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10 de junio de 2011

EL PRECIO DE LA INMORTALIDAD

La vida exige un tiempo de reciclaje, un descanso para que las piezas desajustadas por culpa del albur callejero encajen unas sobre otras, como en uno de esos puzzles imposibles. El mes de agosto, por ejemplo, debería servir como oasis de introspección, como aquellos retiros espirituales de otro tiempo, un periodo para ponerse en paz consigo mismo, para tratar de comprender aquello que posiblemente supere nuestra capacidad de raciocinio.
Sin embargo, el mundo sigue girando como si tal cosa. Y los acontecimientos se amontonan en nuestro ánimo como si éste fuera el estercolero del alma. Soldados y civiles siguen muriendo en Irak y Afganistán; los etarras continúan su juego de pelota vasca, como diría el aristócrata De Juana; en la carretera, hay cada día una sucesión de difuntos y, para colmo, este terrible accidente de aviación en Barajas. ¿Es que no tenemos suficiente con la muerte natural?
Esta sociedad nuestra, que no desea morir de ninguna manera, que aumenta cada década su esperanza de vida, que trata de desentrañar los misterios de la materia para conseguir la inmortalidad, parece como si hubiese establecido un pacto secreto con la propia Muerte. Un pacto que fija el precio de una existencia larga y sin sufrimiento. Un pacto por el que, a cambio de una vida sin fin, estaríamos obligados a entregarle en sacrificio un cierto número de almas en buen estado.
Desde luego, la sociedad moderna está más que capacitada y dispuesta para entrar en esta clase de tratos: coches rápidos y potentes; armas nucleares a medida de cualquier mano insensata; aviones de hojalata y susceptibles, por tanto, de despanzurrarse sobre la pista de despegue; conflictos bélicos en zonas idóneas para llenar los bolsillos de los fabricantes de armas; terroristas de cualquier ideología en busca de un paraíso lleno de huríes, aizcolaris y dulzainas. Quiero decir que esta civilización es la idónea para llegar a un acuerdo equitativo con la Muerte: una larga vida para miles de millones de afortunados a cambio de la de unos pocos miles de infelices. Desde luego, el pacto no podría ser más ventajoso para ambas partes. El problema, claro está, radicaría en la trascendental elección de los chivos expiatorios. ¿Quién formaría parte de este jurado en España? Sírvanse ustedes los nombres que quieran. A discreción.

Antonio Civantos

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