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20 de noviembre de 2013

DIARIO



Lunes, 18 de noviembre del 2013

Después de dormir la siesta he subido a la Fnac para hacerme con un par de libros. Me refiero al de Cabrera Infante, “Mapa dibujado por un espía”, y al de Tom Wolfe: “Bloody Miami”. Lo mejor que se puede decir de estos dos escritores es que son, en mi opinión, dos escritores con estilo. Quiero decir que ambos esculpen, cada uno a su manera, la argamasa idiomática que utilizan. Escribir bien no significa una fidelidad a ultranza a la sintaxis oficial que imponen los cabrones de la Academia, ya que de vez en cuando hay que tomarse alguna licencia con los verbos, los adjetivos y también, por qué no, con la puntuación que a veces tanto complica la frase. Recuerden, un suponer, aquel “Oficio de tinieblas, 5” de don Camilo, donde el académico se cisca a conciencia sobre los sacramentos de la sintaxis y su corte de los milagros.

En España, hoy día, después de la muerte del maestro Umbral, hay muy pocos escritores vivos con estilo. Entre ellos, uno destacaría, por ejemplo, a Raúl del Pozo, Antonio Lucas, Carmen Rigalt, David Gistau y Orfeo Suárez en lo que se refiere al género periodístico. Claro que en cuanto a la novela me basta y me sobra con Juan Marsé. Siempre desde mi punto de vista, faltaría más. Una pena que este magnífico escritor catalán no escriba más deprisa y en abundancia, pero ya sabemos de toda la vida que su trazado es lento y así lo prefiere él, que para eso es el que manda y a los demás que nos vayan dando si es el caso.
En cuanto al estilo, en Hispanoamérica no hay ninguno que vuele a la altura de García Márquez, desgraciadamente hoy entre las garras del Alzéimer o como quiera que se escriba este palabrón del demonio. Naturalmente, Vargas Llosa, en su defecto, parece que en la actualidad es el mejor escritor en activo de todos los americanos que escriben en español. Y, en general, desde mi punto de vista, siempre han sido mejores escritores los del otro lado que nosotros los españoles, por lo menos en lo que se refiere a lo que es manejar el idioma, moldearlo, que no es lo mismo que darle por el culo, como hacen algunos de nuestros periodistas televisivos y algunos de la prensa escrita.
Por ejemplo, sería muy difícil superar en las formas a un tipo como Guillermo Cabrera Infante, del que procuro leer todo lo que ha escrito, como el nuevo libro que de manera póstuma acaba de publicar su viuda. ¡Ay, las viudas! Una lástima que al pobre Guillermo se lo cepillaran mediante una puñalada de negligencia médica en un hospital londinense.
         “La Habana para un infante difunto”, sin ir más lejos, ha sido mi libro de cabecera durante mucho tiempo. Incluso ahora mismo siento nostalgia de su lectura y estoy tentado de devolverle, qué carajo, el sitio que se merece en mi vida de lector durmiente y medio en vela. Por lo menos, hoy sin falta volveré a leer esa página en que el Infante describe una fellatio al ritmo tropical de una mecedora. Se lo juro, una auténtica pieza literaria.

También he tenido sobre la mesilla de noche, creo que lo habré leído como media docena de veces, “El otoño del patriarca”, de don Gabriel García Márquez, con quien coincidí una vez en un famoso restaurante de la Cava Baja de Madrid. El escritor estaba en la mesa de al lado, con su señora, pero no me atreví a saludarlo por ese prurito de timidez que siempre me sale delante de los héroes. Pero me hizo gracia verlo mojar el pan en el vino. Mojaba y se zampaba el pan, volvía a mojar y volvía zamparse el pan. Desde entonces, un servidor hace lo mismo por ver más que nada si se trata casualmente del secreto masónico del estilo, pero resulta que no, que la cosa no tiene el origen ni en el pan ni en el vino ni en la mojada, sino que debe ser industria de duendes, meigas, elfos, gibelinos y criaturas así, es decir, misteriosas y como con ganas de enredar, ya que son ellas las que al parecer deciden a qué escritor conceden el beneficio del estilo, y también por desgracia a cuál le hacen escribir como un puto chupatintas ministerial o igual que ese tipo que redacta el Boletín Oficial del Estado, que incluso para Flaubert según dicen era fuente de inspiración.

Por cierto, me han llegado noticias de que a Lorenzo Silva, que es un chico muy arregladito, lo van a colocar en el BOE algo así como en plan redactor jefe para que el ejercicio le sirva de entrenamiento antes de optar al Premio Cervantes y otras posibles dignidades de su talla y mérito; y también me han dicho, a saber si es cierto, que a ultranza lo quieren consagrar, por la cosa de la cultura eurozonal, como el nuevo Flaubert de Carabanchel y su red de autopistas y ya verán ustedes como sí. Qué se apuestan.



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