas y Narváez, claro que en otro plan más de diseño y alta tecnología, mucho más superferolíticos y de coche oficial eléctrico y otras progresías geniales de la crisis.
Después de la victoria del Barcelona en Madrid, España ha quedado en buenas manos, aunque muchos recemos con tanto fervor como en una madrugada de difuntos. No me extrañaría que en estos días el Estatut saliera, limpio y fantasmal, de su madriguera en el Alto Tribunal. Eso sí, algo despeinado por las mil y una noches de su abandono.
Antonio Civantos
9 de junio de 2011
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