CRISTINITA ME QUIERE GOBERNAR
A mí esta chica es que me abrasa la metalería, como si con esos bembos de criolla tratara de humedecerme el desaliento de la edad. Cristinita Fernández de Kirchner ha venido a España para animar el velatorio de mis entretelas, lo mismo que Evita Perón llegó para que mi abuelo se repusiera de sus melancolías saturninas. Mi padre, en cambio, era demasiado franquista para que María Estela le soliviantara el ánimo, y creo que prefería a Celia Gámez para sus silenciosos intentos de vida descolgada. Mi padre le guardaba la honra a Perón por aquello de habernos vendido los chuletones de ternera a precio de caviar iraní.
De cualquier manera, resulta de una evidencia incontestable el temblor que las mujeres argentinas causan entre los hombres de mi familia. Llegan Cristinita y su marido, éste con su cara joven de alegre silbido, y empiezo a sentir como una zozobra interfemural de abrótano macho. Sobre todo cuando ella despega su dulce boquita de labios tan acuosos como un paisaje de Turner, una boquita desatada de furia y como bañada por la estadística de sus inevitables generosidades.
Cristinita es dulce, tanto como un tocinillo de cielo, hasta para pedir heroicamente la soberanía de la Malvinas. Si uno fuera inglés y además fuera Cameron, se la concedería a cambio del cordón de su corpiño, mi niño, que no lo puedo aguantar. Cristinita ha abierto su boquita pintada de sol caluroso para defender y reivindicar la memoria histórica del juez Garzón, gran cazador de faisanes, corzos jienenses y, sobre todo, gran protector de la madre de Usabiaga, imposibilitada desde el parto de su chico, que en vez de cordón umbilical trajo enrollado al cuello una cartuchera de nueve milímetros parabellum. Pero Cristinita no tiene por qué saberlo ni glosar la actualidad española más allá de la revista Hola ni, tampoco, hacer gala de unos conocimientos jurídicos que le arañarían el cutis como ortigas de muy mal gusto.
A Cristinita hay que juzgarla en su traje de lamé y subida sobre sus Jimmy Choo y dejar que hable de sus ruinas políticas como si contara una última partida de “brigde” con Imelda Marcos y la tricotosa señora de Evo Morales, última adquisición femenina del salón parisino de madame Verdurin, entre visillos de encajes y los desmayos de la duquesa de Guermantes. Desde luego, uno estaría dispuesto a entregarle el corralito si ella así lo exigiera. No sería la primera vez que me desfondase una cocotte argentina. Ni tampoco la última.
Antonio Civantos
4 de junio de 2011
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