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4 de febrero de 2012

VIERNES, 3 de febrero del 2012
Diario

De haber sabido que hacía tanto frío en la calle, me habría quedado en casa, sentado al brasero, merendando chocolate con picatostes --como un párroco gordo de los antiguos--, y leyendo a Proust. Confieso que, de vez en cuando, vuelvo a Proust para saber, sobre todo, que no somos nadie. En realidad, cuando escribo, me siento como un gran impostor. En mi opinión, la Literatura debió de acabarse después de la publicación de “En busca del tiempo perdido”. Todo lo que ha venido después tan sólo ha sido atrevimiento y plagio. Se lo pregunto cada mañana al espejito mágico de la madrastra de Blancanieves, por si hay suerte y ha cambiado de opinión, ustedes ya me entienden; sin embargo, hoy me ha vuelto a contestar lo mismo que siempre. Aunque puestos a mirar, algunos, por muy reconocidos que estén, tendrían que abrir, antes que otros, el cortejo suicida hacia la nada. Pero uno se conforma con haber descubierto lo inevitable, es decir, que los hechos son tozudos y que nadie, absolutamente nadie, ha superado a Proust, por mucho que a veces el mundo se empeñe. Aunque, tal vez, ese empeño ilusorio sea la obligación del mundo.

P.D. Desde mi punto de vista, el único que consiguió aproximarse al maestro –tanto como el cometa Halley a la Tierra--, fue William Faulkner. Sin embargo, la literatura de Faulkner, al cambiar marquesas por mulas y palacios por granjas, desprende un cierto tufo a sudor de caballo y ladrones de ganado. Claro que todo en esta vida ha de responder al equilibrio entre opuestos. Recuerden, si no, el chiste de aquel hombre encerrado en un baúl lleno de perfumes durante varios días. Quiero decir que, de vez en cuando, habría que dejar la alegre y encarminada pavana de las muchachas en flor para chapotear en el estiércol vacuno y sublime de Faulkner. A decir verdad, y no quiera parecer más injusto de lo necesario, me refiero, claro, a Faulkner y sus derivados. Pongan dos o tres.

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