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7 de noviembre de 2013

DON ANDRÉS Y DOÑA PAQUI



Yo es que esa mañana, mi general, andaba jugando con mis coches de pila. Era verano y el sol, terriblemente enfadado, entraba por la ventana del cuarto de estar. No creo que el reloj de San Martín ya hubiera dado las diez. Yo, como digo, estaba echado en el suelo, tratando de que los coches rodaran por una carretera imaginaria, ordenadamente, como si uno fuera guardia de tráfico y llevara un casco blanco como el de los guardias que había visto en Madrid, una vez que mi padre me llevó. Acababa de desayunar y lo suyo, como estaba de vacaciones, era jugar a pleno rendimiento con lo que fuese, y mucho más si yo no había cumplido aún los siete años. Quiero decir que estaba en la edad de jugar y en el tiempo dispuesto para los juegos, pero a mi madre no le parecía que eso fuera rentable ni sensato para el día de mañana. 
Así que mamá se presentó en casa de yeya, ya sabes, mi general, cómo se las gastaba cuando pensaba que alguien estaba perdiendo el tiempo, y yo, para ella, jugando con mis coches, perdía un tiempo sagrado y vital para ordenar un futuro brillante y de mucho porvenir; y sí, allí se presentó ella, vaya sorpresa, y, cuando me vio tirado en el suelo y en pleno juego, me levantó de un tirón, y de la mano y a toda velocidad me sacó de casa de yeya, joder, mamá, esas no son maneras, porque tampoco ella, no creas, se dignó decirme qué pasaba y a qué venían esas formas y, ni mucho menos, soltó prenda sobre adónde demonios me llevaba. No quiero pensar en cómo se le quedaría la cara a yeya, pobrecilla, viendo esas fórmulas empleadas para sacarme de su casa, sin darle siquiera una explicación convincente, ¡imagínate!, con la manía que gastaban entre ellas. 
Pero el caso fue que por el camino a mí no me llegaba la onda de adónde carajo me llevaba, porque yo más que nada intuía que mamá, por el gesto de determinación que llevaba en la cara, me arrastraba, maldita sea, a alguna parte que no me iba a gustar. O sea que atravesamos la plaza y tiramos por el Arco de Sillerías abajo. Al principio, pensé que entraríamos en la tienda de Conrado para comprar algún comestible, salchichón, chorizo, queso y esas golosinas maravillosas que solían adquirirse allí, pero mi gozo en un pozo porque pasamos de largo por la puerta de Conrado y por todas las puertas de la calle Sillerías y también se me ocurrió que tal vez entraríamos en la carnicería de Pepe Mateos, junto al bar La Parra, pero volvimos a pasar de largo y lo que me resultó verdaderamente extraño fue que subiéramos la cuesta del Altozano, ¡maldita sea!, pero si yo por allí no había ido jamás, ya que se trataba para mí de un territorio inexplorado, una parte de Trujillo que desconocía por completo. Me refiero a que mi amigo Tete y yo habíamos curioseado por otras zonas del pueblo, por la Villa o el Molinillo, sin ir más lejos, incluso una vez nos adentramos en las profundidades misteriosas de la plazuela de Guadalupe, pero por arriba del Altozano aún no se nos había ocurrido asomar las narices. 
Joder, mi general, no sabes lo extraño que me resultó cuando mamá llamó a la puerta de una casa, después de subir las escaleras anchas del Altozano, caladas de yerbajos y como granujientas de chinatos y rollos desencajados por los siglos. ¿De quién demonios será esta casa?, me pregunté, pero no te puedes imaginar el campanilleo de piernas que me entró cuando supe que aquello era una escuela, academia, colegio o similar que mamá había encontrado para tenerme entretenido durante el verano, maldita sea, hermano, cómo es posible que una madre pueda perpetrar semejante castigo a su hijo, joder, porque a ti, mi general, no te llevó a ninguna parte, no te quejes, pero como yo era el mayor, pues eso, me buscó una ocupación de provecho para que no me acostumbrara al vagueo congénito del pueblo, ya sabes, el pueblo con más señoritos por metro cuadrado del planeta, al menos eso decía ella, tú la conocías muy bien. 
Sin embargo, aquella escuela o lo que fuese me pareció de lo más extraño. En primer lugar porque la clase se daba al aire libre, los pupitres estaban repartidos debajo de las parras y no en fila y en formación de columnas de a dos ni de tres como en las Carmelitas, nada de eso, sino a la buena de Dios, allí donde había sombra y como debajo de unos arcos encalados, joder, mi general, una cosa muy rara y como que no. Además, en esa escuela había dos profesores que daban clase al mismo tiempo. ¡Vaya lío! Se trataba de un matrimonio de mediana edad: él se llamaba don Andrés y ella doña Paqui, y, como digo, daban lección al unísono: él a los mayores y ella a los pequeños. 
A mí, claro está, me tocó con doña Paqui, teñida de rubia platino, y como con el pelo rizado en escarola y los labios, bembones, pintados de un rojo rabioso. También las uñas las tenía pintadas del mismo rojo y largas como garras de tigresa de vodevil. Cuando la miraba, yo no hacía otra cosa que acordarme de la hermana María, con su toca de monja y el hábito negro y la cara recién lavada y las uñas cortas y blancas al natural, y ahora tenía delante a aquella señora tan abigarrada por cualquier sitio que la mirases, qué diferencia, mi general, me refiero a que en apenas dos semanas la vida pasó del blanco y negro al technicolor. 
Pero luego la señora, doña Paqui, era buena gente, ya lo creo, pero muy distinta a la monja, sobre todo por la forma en que nos enseñaba la caligrafía, porque si la hermana María nos exigía una letra redondita y vertical, ella nos hacía escribir picudo y con la letra inclinada hacia delante. Porque al ver la letra que yo traía de las Carmelitas, doña Paqui me dijo que así, en efecto, era cómo escribían las niñas de las monjas y que la caligrafía de los tipos duros como yo tenía que ser esforzadamente viril, es decir, picuda e inclinada en el sentido de la escritura, todo lo contrario a la letra de la verdadera mujer, que por supuesto también ha de ser picuda, pero echada hacia atrás, que es lo suyo. Yo creo que lo que doña Paqui me quiso decir es que con esa letra monjil que uno lucía, pues eso, que denotaba cierta tendencia hacia tierra de nadie y que era una letra algo así como de medio sarasate y tenía que cambiarla a toda prisa y para mí que tenía razón. 
Cuando con el tiempo pasé a la jurisdicción de don Andrés, la cosa fue a peor y dejó de gustarme el ambiente y también eso de escribir los apuntes en libretas rayadas de contable con tapas duras, jaspeadas en verde y en negro y el marchamo, blanco y rotulado, pegado entre el debe y el haber. Y es que a mí me daba miedo don Andrés, maldita sea, y no es que en el fondo fuera malo, tampoco era un santo, pero ya de por sí tenía él una cara violenta, lo mismo que la voz, y me daba la impresión de que siempre estaba dispuesto a varearte a poco que te movieras. Quiero decir que cuando te tomaba la lección ya llevaba él la regla en orden de batalla y, en cuanto dudabas, te decía, pon la mano y, ¡zas!, estallaban los metatarsos y todas las falanges, cojones, mi general, que ese tío era un jodido pegón, lo que yo te diga, y no veas cómo restallaban las hostias en el aire cuando se encelaba con una pobre mano extendida, y ay de ti si la retirabas, un verdadero animal diplomado, que hasta con las niñas se atrevía a dejarles los deditos anestesiados, esos deditos que con el tiempo serían hábiles y pecadores, si no se sabían los ríos, los afluentes, las cordilleras, los montes y todo ese arsenal geográfico que ahora nos sirve para ir de excursión con la suegra, el Gordini y la cesta con los filetes rusos. Cuando salí de esa escuela, maldita sea, le retiré el saludo a don Andrés, por bestia parda, y no volví a hablarlo nunca más, y luego en la calle, nada más que por esas, le giraba la cara cada vez que nos cruzábamos y como si tal cosa. Con un par.                     


              
      



      

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