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10 de junio de 2011

EL PREMIO GORDO

Cada veintidós de diciembre me rebullen los números por dentro. Y lo triste es que siento como un prurito de avaricia que ronronea mientras esos angelitos cantan y las nubes se levantan. Sin embargo, en sus voces hay como un regusto dulce que me sabe a infancia. Hasta el olor del brasero encendido de mis nueve años me llega entre sus trinos. ¡Qué poca rima tiene eso del euro! ¡Qué cacofónico! La peseta era más rumbosa; al menos llenaba la boca de consonantes, la frase siempre era más larga y a los niños cantores les salía la cosa en alejandrinos, como a los poetas franceses. Claro que los dioses de la suerte tienen establecida la costumbre de no premiarme con el Gordo, que a uno los ojos también le arden de avaricia como si fueran de alquitrán caliente. Claro que me consuelo cuando veo a los agraciados saltando y triscando a la puerta de los bares, exhibiendo sus perversas dentaduras de bovino y bebiendo sidra el Gaitero en horribles vasos de plástico blanco. Prefiero permanecer recogido y luminosamente resignado antes que la vulgaridad me golpee en el pecho como una roca malhumorada.
Me pregunto si le habrá tocado la lotería a Rajoy. Es fácil de suponer que, a tenor de la tristeza dolorida de su rostro al salir la otra mañana de Moncloa, la suerte, como a un servidor, le haya vuelto la espalda. Rajoy es el conde de Orgaz en funciones de holandés errante. Zapatero lo tiene de allá para acá al socaire de aparentar cierta normalidad democrática. Rajoy es para el de León una sesión de cine publicitario. Por eso son los suyos caminos en cuesta y ondulados, como aquellas tablas de lavar de las lavanderas antiguas. Rajoy tiene el aspecto de alguien con la barbilla siempre hundida en el hueco de la mano, como tratando de imaginar la trama que le puedan estar orquestando desde la acera de enfrente. Aunque en esa acera, naturalmente, no piensan tanto en él como se imagina. Los pensamientos de la acera de enfrente están ocupados en cómo justificar los fuegos florales de San Sebastián, donde arden los versos igual que si fueran autobuses urbanos iluminando el navajeo de la noche.
Queramos o no, le decía el otro día a un amigo receloso, vivimos recostados en la niebla hermosa y terrible de la política, agazapados bajo un cielo tal vez demasiado crudo, atribulados por la banalidad y transidos en demasía por emociones de vía estrecha. En Europa, hace mucho tiempo que la política ha dejado de ser un arte, como en los tiempos gloriosos, pongo por caso, del victoriano Disraeli, cuando en ocasiones política y dandismo coincidían entre las cretonas de los salones y parlamentos. Entonces, la política y la historia eran como un premio gordo para sus protagonistas, una emoción intelectual para sus espectadores. Ahora la política es un castigo para los cinco sentidos del alma, como una tortura china que viniese cada día a recordarnos el origen barriobajero de nuestra estirpe. Imagínense, el personaje que hoy marca los destinos en España se llama Arnaldo Otegi, elegante discípulo de la escuela francesa de Talleyrand, fino esgrimista en el arte de la canción callejera, una canción de insinuante olor a tristeza, infinitamente pesarosa, como si estuviera cargada de humo de pólvora. Pues bien, amigos míos, este tipo de insolente descaro es nuestro premio gordo de Navidad. Alguna furia ha debido desatarse en el infierno. De cualquier forma, felices fiestas. Sinceramente.

Antonio Civantos

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