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18 de junio de 2013

EN LA SALA DE ESPERA



I

Allí estaba yo, en aquella sala de espera iluminada con luces pálidas de neón, sentado en uno de esos asientos medio de plástico y de color azul que tanto abundan en los hospitales. En verdad no hacía otra cosa que preguntarme  por qué carajo estaba yo en aquel lugar, esperando a que me dieran noticias de una tía a quien no conocía de nada. Sólo sabía que se llamaba Oriana, y para mí que no tenía derecho alguno a llevar un nombre tan literario. Pues bien, a Oriana la conocí aquel mismo sábado, a las doce de la noche, en mi casa, por mediación de un amigo de la infancia, Tino Galarza, que estaba de paso por Madrid. El muy cabronazo me pidió prestada una habitación para acostarse con ella. Me dijo que no quería dejar rastro de sus pecados ni en el hotel ni en alguna otra parte.  
Cuando llamó, yo estaba en la cama, dormido como un niño, ya que pensaba levantarme temprano para seguir escribiendo la novela que llevaba entre manos y estaba a punto de terminar. Como digo, era sábado por la noche, en pleno mes de julio, y tanto el calor como el bullicio de la calle se colaban en todo su esplendor por la ventana abierta de mi cuarto. Aún así me dormí enseguida. Quiero decir que Tino tuvo que emplearse a fondo con el timbre de la puerta para despertarme. Entonces fue cuando me la presentó. Se llama Oriana, me dijo, ya sabes, igual que la duquesa de Guermantes. No recuerdo si la miré detenidamente o mis pupilas se conformaron con una pasada rápida, tanto de arriba abajo como de izquierda a derecha. En realidad, sólo recuerdo que la chica era morena y estaba demasiado delgada, tenía los pómulos excesivamente prominentes y unos ojos tan grandes como dos lunas marrones. La verdad es que me impresionó su mirada, una mirada realmente perdida, a pesar de que emitía un brillo de lo más inquietante. Para mí que estaba borracha o tan colgada de marihuana como toda la generación beat después de una noche en cualquier garito del Village. 
Les dije que prepararía café y que luego podrían ocupar la habitación de invitados. Sin embargo, ni se tomaron el café, ni me dieron las gracias ni siquiera las buenas noches cuando tras ellos cerré la puerta de su cuarto. Pero lo que no les perdoné fue que me desvelaran el sueño que tan bien cogido tenía de antes. Tuve que encender de nuevo el flexo de la mesilla y seguir con el libro que leía en aquel momento: “Tratado sobre la tolerancia”, del amigo Voltaire. Creo que logré dormirme después de una hora, justo al principio de la carta que escribe Donat Calas a su madre. ¿O fue al final? Cualquiera sabe. 
No obstante, a las dos horas volví a despertarme por culpa de unos gritos de mujer, que al principio identifiqué como de alguna muchacha que a cuchilladas estuvieran matando en la calle. Sin embargo, no era precisamente de la calle de donde procedían los gritos, sino de mi propia casa. ¡Joder, venían del cuarto de invitados! La verdad es que me sobresalté tanto que el corazón estuvo a punto de dar el último latido después de unas palpitaciones tal vez demasiado irregulares. Casi me quedé muerto allí mismo. Tuvo que transcurrir al menos un minuto para sosegarme primero y después para que me diera cuenta de lo que en realidad sucedía. Maldita sea, ese cabrón de Tino se la estaba follando y la tía gemía y gritaba como si estuviera pariendo gemelos. Y eso que Tino es un tío bajito y feo y con el pelo medio rojizo y un poco gris. En el colegio, los chicos se reían de él por culpa de unas orejas tan de soplillos y grandes como las de un elefante africano. Además, Tino ya era cuarentón y debía de ser al menos como unos veinte años mayor que ella. Para mí que a la chica la tuvo que comprar mediante un regalo demasiado valioso. Me dije que al menos de momento la estaba haciendo cantar de lo lindo. Así que me puse la almohada sobre la cabeza y traté de dormir de nuevo, pero aquel sonido de rata herida se me colaba por el agujero del oído, directo hasta lo más recóndito del cerebro, corroyendo todo lo que encontraba a su paso. Así que volví a leer el libro de Voltaire, y creo que esta vez llegué hasta el capítulo en que trata de las consecuencias del suplicio de Jean Calas. Claro que para suplicios el que yo padecía en aquel momento.


II
Había como una veintena de personas en la sala de espera del hospital. Todas me parecieron de lo más saludables, tan sólo advertí como un conato de inquietud reflejado en la cara de cualquiera de ellas. De la misma manera debió parecerles mi aspecto, si bien estoy seguro de que era el único allí presente cuya preocupación nada tenía que ver con la de algún accidentado o enfermo que hubieran ingresado. Lo que en realidad me preocupaba, si la sinceridad es obligada en este caso, fue que todo aquel embrollo pudiera afectarme judicialmente. A decir verdad, yo ya tenía memorizada la declaración en caso de que la policía me interrogara al respecto. Como es natural, estaba decidido a denunciar a ese mal nacido de Tino Galarza, sobre todo para que empezara a saber, por primera vez en su vida, que todas las acciones tienen un precio y, tarde o temprano, hay que pagarlo. 
Nunca olvidaré lo ocurrido aquella noche en mi casa. Quién podría borrar de la memoria una cosa tan triste. Porque lo más grave empezó cuando, después de haberme quedado dormido por segunda vez, sentí unos golpes en el hombro. Era Tino que trataba de despertarme. El reloj marcaba las cinco de la mañana. Me dijo que Oriana se había puesto muy enferma y que tenía que ayudarlo. Sospeché que decía la verdad cuando advertí que a Tino le castañeaban los dientes. Así que me levanté a toda prisa y salí corriendo hacia el cuarto de invitados. 
A pesar de la penumbra pude distinguir el cuerpo desnudo de la chica tirado sobre la cama. Encendí la luz. Aquella desdichada era tan delgada que su torso parecía el enrejado de una jaula de colibrí. Tenía los ojos abiertos, pero el brillo de antes había desaparecido. Sólo encontré en ellos el vacío estéril de los que van a morir. No me extrañó, por tanto, ver una jeringuilla intradérmica y una goma gruesa reposando plácidamente sobre la mesilla de noche. Enseguida supe cuál había sido el regalo de Tino y cuál el precio de la chica. Le tomé el pulso y comprobé que su corazón aún latía, muy débil y parsimonioso, pero aún latía, como aferrándose al último cabo que le lanzaba la vida. Naturalmente, lo primero que se me ocurrió fue avisar a los del SAMUR, que en quince minutos llegaron para llevársela.  Sin embargo, aquel hijo de puta de Tino se largó con viento fresco antes de que llegara la ambulancia. Me dijo que no le convenía verse mezclado en una cosa así y salió a toda velocidad de mi casa, como alma que lleva el diablo. Y es que Tino siempre fue así de cobarde, desde que era un niño. Además es rico de nacimiento y, por una educación equivocada que le dieron sus padres, nunca supo el significado de la palabra responsabilidad. Más de uno pensamos que Tino ha venido a este mundo a recibir de los demás y, sobre todo, a salirse con la suya. Aquella noche, probablemente correría a esconderse en algún lugar donde la conciencia no fuera demasiado severa con él. Si es que alguna vez tuvo conciencia.
A los enfermeros les dije que la chica era amiga mía, y ellos me aconsejaron que les acompañara a la clínica, ya que a la vista del estado de la enferma intuyeron que no se recuperaría fácilmente. Cuando salí a la calle, la luz del alba empezaba a extenderse contra el cielo de Madrid. Una ligera brisa me acarició cariñosamente las mejillas. En la ambulancia fui sentado al lado del conductor, un tipo simpático y con buen manejo de volante. Me dijo que iríamos a la clínica de la Paz. La sirena cortaba el aire de Madrid y el sonido me llegó a parecer el llanto de un niño abandonado. Al llegar, me metieron en la sala de espera. Estuve allí más de dos horas. A las ocho de la mañana ya era completamente de día. Pensé que iba a ser un domingo de lo más caluroso. De repente, tuve la angustiosa sensación de que la vida normal y rutinaria que para escribir me había impuesto desde hacia varios años se había esfumado como por arte de magia. 


III

A las ocho y media, una enfermera entró en la sala de espera para decirme que Oriana había muerto hacía tan sólo diez minutos. También me dijo que acababan de dar parte a la policía y que un par de inspectores estarían allí en un cuarto de hora. Tenía que quedarme para explicarles lo que había sucedido en mi casa. Volví a sentarme en una de esas sillas azules sin saber en qué pensar. Sólo sabía que la noche anterior me había acostado sobre las once y media para estar fresco por la mañana y seguir con mi trabajo, y que nueve horas después me encontraba en la sala de espera de un hospital, esperando a la policía para convencerles de que la chica que acababa de morir nada tenía que ver conmigo. 
Sin embargo, no sé por qué razón, pero a los dos inspectores que me interrogaron, uno de ellos era una mujer, no les dije nada acerca de mi amigo Tino Galarza. No me pareció correcto convertirme en un chivato a esas horas de la mañana. Y menos en un domingo. Oriana había muerto de sobredosis de heroína y para mi desgracia era menor de edad, lo que me convertía, a los ojos de todo el mundo, en un corruptor de menores. Me inventé que se trataba de una chica que había conocido por la tarde en un bar de mi barrio y que me había pedido un cuarto para dormir esa noche con un amigo suyo. Un tipo al que yo no conocía, les dije, mintiendo como un bellaco. Y ese mal nacido, seguí con la declaración, me despertó cuando ella se puso enferma, pero salió corriendo sin dejar una dirección, permitiendo que yo me comiera este jodido marrón que ahora comparto con ustedes. Los dos inspectores se miraban uno al otro como si no estuvieran muy convencidos de mi historia. Uno tenía la cara tan chata como un buldog y era tan ancho como una estufa antigua. Ella en cambio era delgadita, pero terriblemente fea y con ese gesto de enfado permanente de las que tienen las comisuras de los labios mirando hacia abajo. Cuando me pidieron que describiera al amigo de Oriana, les dije que lo recordaba como un tipo muy alto y de espaldas anchas, además de completamente calvo. También les informé de que llevaba un pendiente en forma de aro y que vestía una camisa blanca. Para mí tenía toda la pinta de un portero de discoteca, añadí por si les servía de algo. 
Al final, aquellos dos maderos se portaron muy bien conmigo y no vieron inconveniente en que volviera a mi casa, pero me prohibieron que abandonara la ciudad sin su consentimiento. Menos mal que en cuarenta y ocho horas la autopsia de Oriana corroboró toda mi historia. Estaba claro que no podía coincidir mi ADN con el ADN del que se había acostado con ella. Al menos para mí. Estuve seguro de que todos los porteros de discoteca de Madrid iban a ser investigados por culpa de ese cabrón de Tino Galarza, que siempre se libraba de las consecuencias de sus acciones, como si estuviera protegido por el mismísimo demonio. Y, desde luego, no iba a ser yo quien se interpusiera entre su vida y su destino. No sabría decir por qué, pero estoy seguro de que me habría traído mala suerte. 
De repente, empecé a sentir que las piernas se me volvían de plomo, los párpados me pesaban y mi cerebro comenzó a enturbiarse. Así que me fui a casa y me eché a dormir. Y cuando después de más de nueve horas me desperté, creí que todo había sido un mal sueño. Me levanté y fui a mirar en el cuarto de invitados. Milagrosamente, no había señal alguna de tragedia. Para celebrarlo me  preparé un buen desayuno. Por la tarde, sonó el teléfono. Era Tino Galarza. El muy hijo de perra me dijo que se había ligado a una tía y quería que le dejara una habitación para la noche. Le aconsejé que se fuera a un motel de carretera. Por si acaso, preparé una bolsa con lo más necesario, cerré la casa y me fui a pasar unos días a mi pueblo. Cualquier precaución podía ser poca.  

FIN         
                         



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