A CÉSAR GONZÁLEZ-RUANO
La primera chica que te gustó se llamaba Margot. Nada de extrañar porque se trataba de una chica rubia, como nibelunga, de mucho estilo, esbelta, delgada y de piel traslúcida. Aunque es posible que también te atrajese por lo desgarrado del nombre. Margot no es nombre para una niña de doce años, sino para una mujer con todo un pasado sobre sus encajes. A ti siempre te atrajo lo misterioso de las mujeres, su parte más oscura, y ese nombre, Margot, ya te sonaba a pecado. Tu alma empezaba instintivamente a acunar a Baudelaire sin conocer siquiera su existencia. La niña era prima de los Lemonier y la conociste una tarde en el Retiro. Tú ibas con un chico que se llamaba Luis. A Luis le admirabas porque era algo mayor que tú y daba más el tipo de hombre. Y enseguida te diste cuenta de que Margot inclinaba sus preferencias hacia él. Pero ocurrió algo inesperado. Tal vez no fueses consciente de ello, pero te gustaba verlos juntos y, en la soledad de tu cuarto, imaginabas los galanteos de tu amigo y la risa enamorada de ella. Te sentías feliz en el sufrimiento de verles felices. Mucho más que si hubieses sido tú el elegido.
Te excusas escribiendo que la chica no te hizo caso porque no sabías coquetear en hombre, una de esas rúbricas tuyas tan literarias que te dieron la fama de estilista, pero que se alejaba de la verdad como la luz se aleja de los astros. En realidad, descubriste para tu sorpresa que sentías un enorme placer en el sufrimiento amoroso. De manera que aquel primer desdén femenino del que fuiste objeto te abrió el sentimiento hacia los goces de la inmolación. Disfrutabas abiertamente contemplando la felicidad de tu hembra en brazos de otro hombre. A decir verdad, pudiste comprobar la rareza que te acechaba cuando te enamoraste de otra niña, Cristina, una chica de ojos prometedores, como tú mismo la describiste. Al principio, la perseguías obsesivamente por los lugares que ella solía frecuentar, pero aquel amor dejó de tener sentido para ti en el momento en que ella empezó a corresponderte. Cristina no te garantizaba el sufrimiento necesario para tu goce y felicidad. No te valía como novia. Echabas de menos a Margot. A los doce años, querido maestro, comenzaba tu extraña vida amorosa. Una extrañeza que nadie debe juzgar mediante los cánones de la moralidad, si no por cualquier otro código inventado o por inventar. Todo lo contrario. Tu vida amorosa es la leyenda que cualquier dandy quisiera para él. Aquel extraño comportamiento ante el desamor de la ingrata niña Margot es, sin duda, el primer síntoma inequívoco de tu alma de dandy. Comenzaba la leyenda.
Antonio Civantos
10 de junio de 2011
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario