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3 de junio de 2011

Cuando el general Josu Ternera, en un gesto de suprema bondad, se avino a saludar a José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno español, supo por la humedad viscosa de sus manos que había ganado la guerra. No en vano, el militar euskaldún había leído en los libros que, históricamente, los socialistas suelen mostrarse bastante magnánimos en materia de rendiciones. A la sazón, recordó cómo en el año treinta y nueve un tal Julián Besteiro se rendía sin condiciones al general Franco. Pero el presidente Zapatero, no tan leído como su oponente, y despistado hasta extremos imposibles, no descubrió el mohín de altanería que se había reflejado en una de las cejas del general vasco.
Naturalmente, después de tomar asiento, llegaron las bandejas con los cafés y la bollería, ya que el protocolo de Moncloa había anunciado que sería mejor distender los ánimos mediante un coffee break, muy al estilo americano en reuniones de negocio. Y tenía mucha razón el astuto asesor. En cuanto los cruasanes empezaron a formar parte de la maquinaria negociadora, las sonrisas de los milicos vascos, blancas y anchas, se abrieron como los nardos a las urgencias de un verano caluroso. Hasta la cara del general Ternera, acostumbrada a los rigores húmedos de los zulos, trató de suavizar su dura mandíbula de aizcolari. Al fin y al cabo, sus gestos castrenses, según se recuerda, ya habían tenido la oportunidad de reblandecerse cuando ocupó la presidencia de la Comisión de Derechos Humanos en el parlamento de Vitoria.
Obviamente, mientras se tomaban el refrigerio, salieron a colación diversos comentarios jocosos acerca de acciones pasadas, tal y como suele ocurrir en cualquier reunión de viejos enemigos. El general Ternera presumía, como un adolescente bravucón, de sus fogosas victorias militares; por ejemplo, en Zaragoza, contra el cuartel de la Guardia Civil, donde se cobró varias vidas entre sus enemigos, sobre todo de mujeres y niños. Zapatero, por su parte, haciendo caso omiso de los consejos que sus asesores le habían dado acerca de la necesaria humildad, contraatacó sin compasión y puso encima de la mesa, no lo que todos temían --el Gal, sin ir más lejos--, sino varias victorias suyas conseguidas en el tablero de un peligroso parchís, una Nochebuena, sobre el cuitado de Pepiño Blanco, quien estaba en Moncloa adornando el árbol de Navidad y otros belenes. Como es natural, el general Ternera, quedó algo tocado en su orgullo, así que tomó otro cruasán, iba ya por el tercero, lo mojó en el café, iba ya por el cuarto, y de un mordisco de rabia y de celos a poco se muerde la mano de apretar el gatillo.
Sin embargo, no se arredró el euskaldún, ya que en una jugada maestra de su memoria, y poniendo de golpe la pistola sobre la mesa, recordó a Zapatero todos los muertos socialistas que él había ordenado matar, con un par de cojones, como apostilló al final de su glorioso relato. Pero el presidente del Gobierno español no se dio por aludido, y en un gesto de suma inteligencia, desvió el rumbo morboso que habían tomado las cosas hacia otros parajes menos elocuentes. En realidad, tuvo el acierto de pasar a enumerar las virtudes luchadoras del pueblo vasco, insistiendo una y otra vez sobre el magnífico talante de sus generales, concretamente sobre el de su comandante en jefe, allí presente, que no tuvo otra opción que ponerse colorado ante tanta lisonja. De modo que cuando llegaron al grueso del asunto, dos horas después, antes de que sirvieran el aperitivo, la rendición del Gobierno español ya era un hecho consumado, lo mismo que cuando Julián Besteiro entregó la plaza y todos sus moradores al general Franco. La historia gloriosa del socialismo español se repetía a bombo y platillo. Fue digno de ver cómo el general Josu Ternera, montado en coche oficial y entre una escolta motorizada –no encontraron la escolta mora de Franco—, salía disparado hacia el aeropuerto de Barajas. Según dicen, quería llegar a tiempo para correr los toros en San Fermín. Ya como jefe supremo de la chupinada y demás espárragos de la región. Cojonudos les llaman.


Antonio Civantos

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