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29 de junio de 2013

DEJE DE PEGAR A LA SEÑORA




I

Llegó el otoño y hacía buen tiempo, pero tuve que ir solo por culpa del maldito divorcio. Sin embargo, los dos habíamos planeado el viaje, me refiero a mi mujer y a mí, incluso teníamos suficiente dinero ahorrado para darnos el capricho, pero como digo las circunstancias no permitieron que fuéramos juntos. No sé si ella iría por su cuenta, supongo que no, pero en lo que a mí se refiere, no pude renunciar a darme ese placer por la sencilla razón de que era una de mis obsesiones desde hacía muchos años, concretamente desde que vi aquella película titulada Easy Rider. Claro que aquello fue a principio de los años setenta y ya han pasado la friolera de cuatro décadas. El caso es que lo dejas de un año para otro y sin darte cuenta te vas para el otro barrio con la misma cara de tonto que siempre has tenido. Por eso me dije que había que desperezarse, hacer la maleta y correr en busca de lo sueños.
Sin embargo, he de confesar que las cosas no resultaron tan fáciles como yo esperaba. En primer lugar, no quise ponerme en manos de una agencia de viajes, sino que me subí al avión de Nueva York lo que se dice a la buena de Dios, sin tener contratado ni habitación de hotel ni nada de nada. De todas maneras, el asunto del alojamiento no fue difícil de resolver. La verdad es que ya tenía decidido probar en el Hotel Algonquin, así que nada más recoger el equipaje en la terminal y pasar la aduana en el aeropuerto Kennedy le dije al taxista que me llevara a ese hotel. Descubrí el Hotel Algonquin en una biografía de Catherine Parker y desde entonces decidí incluirlo en una de mis preferencias para cuando viajara a Nueva York. 
El viaje en taxi desde el aeropuerto fue toda una experiencia estética. Me sentí como un verdadero cateto de pueblo que llega a la gran ciudad. Todas aquellas avenidas interminables y flanqueadas por rascacielos me dejaron con la boca abierta. Sin ninguna duda, eran los rascacielos más altos que jamás había visto en la vida. Incluso parecían mucho más altos que en las películas. También la gente era todo un espectáculo. Me di cuenta de que en Nueva York conviven todas las clases de bichos vivientes más o menos en buena armonía. Desde luego, en el tiempo que duró el trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel, pude ver una gran cantidad de personas de lo más estrafalarias andando por las aceras. Al menos, para lo que yo acostumbraba a ver en mi barrio madrileño de Chamberí. Juro que nunca había visto tanta gente vestida de manera tan rara como en Nueva York, aunque bien pudiera ser que para esa misma gente lo extraño fuera mi indumentaria de burgués atormentado. Cualquiera sabe. Menos mal que de vez en cuando aparecía por la acera algún tipo con traje y corbata o con unos pantalones y una chaqueta de sport parecida a la mía. 
El hotel era mejor de lo que esperaba y el bar resultó ser un lugar de lo más animado por la noche. Creo recordar que una chica mejicana se echó al coleto un par de güisquis a mi costa. No obstante, esa noche dormí como un recién nacido. Pero lo más difícil fue alquilar un coche al día siguiente y salir en busca de la autopista que me llevara a Chicago, que es donde realmente comienza la famosa Ruta 66. Así es, se trataba de hacer realidad uno de los sueños que como digo me obsesionaron después de ver Easy Rider. Maldita sea, estaba a punto de que el sueño se materializase y no tenia ni pajolera idea de cómo salir de Nueva York y enfilar rumbo a Chicago. Así que estacioné el coche a un lado de una calle, paré un taxi y le rogué al taxista que me llevara al comienzo de la autopista pertinente. El muy cabrón me pidió cien dólares por adelantado y yo le seguí con mi coche hasta que me señaló el letrero que anunciaba el camino hacia la ciudad de Alcapone. Yo no lo hubiera encontrado ni aunque hubiera llevado media docena de navegadores a bordo. 

II

Por cierto, el coche que alquilé era un Cadillac de 1950, color rosa pálido, descapotable y con los asientos de cuero blanco. Ya sé que lo correcto hubiera sido subirse a una Harley Davidson para que todo fuera como en la película de Hopper, pero la comodidad pesó en mi ánimo mucho más que el cine y pensé que un Cadillac cubriría con creces la estética más exigente para esa ruta. Y, para alegrarme la vida, cuando llevaba algo así como una hora de viaje, encontré una emisora de radio que sólo daba música country, así que la dejé que sonara y puedo asegurar que me sentí como si fuera un americano de toda la vida. Sobre todo, cuando sonó esa canción llamada “Fallin & Flyn” y que canta Jeff Bridges.
Sin embargo, no pude disfrutar demasiado del paisaje ni de la música porque tenía que estar muy pendiente de los letreros de la autopista, más que nada para no pasarme las salidas que había señalado en el mapa. Confieso que tuve que conducir casi quinientas millas para sentirme seguro y respirar tranquilo y admirar todo lo que la carretera me ofrecía. Pasé Chicago, San Luis, Springfield, Claremore, Amarillo, Santa Fe y no sé cuantas ciudades más. Sin embargo, no quise entrar en ellas, sino que dormía en los moteles y comía en los restaurantes de la carretera. El paisaje, a medida que uno avanzaba hacia el oeste, iba cambiando de un color a otro. Y la verdad es que todo transcurrió con suma normalidad hasta que llegué a una pequeña localidad llamada Kingman, en el estado de Arizona. ¡Que belleza la de aquel paisaje seco, rocoso y medio desértico! Era el quinto día viaje desde que salí de Nueva York. Se había echado la noche y hacía más de diez horas que no probaba bocado. Es posible que fueran más de las once cuando divisé uno de esos restaurantes que permanecen abiertos las veinticuatro horas. Un letrero con luces de neón azules y rosas decía que el establecimiento se llamaba Bar Silver Free. Se trataba de uno de esos restaurantes típicos americanos con asientos rojos de skay. Había una máquina de discos de los años cincuenta más callada que un muerto. Me senté en uno de esos divanes al lado de una ventana. No quería perder de vista el Cadillac. A decir verdad, me había costado una fortuna su alquiler y los de la agencia prometieron encerrarme en Alcatraz si le pasaba algo a ese coche. Y eso que cualquier daño que sufriera lo cubriría el seguro. Enfrente de mí, en otra mesa al otro lado del pasillo, cenaban un hombre y una mujer. No paraban de hablar mientras daban buena cuenta de unos buenos chuletones con patatas y un par de cervezas. El tipo era calvo y llevaba un aro de metal atravesado en la nariz; vestía una camiseta de color blanco y llevaba los brazos tatuados desde las muñecas hasta los hombros. Respecto a ella, al estar sentada de espaldas a mí, solo pude ver que era una chica rubia y por el tono de su voz aposté conmigo mismo que tendría como unos treinta años. No había nadie más en aquel establecimiento. 
Me desentendí de ellos cuando se acercó una camarera, la única que había, para tomar nota de lo que quería comer. Le pedí media docena de costillas de cerdo con patatas y una botella de cerveza. La camarera era negra y tenía unas espaldas tan anchas como las de Mike Tyson, pero el pelo lo llevaba teñido de rojo y rizado en gruesos tirabuzones. En un letrerito prendido en su uniforme medio rosa y medio blanco ponía que se llamaba Rhonda Marie Rose. Estuvo muy simpática conmigo y me dijo que el ketchup y la mostaza corrían por cuenta de la casa. Tenía una voz alegre, sonora, pero aguda y chillona como la de una vicetiple de vodevil. Cuando se dio la vuelta me fijé en que el culo parecía aún más ancho que su espalda. 
Nada más terminar de cenar, le pregunté a Rhonda si sabía de algún motel cercano. Me dijo que como a unas treinta millas había uno que se llamaba Hill Top Motel. Pagué la cuenta y, cuando me iba a marchar, la pareja que tenía enfrente empezó a pelearse. Se decían unas cosas terribles. Yo estaba realmente paralizado. No sabía qué hacer ni qué decir. De repente, el cabrón del calvo abofeteó a la chica sin ningún tipo de consideración. Ella salió corriendo y se refugió en mi mesa, lloraba como una magdalena y me suplicó que no permitiese que la pegara. A mí sólo se me ocurrió levantarme y tratar de tranquilizar a ese animal. Porque era un animal en toda regla. Sin embargo, no permitió que le hablara y me dio tal puñetazo que fui reculando hasta darme contra la pared que había al final de la barra. Yo creo que fueron más de veinte metros los que recorrí marcha atrás. Si no llega a ser porque Rhoda Marie Rose, la camarera negra, le sacude con un bate de béisbol en la cabeza, ese tipo no me hubiera dejado ni un hueso en buen estado. Pero el derrumbe del tío fue todo un espectáculo. Ese hijo de perra emitió al chocar contra el suelo el mismo estruendo que una secuoya gigante cortada por una motosierra, quedando tendido todo lo grande que era. Rhoda nos dijo a la chica y a mí que saliéramos corriendo de allí, que ella misma se encargaba de avisar a la policía. Creo recordar que cuando nos sugirió tal cosa esa negra había cambiado el bate de béisbol por una escopeta de cañones recortados. ¿De dónde la sacaría? Supongo que del mismo sitio que el bate.


III

La chica y yo nos subimos al Cadillac y salimos de allí como si nos persiguiera un enjambre de abejas rabiosas. Me dijo que se llamaba Lee Wiley y que era la novia del animal que nos había pegado. Me aseguró que llevaba tiempo con ganas de abandonarlo y que gracias a mí había llegado el momento de tomar una determinación definitiva. Y que si no lo había hecho antes era porque le tenía un miedo terrible. Ese tipo al parecer trabajaba en una empresa de seguridad en Las Vegas y además era peligrosamente celoso. Se llamaba Bob Copland y tenía antecedentes penales por maltrato a su última esposa. Al menos, eso fue lo que ella me contó casi con lágrimas en los ojos. Desde luego, a mí no me llegaba la ropa al cuerpo, aunque aquella chica me cayó bien desde el principio. Yo desde luego advertí en ella muy buenas cualidades. Pues sí, Lee era realmente guapa y de cuerpo estaba como para perder la cabeza y dejarse arruinar por ella. Me aconsejó que nos refugiáramos en el Hill Top Motel, el mismo lugar que me había indicado la formidable Rhoda Marie Rose.
Afortunadamente, se trataba de un motel muy confortable. En la recepción había una mujer con el pelo teñido de rubio platino. Otro cartelito cosido a su blusa azul marino decía que se llamaba Doris Lilly, pero ésta tenía la voz tan ronca como la de un hombre. Pues bien, noté que mientras yo firmaba en el libro de entradas, la rubia platino, Doris Lilly, no apartaba la mirada de mi labio tumefacto y sanguinolento. Lee se quedó en el coche mientras yo hacía los trámites y conseguía una habitación para los dos. Tuve que pagar por adelantado los cincuenta dólares que costaba por noche. Sí, en efecto, sólo tomamos una habitación porque Lee no quería quedarse sola ni un momento. Yo noté que la chica todavía estaba realmente asustada, extrañamente nerviosa. 
Una vez a solas me curó la hinchazón del labio con un algodón empapado en un poco de whisky. Yo en cambio no observé ningún moratón en su cara. Luego preparó un par de copas y brindamos por la suerte que habíamos tenido con la defensa de aquella camarera negra. Convinimos los dos en que nos había salvado la vida. Yo estaba tumbado en la cama y, sin pensárselo dos veces, Lee se vino a echarse a mi lado, abrazándome, y así, abrazados, nos quedamos en silencio, jugando con nuestros vasos de whisky. Al rato, Lee me pidió que le contara mi vida, es decir, de dónde venía y también lo que se me había perdido por aquellos desiertos de Arizona. Estuvimos hablando como un cuarto de hora de España y de la Ruta 66. Después Lee empezó a besarme por toda la cara, con mucho cuidado de no hacerme daño en el labio. La verdad es que me daba unos besos muy cariñosos y sensuales, decía que eran un premio por mi valentía. La cosa no tardó demasiado en ponerse verdaderamente interesante. Sin embargo, después de unos pequeños escarceos amorosos, los ojos empezaron a picarme de sueño; y los párpados, espesos como la melaza, me pesaban más de la cuenta, como si sobre ellos hubieran colocado dos losas funerarias de granito. Debí quedarme profundamente dormido. 
Cuando me desperté al día siguiente, Lee no estaba en la habitación y no sabía qué hora era. De repente, tuve la sensación de que me habían sustituido la cabeza por un saco lleno de rodamientos de plomo. Mi reloj, un reloj de oro que me había regalado mi mujer en uno de nuestros aniversarios, había desaparecido de mi muñeca. Comprobé que la maleta también se había evaporado, pero lo más terrible fue cuando no encontré la cartera con el dinero y las tarjetas de crédito. Y para colmo de males, el pasaporte había volado con todo lo demás. Casi me da un ataque de apoplejía. La verdad es que empecé a sudar como un cerdo y el corazón se me disparó como si quisiera ganar una carrera de obstáculos. De pronto, me acordé del Cadillac, ¡hija de puta!, y en calzoncillos salí corriendo de la habitación. A Dios gracias, era lo único que Lee no se había llevado. Luego comprobé que las llaves seguían en mi pantalón. Es posible que en el corazón de esa chica aún quedaran unos miligramos de caridad cristiana. O tal vez pensó que se trataba de un coche demasiado llamativo para pasar desapercibido por cualquier carretera. Fue Doris Lilly, la recepcionista con el pelo teñido de rubio platino, la que me dijo con su voz de barítono italiano que había sido víctima del timo del viajero solitario. Ella misma se encargó de llamar a la policía. 
             

                                                                  FIN

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