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9 de junio de 2011

EL IMPERIO DE LO EFÍMERO

Uno no entiende mucho de economías. Me gustaría poseer para ustedes una elocuencia de cátedra salmantina como bálsamo para estos momentos de incertidumbre. Tan sólo les puedo decir que, como piensa la inmensa mayoría de los mortales, ha sido el resplandor espectral del dinero quien ha provocado la debacle financiera que ahora padecemos. Sin embargo, lejos de mi propósito una caída en el abismo fácil de las moralizaciones. Pero hasta el yonqui de Burroughs, tan lejos de cualquier moralidad frailuna, decía que el dinero se convierte en una triste pasión cuando suplanta a todas las demás. ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra apasionada embriaguez? Tal vez nuestro pecado de nuevos ricos haya sido confundir el lujo con la felicidad. Para Pascal Bruckner, inteligente y exitoso filósofo francés, el lujo consiste en disfrutar de todo lo que escasea: el silencio, la meditación, la lentitud recobrada, la ociosidad estudiosa… Sin embargo, no creo que estos supuestos sean los manejados por la asociación de consumidores anónimos. Las señoras no van al Corte Inglés en busca de silencio y meditación, aunque bien mirado es posible que el viajero de autopista sí recobre cada fin de semana la lentitud perdida. Antiguamente, se consideraba un axioma que sólo la aristocracia, más tarde también la alta burguesía, tuviera acceso al lujo. En la actualidad, cualquier asalariado tiene derecho a ostentar los emblemas más resplandecientes de la majestad. Y esa majestad, amigos míos, no es otra cosa que el consumo indiscriminado. De ahí la cantidad de hipotecas basura generadas por la banca americana en una orgía de codicia y derroche sin precedentes. Pero lo más terrible y descorazonador es que la bancarrota haya provocado que el mundo ya no sea feliz. A decir verdad, la infelicidad se ha apoderado de todo lo que no sea consumo. Una crisis como la que vivimos será para algunos lo más parecido al fin del mundo, el mismísimo Apocalipsis de san Juan, una verdadera catástrofe ecológica, mucho más grave que cualquier cambio climático de tres al cuarto. El único consuelo es que las desgracias siempre son un elemento generador de derechos humanos. No me extrañaría que Zapatero, además de inventar en Washington la socialdemocracia, propusiera que se añada el lujo del consumo a la lista de los Derechos Humanos. Claro que, por el contrario, uno desconfiaría de todo aquel que pregonase su desprecio por el Becerro de Oro. Decía Séneca que habría que clasificar el dinero entre las cosas preferibles. Porque, en realidad, el dinero es eso que casi nadie tiene. Estos últimos años no hemos sido colmados por el tintineo de la bolsa, dinero contante y sonante, sino por la excesiva facilidad de endeudamiento. Quiero decir que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y ese espejismo de riqueza y poderío se ha desvanecido en el aire como aquel día se desvaneció, premonitoriamente, la brillante esbeltez de las Torres Gemelas. Ahora, un silencio sepulcral bordea el lujo diamantino de las villas hipotecadas. Ya se pudren los besos de la aventura.

Antonio Civantos

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