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7 de junio de 2013

CREO QUE TENGO UN PROBLEMA


I

Hace tres años, yo estaba casado con Diana Larrabee, una negra americana de ojos verdes y todo un culazo de bailadora de samba. La conocí en Madrid, un verano en que ella se había matriculado en unos cursos de la Complutense. Me dijo que era natural de Northampton, Massachussets, y también que era licenciada en Literatura Hispánica por la Universidad de Columbia. Nos enamoramos y decidimos casarnos. Sus padres vinieron a la boda. No quisieron perderse la boda de la niña. Al parecer, era una familia de mucho dinero y Diana era su única y queridísima hija. El padre también era negro y se llamaba Edward, pero la madre era blanca, Katrina Larrabee, una escultora de cierto éxito y famosa en los círculos artísticos de Nueva York. Diana, como es natural, heredó los ojos verdes de su madre, pero gracias al padre tenía los dientes muy blancos y muy bien dispuestos y, por supuesto, la piel negra como él, aunque algo más clarificada de tono. La verdad es que los padres vinieron a la boda llenos de dudas razonables con respecto a mí. Y a fe mía que había razones más que fundadas para sus recelos. Resumiendo, no les gusté ni siquiera un tanto así, sobre todo porque en aquel tiempo yo no tenía donde caerme muerto. Sinceramente, no se lo reprocho en absoluto. Jamás he tenido empacho en reconocer que nunca seré el marido ideal para ninguna mujer que sea medianamente inteligente. 
Al principio, con Diana todo fue muy bien. Nos pasábamos el día en la cama y creo que perdí un par de kilos en tres meses. Confieso que el primer año de nuestro matrimonio resultó de lo más estimulante. Y aunque esté mal en decirlo, Diana estaba encaprichada conmigo y me trataba a cuerpo de rey en todos los sentidos. A mí no es que me vayan demasiado las negras, pero accedí a casarme con ella porque con su dinero me podía permitir meses enteros sin doblar el espinazo. Yo soy actor de teatro y tengo el inconveniente de que los santos del cielo no suelen enviarme los contratos con demasiada prodigalidad. El año anterior a mi boda con Diane, tuve la suerte de que me cayera una sustitución en el teatro Reina Victoria, en una obra de Noel Coward. Gané un dinerito muy sabroso, pero cuando la temporada se terminó me quedé de nuevo lo que se dice a verlas venir y con el culo al pairo. Desde entonces no he conseguido trabajar en  ninguna obra, ni siquiera de figurante en alguna película de tres al cuarto. He llegado a pensar que mi agente es el ser más inútil que respira sobre la faz de la tierra. O tal vez sea mi ineptitud como actor la genuina causa de todo el problema. Cualquiera sabe. Sin embargo, en los casi dos años que estuve casado con Diana Larrabee no me faltó de nada, incluso empecé a sospechar que la felicidad, así por las buenas, llamaba a mi puerta sin pedir nada a cambio. Me refiero a que la falta de trabajo dejó de preocuparme y comencé a levantar algunas envidias perfectamente escogidas. Al principio, echaba de menos el placer inigualable de subirme a un escenario y sentir la respiración y los aplausos del público, pero luego ese prurito se calmó y acabé incluso por temer que un día me llamaran para algún papel. Circunstancia que jamás llegó a suceder. Todo hay que decirlo.


II 

Lo que sí ocurrió fue que un buen día se presentó en casa una amiga de Diana. Venía de Nueva York y nos dijo que pensaba pasar una temporada con nosotros. Se llamaba Laura Moss y era rubia y clara como una mañana soleada de invierno y, para colmo, era dueña de los ojos más azules que nadie pueda imaginar. Viéndolas a las dos mujeres juntas se entendía cuál era el verdadero valor de la diversidad de las razas. No obstante, también advertí, gracias al contraste inevitable con Laura, que mi Diana pronto alcanzaría las dimensiones culeras de aquella negra gorda de lo que el viento se llevó. Y es que la pobre aumentaba de peso a marchas forzadas, como si el matrimonio la hubiera liberado de las exigencias dietéticas que antes se imponía. Quiero decir que entre ella y su amiga Laura mediaba un abismo inimaginable en cuanto a la belleza física se refiere. Una noche oí, cuando ambas cuchicheaban en la cocina, que Laura le recriminaba su intolerable aumento de peso. Así es, intolerable fue nada menos la palabra que empleó. Y en inglés suena aún con más contundencia que en cualquier otro idioma. Pero la verdad es que a mis espaldas murmuraban a cada momento, supongo que con la intención de que uno no se enterara de nada, si bien no me fue difícil comprender que las mujeres sienten una necesidad imperiosa por acotar ciertos espacios especialmente femeninos. De modo que opté por mantenerme al margen de sus misterios, tratando a la vez de que no se notara mi curiosidad. Al fin y al cabo, ellas eran amigas de toda a vida y tenían un pasado común y yo no era otra cosa que un advenedizo improvisado. Pero también empecé a sospechar que entre ellas había algo más que amistad, pues para eso tengo yo un sexto sentido que suele avisarme de manera infalible: se me pone algo así como un ligero escozor en la boca del estómago. No es por nada, pero desde mi punto de vista había demasiados besos y abrazos en su relación de amigas, y, sobre todo, demasiadas miradas cruzándose por el aire sin venir a cuento. Y ya se sabe que hay miradas que son mucho más que miradas. Claro que lo incomprensible para mí, después de ver lo que se cocía en el horno, fue entender aquellas prisas que le entraron a la negra por casarse conmigo. Además, Diana nunca dio muestras de singularidad alguna cuando nos metíamos en la cama para hacer nuestras cosas. No señor. Todo lo contrario. Sin embargo, nada más aparecer su amiga la rubia, digamos que comenzó un galopante deterioro en sus apetencias sexuales, y para mí que la cosa ya no era lo mismo que antes. No obstante, confié que en cuanto Laura se volviera a Nueva York, la normalidad se instalaría de nuevo en mi vida y todo llegaría a ser como siempre había sido.

III

Pero lo que ya no pude entender fue ese coqueteo indecente que de repente Laura empezó a traerse conmigo. Si mal no recuerdo, creo que todo comenzó a partir de la segunda semana que estuvo en nuestra casa. Confieso que pasé un par de días lo que se dice bastante descolocado. Hasta ese momento, aunque me gustaba mirarla cuando nadie se daba cuenta, mi interés por ella fue debidamente reprimido, como el buen marido que me había propuesto ser. Sin embargo, reconozco que Laura me atrajo desde el primer segundo en que la vi; al fin y al cabo, se trataba de esa típica belleza americana que tanto les gusta a los de Hollywood. Quiero decir que Laura no es que sea alta y delgada, sino divinamente esbelta; y, como ya he contado, tiene el pelo rubio y casi le llega a la cintura, pero se trata de un rubio platino muy especial; sin hablar de la sonrisa y de sus dientes blanquísimos y delicadamente alineados; y cómo no volver a mencionar lo de ese torrente de luz azul que se desborda desde sus ojos, un azul casi imposible, más allá de lo natural. Además, la chica respiraba gracia y simpatía por todos sus poros, y premura y volatilidad en cada uno de sus movimientos. Y que una mujer de esas cualidades quisiera tener algo conmigo, que físicamente no valgo gran cosa, me pareció, más que un halago inesperado a mi vanidad, un verdadero milagro. No habría sido normal que uno pusiera demasiados obstáculos a sus pretensiones. Me pregunto si me lo habría perdonado mientras estuviera en este mundo. Así que la dejé actuar como ella tuviera previsto. Y no tardó en llegarle su oportunidad. Y a mí, la mía. Pues fue la  misma Diana quien nos la proporcionó, ya que una mañana amaneció con la cantinela de que no se encontraba bien por culpa de sus cosas de mujer, instándonos a que la dejáramos tranquila en la cama y que los dos nos fuéramos a comer y luego a ver una exposición de impresionistas en el Thyssen. La verdad es que obedecimos como corderitos. Comimos en una terraza del paseo de Recoletos y juro que fue ella quien a los postres propuso la maldad de ir a un hotel para dormir la siesta y pecar a conciencia. Naturalmente, yo acepté enseguida, tal vez más rápido de lo que el protocolo y mi estado civil me exigían en aquellas circunstancias. ¿Pero qué podía hacer? De modo que a la media hora ya estábamos metidos en una habitación del hotel más cercano que había en la zona. Esa tía fue todo un espectáculo a la hora de desnudarse. Ya lo creo. Desde luego, se desvistió tan despacio y con tanta intención que me dio tiempo a calcular que su culo podría ser con toda seguridad la mitad que el de Diana, pero más equilibrado en sus formas, guardando una relación perfecta entre curvas y tamaños. Y, sobre todo, más blanco. Sin embargo, después de los preliminares y tanteos amorosos, la cosa dentro de mí no funcionó como yo esperaba. No señor. A decir verdad, empecé a notar algo así como cierta inquietud abdominal de lo más inoportuna. Inquietud que en un instante se convirtió en una sucesión de retortijones, por desgracia cada uno más doloroso que el anterior. Creo que tengo un problema, dije con voz compungida a esa preciosidad que ya tenía debajo. No sé por qué razón, pero de pronto se me ocurrió pensar que mis intestinos estaban a todas luces de parte de Diana, y que todo aquello era el castigo que me mandaban desde lo Alto. Así que me bajé de la rubia y corrí hacia el cuarto de baño como alma que lleva el diablo. A partir de ese momento, tanto en mi cuerpo como en mi vida se desató un verdadero apocalipsis de adversidades. Más que nada porque a Laura se le ocurrió darse una vuelta por donde yo estaba para ver qué demonios me pasaba. Naturalmente, el espectáculo debió parecerle de lo más esperpéntico y desolador. ¿Qué otra cosa esperaba encontrar? Pues bien, a los pocos minutos oí cómo se cerraba la puerta de la habitación. Más bien sentí un tremendo portazo. Me refiero a que la muy zorra me dejó a solas con mi propia angustia y bajo el hechizo de todas mis miserias. No obstante, lo peor fue cuando, después de tres horas metido en la habitación del hotel, tratando de calmar todas mis ínfulas, entré de nuevo en mi casa. Allí estaban las chicas. Esperándome. Y puedo jurar que no se calmaron fácilmente del ataque de risa que les entró al verme. Una vergüenza. Me dijeron que todo había sido una trampa orquestada por las dos. Diana quería una excusa para divorciarse y Laura se la había proporcionado. Pero Diana también quería despedirse entregándome como regalo a su mejor amiga, sin embargo no esperaba, según me dijo, que a tan generosa indemnización uno respondiera de manera tan grosera, maloliente y sucia. Esas fueron sus verdaderas palabras. Aunque luego la cosa no deje de tener su parte cómica, añadió maliciosamente. Tan cómica que cuando definitivamente se fueron de casa aún reían como si les hubieran contado el chiste más gracioso de sus vidas. Estaban dentro del ascensor y todavía se les oía reír como a un par de idiotas. Y yo es que no le veo la gracia, se mire por donde se mire.  



FIN         

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