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5 de junio de 2011

DESGRACIAS

Confesemos la existencia del mal sin añadir a las desgracias de la vida la absurda complacencia de negarlas, aconsejaba Voltaire. Cada pueblo tiene su desgracia particular. Por ejemplo, Japón convive con sus temblores de tierra, Rusia ha de soportar la cara gélida del sinvergüenza de Putin y los españoles llevamos décadas bajo la bota militar de la Eta. No obstante, la desgracia es un elemento constitutivo de la condición humana. Vivimos en un universo moral, es decir, vivimos a la sombra de los imperios del bien y del mal. Y uno tiene la sensación de que somos incapaces de resignarnos a los vaivenes de esta suerte. Para los españoles, Eta se ha convertido, durante los últimos cuarenta años, en su mal particular, en la maldad personificada. Claro que la sociedad española, al igual que todas las sociedades modernas, se ha empeñado en instalarse de pleno derecho en la felicidad, luchando a brazo partido contra cualquier atisbo de sufrimiento. Desde la Ilustración, el hombre no tiene otro desiderátum que instaurar la felicidad sobre la Tierra. Sin embargo, los males no dejan de resurgir y multiplicarse a medida que los acorralamos, al igual que la famosa hidra mitológica, y, si ustedes se han dado cuenta, la Eta es semejante a este monstruo, pues siempre resucita y recupera sus miembros amputados, recibiendo in extremis el oxígeno salvífico que necesita. Tan sólo le basta con establecer una de sus treguas para resurgir de los rescoldos como el Ave Fénix, pletórica e inmaculada. Desgraciadamente, también las negociaciones con los distintos gobiernos españoles han sido y serán su principal fuente de energía vital. Cualquier crisis de identidad, los etarras la curan sentándose frente a la ingenuidad del político de turno. Ellos saben en el fondo que su final sólo sería posible si fueran condenados a un total y absoluto aislamiento. Claro que ha de tratarse primero de un aislamiento mental, para después proceder a un aislamiento mediático, político, económico y social. A estos asesinos hay que tratarlos como a cualquier delincuente vulgar, pues en cuanto los elevamos de categoría se pegan a nuestra piel como viscosas sanguijuelas. Y a pesar del horror y el espanto, mientras cultivamos una insensibilidad indispensable para el equilibrio, hemos de vivir y prosperar. En realidad, sólo podemos ser felices a pesar de algo.


Antonio Civantos

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