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30 de abril de 2013

EL ESPEJO SECRETO DEL CONDE


Miguel Sánchez lo descubrió una mañana que limpiaba una mancha de grasa en la moqueta del despacho, pero como la mancha estaba detrás de uno de los sofás del fondo y Miguel se encontraba agachado, el señor conde no advirtió su presencia al entrar. Miguel Sánchez no daba crédito a lo que veían sus ojos. Una pequeña parte de la librería, esa librería que estaba detrás de la gran mesa y que él había limpiado tantas veces, libro por libro, anaquel por anaquel, se convirtió en una puerta giratoria apretando el botón de un simple mando a distancia, aunque el aristócrata pronunciara al mismo tiempo el famoso conjuro de Alí Babá. Como la librería, después de haber devorado a su dueño en cuerpo y alma, recuperó su posición ordinaria, Miguel Sánchez, con la palidez del testigo de una experiencia sobrenatural, recogió sus aperos de limpieza y volvió a sus quehaceres habituales de sirviente abnegado y fiel. Fiel porque jamás comentó con el resto del servicio ni con nadie lo que había descubierto aquella mañana.
         Sin embargo, todo se complicó cuando, al cabo de unos meses, después de buscarlo por toda la casa, una mansión campestre de cuarenta habitaciones del siglo XIX, durante tres días y tres noches, implicándose la Guardia Civil en un rastreo exhaustivo de las fincas de alrededor, el señor conde dejó de dar señales tanto de vivo como de muerto. Naturalmente, Miguel Sánchez, desde el primer momento del rastreo, sopesó la elevada probabilidad de que el perdido estuviera tras la librería del despacho; sin embargo, su instinto le decía una y otra vez que ni bajo tortura debería revelar semejante secreto. Y no fue hasta el final del tercer día de búsqueda, rendidos y resignados los sabuesos, cuando a Miguel Sánchez se le ocurrió levantarse de madrugada y efectuar su propia batida por donde él pensaba que podía estar el desaparecido. Lo malo fue que no encontró el mando a distancia, suponiendo enseguida que el conde lo tendría consigo detrás de la librería, pero un alarde inusual de inteligencia lo llevó a probar con el mando a distancia del garaje. Milagrosamente, la librería volvió a convertirse en puerta giratoria, incluso sin pronunciar las palabras mágicas de Alí Babá.
         Miguel Sánchez encontró al otro lado una pequeña habitación con una butaca en el centro, un mueble bar, una pequeña mesa y un enorme espejo cubriendo una de las paredes. Al principio todo estaba muy oscuro, tanto que se tropezó con el cuerpo del señor conde, que yacía cadáver en el suelo, al lado de la butaca y con el mando a distancia en la mano derecha. Había un vaso lleno de güisqui encima de la mesita. Miguel Sánchez se puso muy nervioso, no sabía qué hacer, sólo se le ocurrió arrastrar el cadáver hasta el despacho y pensó que lo mejor sería dejarlo detrás del sofá, justo en el lugar donde él había limpiado la mancha de grasa. Luego cerró la puerta secreta y se fue a dormir.
         Un par de meses después del entierro del señor conde, la casa recuperó la normalidad y la señora condesa comenzó a recibir invitados como de costumbre. Pero la intriga devoraba por dentro al sirviente, pasándose noches enteras tratando de hallar una razón de utilidad a la existencia de aquella habitación tras la librería. Casualmente, Miguel Sánchez intuyó la verdad del enigma al ver en una película de policías que ese espejo que suele haber colgado en la salas de interrogatorios de las comisarías ha sido hábilmente trucado. Aquella noche volvió al despacho del conde y volvió a entrar en la habitación secreta. ¿Cómo no se dio cuenta la primera vez que estuvo en ese cuarto? Seguramente por culpa de la voracidad de aquellos nervios que le entraron al tropezarse con el muerto. Pues bien, el espejo, tal y como él había supuesto, permitía una visión panorámica de uno de los dormitorios de invitados, justo el que asignaban a la joven y bellísima marquesa de San Cipriano, amante de la señora condesa, cada vez que se alojaba en la casa. Así que se convirtió en un asiduo e incansable espectador de aquella visión erótica cada vez que la marquesa visitaba a su amiga la condesa, añadiendo a sus quehaceres domésticos la tarea de sustituir al difunto señor conde en sus vicios más aristocráticos. En el fondo, el sirviente estaba seguro de que su actitud bien podría ser el comienzo de otra Revolución Francesa. Y es que no hay mejor estrategia revolucionaria que conocer a fondo los vicios de tu enemigo. Al menos, así pensaba Miguel.  

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