CAYO LARA Y LAS ALFOMBRAS DE PALACIO
Al principio pensé que aquella multipresencia callejera y llorona era como consecuencia del entierro político de Zapatero. Pero alguien me dijo que la cosa iba por la muerte de ese norcoreano con cara de flan chino mandarín. La verdad es que uno no tenía el gusto de conocerlo y, por lo que me dicen, se trata de un comunista que levitaba delante de un puñado de misiles nucleares. Me pregunto si Cayo Lara tendrá los mismos gustos que el chino o, por el contrario, habrá asimilado esa cosa del eurocomunismo de Carrillo y Sartorius, conde de San Luis, su discípulo predilecto. Para mí que Cayo Lara no aplaudió el discurso del rey en el Congreso porque este rey, en vez de misiles nucleares, tiene un yerno algo tarasca y como suavemente lamido por todo lo que en este mundo nos lleva a la codicia.
Claro que a Cayo Lara se le notaban los ojos rojos de llorar de risa, como con retortijones coreanos, al paso fúnebre de la familia real. No en vano me dicen que todos los republicanos españoles han colgado un retrato de Urdangarín en sus despachos, al lado del de Azaña, y que piensan dar en su honor una cena homenaje y nombrarle republicano del año. Este chico, Urdangarín, ha hecho más por la tercera República que el abuelo fusilado de Zapatero y la ley de la Memoria Histórica, con o sin esqueletos de carretera y tapia de cementerio. Yo que don Juan Carlos no estaría tan seguro de que la sucesión monárquica será aceptada mayoritariamente por el pueblo español. Sólo de haber visto a Cayo Lara, brazos cruzados en el Congreso, negándose a conceder el aplauso real, me hace pensar que nada será igual de ahora en adelante. Un revolucionario como Cayo Lara, agricultor y ex alcalde de Argamasilla de Alba, es capaz de tirarse al monte y alborotar el gallinero republicano y empezar a cantar carmañolas del brazo de Urdangarín y sus informes dorados.
Mucho me temo que, de no aclarar cuanto antes todo ese trajín esotérico de los activos tóxicos, pronto tendremos como inquilino del Palacio Real, un suponer, al egregio don Gregorio Peces-Barba, en plan presidente electo, bajo la protección palatina y fantasmal de don Manuel Azaña. Porque a estos republicanos no les importa adoptar toda clase de lujos y, como en 1931, desearán instalar el nido en la Plaza de Oriente, con cambio de guardia y todo, a la sombra caliza de los reyes godos, el viaducto suicida de los ultraístas y el scalextric municipal. En mi opinión, lo que pretende Cayo Lara es disputar la presidencia a Peces-Barba y pujar por la colección de relojes del Palacio Real y pisar esas alfombras persas y mullidas del Salón del Trono, acompañado, naturalmente, por Cándido Méndez y Fernández Toxo, el remero del Volga. Y todo para sentirse como si de nuevo se hubiera volatilizado la dinastía Romanov al completo, desde el zar Nicolás a la princesa Anastasia Nikolayevna y su amigo Rasputín.
Porque todos estos que ahora ríen las gracias del rey, serán los mismos que lloren de risa, al estilo norcoreano, cuando llegue el momento crucial y sucesorio de don Felipe, príncipe de Asturias. Los socialistas, la otra mañana, aplaudieron la presencia y el discurso del monarca en la apertura oficial de la legislatura, pero yo dudaría de la sinceridad del aplauso. En realidad, todo el rojerío, aunque en general venga de la Falange, o tal vez por eso mismo, se siente republicano hasta la médula, y sólo necesitan una pequeña excusa para dinamitar el estalache monárquico. Ahora están callados por el vapuleo electoral del 20N, pero ya se las arreglará Rubalcaba para organizar unos juegos florales a la altura de las circunstancias. Y si no al tiempo.
31 de diciembre de 2011
27 de diciembre de 2011
LOS PLACERES DE LA RUINA
Ahora que uno ya tiene amaestrada la cabra, viene la Derecha a solucionar la crisis. No es por nada, pero esto de vivir en la pobreza tiene sus ventajas si uno sabe sustituir unos placeres por otros. Por ejemplo, ya iba yo tomando aprecio a las sopas de ajo y a los paseos nocturnos bajo las farolas fernandinas. La pobreza es como un exilio, una excursión celiniana al interior de la noche, que viene muy bien para saber de qué materia están hechos los sueños, como dice Bogart en el Halcón Maltés. A Zapatero, pues, le debemos una vuelta a la badila y al brasero de cisco de los años cincuenta. Zapatero, con su profunda discapacidad política, en el fondo ha sido para nosotros, los españoles, como el maestro zen que predica la vida sencilla.
Sin embargo, después de haber desempolvado tan antiguos placeres, aparece la Derecha y se atorbellina junto al César Visionario para meternos en otra burbuja susceptible de explotar en cualquier momento. Me refiero a que ya me veo de nuevo con el peluco de oro, comiendo la mus de jamón y conduciendo en plan hortera el buga descapotable por las playas de Marbella. Porque digo yo que si por fin nos hemos acostumbrado a la vida monacal y austera de los años cincuenta, a qué viene ahora tanta prisa en sacarnos de esta paz augusta y de esta tranquilidad violeta que con tantos sacrificios y errores hemos conquistado. La Derecha se ha empeñado en pagar a toda máquina el pufo que nos ha dejado el rojerío, y mucho me temo que el señor Rajoy, nuevo César Visionario, esté en la cosa de recuperar el oro de Moscú que se llevó Negrín y atender los gastos de la señora Merkel y los problemas de Sarkozy con la lencería fina de Carla Bruni, que tienen que ser amplios y tremendos.
Todos sabemos que la historia de España es un trapicheo entre judíos, moros y cristianos, pero también es la historia de la pobreza digna y humilde, porque nunca hubo en el mundo unos pobres mejor educados que los españoles. O sea, que la crisis nos ha devuelto la dignidad y la educación y otra vez volvemos a quitarnos la boina delante de nuestros mayores y del alcalde del pueblo. La crisis ha conseguido, nada menos, que la princesa de Asturias sea nieta de taxista, el duque de Alba un funcionario con quinquenios y, sobre todo, que el duque de Palma se llame Iñaqui y su linaje provenga, en línea directa, del pícaro Guzmán de Alfarache.
España vuelve a ser lo que siempre fue y para mí que el señor Rajoy y ese tal Luis de Guindos no tienen derecho a entregarnos de nuevo a la vorágine de la pasta gansa, la barrera en las Ventas y el palco gastronómico del Bernabeu. Encima, el señor De Guindos viene con el lastre curricular de ser un ejecutivo de Lehman Brothers, un banco, para colmo, con nombre de una de esas bandas de Nueva Orleans que tocan en los entierros de los suicidas hipotecarios. Uno ya se estaba acostumbrando, como digo, a ser un personaje colmenero de Cela, es decir, un español que lee en alto el Quijote sentado a la camilla con la familia, los garbanzos en el puchero, el café de achicoria y el recibo de la contribución sin pagar. Es decir, como toda la vida. Me niego, por tanto, a que los españoles tomemos el tren satánico y supersónico de los eurobonos, abandonando este confort dominical del vermú y la misa de doce en la parroquia. La pobreza hilvanada a pulso por el joven Zapatero me ha rejuvenecido un imperio. Lo malo es que nunca se lo agradeceré como el chico merece. Angelito.
Ahora que uno ya tiene amaestrada la cabra, viene la Derecha a solucionar la crisis. No es por nada, pero esto de vivir en la pobreza tiene sus ventajas si uno sabe sustituir unos placeres por otros. Por ejemplo, ya iba yo tomando aprecio a las sopas de ajo y a los paseos nocturnos bajo las farolas fernandinas. La pobreza es como un exilio, una excursión celiniana al interior de la noche, que viene muy bien para saber de qué materia están hechos los sueños, como dice Bogart en el Halcón Maltés. A Zapatero, pues, le debemos una vuelta a la badila y al brasero de cisco de los años cincuenta. Zapatero, con su profunda discapacidad política, en el fondo ha sido para nosotros, los españoles, como el maestro zen que predica la vida sencilla.
Sin embargo, después de haber desempolvado tan antiguos placeres, aparece la Derecha y se atorbellina junto al César Visionario para meternos en otra burbuja susceptible de explotar en cualquier momento. Me refiero a que ya me veo de nuevo con el peluco de oro, comiendo la mus de jamón y conduciendo en plan hortera el buga descapotable por las playas de Marbella. Porque digo yo que si por fin nos hemos acostumbrado a la vida monacal y austera de los años cincuenta, a qué viene ahora tanta prisa en sacarnos de esta paz augusta y de esta tranquilidad violeta que con tantos sacrificios y errores hemos conquistado. La Derecha se ha empeñado en pagar a toda máquina el pufo que nos ha dejado el rojerío, y mucho me temo que el señor Rajoy, nuevo César Visionario, esté en la cosa de recuperar el oro de Moscú que se llevó Negrín y atender los gastos de la señora Merkel y los problemas de Sarkozy con la lencería fina de Carla Bruni, que tienen que ser amplios y tremendos.
Todos sabemos que la historia de España es un trapicheo entre judíos, moros y cristianos, pero también es la historia de la pobreza digna y humilde, porque nunca hubo en el mundo unos pobres mejor educados que los españoles. O sea, que la crisis nos ha devuelto la dignidad y la educación y otra vez volvemos a quitarnos la boina delante de nuestros mayores y del alcalde del pueblo. La crisis ha conseguido, nada menos, que la princesa de Asturias sea nieta de taxista, el duque de Alba un funcionario con quinquenios y, sobre todo, que el duque de Palma se llame Iñaqui y su linaje provenga, en línea directa, del pícaro Guzmán de Alfarache.
España vuelve a ser lo que siempre fue y para mí que el señor Rajoy y ese tal Luis de Guindos no tienen derecho a entregarnos de nuevo a la vorágine de la pasta gansa, la barrera en las Ventas y el palco gastronómico del Bernabeu. Encima, el señor De Guindos viene con el lastre curricular de ser un ejecutivo de Lehman Brothers, un banco, para colmo, con nombre de una de esas bandas de Nueva Orleans que tocan en los entierros de los suicidas hipotecarios. Uno ya se estaba acostumbrando, como digo, a ser un personaje colmenero de Cela, es decir, un español que lee en alto el Quijote sentado a la camilla con la familia, los garbanzos en el puchero, el café de achicoria y el recibo de la contribución sin pagar. Es decir, como toda la vida. Me niego, por tanto, a que los españoles tomemos el tren satánico y supersónico de los eurobonos, abandonando este confort dominical del vermú y la misa de doce en la parroquia. La pobreza hilvanada a pulso por el joven Zapatero me ha rejuvenecido un imperio. Lo malo es que nunca se lo agradeceré como el chico merece. Angelito.
17 de diciembre de 2011
RAÚL, SUSANITA Y EL PALACIO DE INVIERNO
Uno no es tan demócrata ni tan de izquierdas ni tan buen escritor como Raúl del Pozo. Todo lo contrario. Yo sólo soy un vagabundo de la Literatura que escribe noveluchas de tiros para provincias y algún artículo de añadidura. Y encima soy de derechas. Ni siquiera de centro-derecha, segundo piso ascensor, sino de derechas, simplemente, como lo fueron mi padre y mi abuelo. Mi abuelo tenía una foto de Gil Robles en su despacho; después mi padre puso otra de Calvo Sotelo, aquel diputado de Renovación Española que fue asesinado por algunos demócratas socialistas, y ahora yo tengo una de Cristiano Ronaldo fallando dos goles clamorosos al Barcelona. Los tiempos cambian y los vagabundos también. No obstante, si yo comiera en Lhardy, cenara en Zalacaín y además jugara al golf en los campos de Marbella, como Raúl del Pozo, casi todos mis huesos serían de izquierdas. Quiero decir que si soy de derechas es porque el dinero no me alcanza para otra cosa.
Raúl del Pozo, la otra mañana, en el programa de Susana Griso, defendió a capa y espada la presencia de los chicos de Amaiur en el Congreso. Reconozco que fue toda una lección de democracia la que recibimos por parte del maestro de periodistas. Una exhibición en toda regla. Después nos confortó diciendo que tener un parlamento monocolor, como el que los españoles hemos elegido, es mucho peor asunto que en sus escaños se sienten media docena de etarras. Y al segundo siguiente, comentando una foto de prensa, va y dice que Rajoy parece nada menos que Napoleón. ¡Napoleón! Lo siento mucho, pero yo es que tan demócrata como Raúl del Pozo no lo soy. Les juro que me gustaría serlo, incluso por imperativo legal, pero no creo que sin saber jugar al golf pueda yo llegar alguna vez a esos niveles tan elevados de democracia. Imposible. A no ser, claro está, que aprenda la industria por correspondencia y logre que el swing o como se llame me llegue más lejos que la meada de un `batusi´, y luego la meta en el puto agujero bajo par, que es al final por lo que todo el mundo se esfuerza.
Para mí que el señor Del Pozo cargó las tintas democráticas porque la presencia de la Griso imprime carácter. No es para menos. Porque ella, ay, también es muy demócrata y muy abogada de marginales, indignados, vagabundos y otras hierbas del cuplé. Me refiero a que, en su presencia, sin pensármelo dos veces, yo también sacaría la bayoneta y asaltaría la Bastilla y el Palacio de Invierno y me volvería montaraz junto a Fidel Castro y el Che Guevara. Una mujer como la Griso, con esa altura y ese empaque y esos ojos azules llenos de lejanías, es capaz de volver a cualquiera, incluso a mí, maoísta o marxista-leninista; y, si ella se empeñara, servidor escalaría el Everest en pijama y por la cara más neblinosa y resbaladiza.
Yo creo que Raúl del Pozo se empecinó en todo eso de la pureza democrática y la sana diversidad y aquello de la pluralidad parlamentaria por culpa de un subidón romántico entre otros estímulos y adrenalinas. En mi opinión, el maestro pretendía ligarse a la chica como fuese y optó por la estrategia de halagarle los oídos con susurros ideológicos. En el fondo, uno escribe para ligar y una pieza así de alta y de rubia y con esa leve hinchazón de los morros no entra todos los días, y si hay que ponerse en plan demócrata se pone uno y en paz. ¿Qué importancia tiene que los etarras de Amaiur estén en el Parlamento español si hay mujeres que nos hacen felices? Por mí como si llegan a la Moncloa. Otra vez.
Antonio Civantos
Uno no es tan demócrata ni tan de izquierdas ni tan buen escritor como Raúl del Pozo. Todo lo contrario. Yo sólo soy un vagabundo de la Literatura que escribe noveluchas de tiros para provincias y algún artículo de añadidura. Y encima soy de derechas. Ni siquiera de centro-derecha, segundo piso ascensor, sino de derechas, simplemente, como lo fueron mi padre y mi abuelo. Mi abuelo tenía una foto de Gil Robles en su despacho; después mi padre puso otra de Calvo Sotelo, aquel diputado de Renovación Española que fue asesinado por algunos demócratas socialistas, y ahora yo tengo una de Cristiano Ronaldo fallando dos goles clamorosos al Barcelona. Los tiempos cambian y los vagabundos también. No obstante, si yo comiera en Lhardy, cenara en Zalacaín y además jugara al golf en los campos de Marbella, como Raúl del Pozo, casi todos mis huesos serían de izquierdas. Quiero decir que si soy de derechas es porque el dinero no me alcanza para otra cosa.
Raúl del Pozo, la otra mañana, en el programa de Susana Griso, defendió a capa y espada la presencia de los chicos de Amaiur en el Congreso. Reconozco que fue toda una lección de democracia la que recibimos por parte del maestro de periodistas. Una exhibición en toda regla. Después nos confortó diciendo que tener un parlamento monocolor, como el que los españoles hemos elegido, es mucho peor asunto que en sus escaños se sienten media docena de etarras. Y al segundo siguiente, comentando una foto de prensa, va y dice que Rajoy parece nada menos que Napoleón. ¡Napoleón! Lo siento mucho, pero yo es que tan demócrata como Raúl del Pozo no lo soy. Les juro que me gustaría serlo, incluso por imperativo legal, pero no creo que sin saber jugar al golf pueda yo llegar alguna vez a esos niveles tan elevados de democracia. Imposible. A no ser, claro está, que aprenda la industria por correspondencia y logre que el swing o como se llame me llegue más lejos que la meada de un `batusi´, y luego la meta en el puto agujero bajo par, que es al final por lo que todo el mundo se esfuerza.
Para mí que el señor Del Pozo cargó las tintas democráticas porque la presencia de la Griso imprime carácter. No es para menos. Porque ella, ay, también es muy demócrata y muy abogada de marginales, indignados, vagabundos y otras hierbas del cuplé. Me refiero a que, en su presencia, sin pensármelo dos veces, yo también sacaría la bayoneta y asaltaría la Bastilla y el Palacio de Invierno y me volvería montaraz junto a Fidel Castro y el Che Guevara. Una mujer como la Griso, con esa altura y ese empaque y esos ojos azules llenos de lejanías, es capaz de volver a cualquiera, incluso a mí, maoísta o marxista-leninista; y, si ella se empeñara, servidor escalaría el Everest en pijama y por la cara más neblinosa y resbaladiza.
Yo creo que Raúl del Pozo se empecinó en todo eso de la pureza democrática y la sana diversidad y aquello de la pluralidad parlamentaria por culpa de un subidón romántico entre otros estímulos y adrenalinas. En mi opinión, el maestro pretendía ligarse a la chica como fuese y optó por la estrategia de halagarle los oídos con susurros ideológicos. En el fondo, uno escribe para ligar y una pieza así de alta y de rubia y con esa leve hinchazón de los morros no entra todos los días, y si hay que ponerse en plan demócrata se pone uno y en paz. ¿Qué importancia tiene que los etarras de Amaiur estén en el Parlamento español si hay mujeres que nos hacen felices? Por mí como si llegan a la Moncloa. Otra vez.
Antonio Civantos
10 de diciembre de 2011
LOS AFRANCESADOS
Los españoles hemos estado siempre con la cosa de ser franceses. Ellos tenían un Borbón en el trono y hasta que no lucimos uno parecido, Felipe V, no paramos de enredar e incluso nos metimos en pólvoras para conseguirlo. Después nos trajimos a Pepe Botella para igualarles la Historia y también para que nos llenara Madrid de `cocottes´ ilustradas y nos enseñaran las enaguas y pololos al bailar el Cancán o lo que se estilara entonces. También intentamos tener nuestra propia República y por dos veces a punto estuvimos de conseguirlo si no llega a ser porque aquí nadie sabía cómo funcionaba el apaño y entre todos le pusimos la mascletá debajo de los fundamentos. Y aunque tardío, llegamos a tener nuestro Napoleón en la persona de Franco y en eso sí que acertamos, ya que la feria duró cuarenta años y un día, y el personaje se murió en la cama sin que ningún `indignado´ lo molestara. Todo lo conseguimos por méritos propios y sin una lectura de más. No creo yo que Voltaire o Montesquieu formaran parte del plan escolar de los españoles de la época. A no ser, claro está, que se tratara de los llamados `afrancesados´, Lista y Moratín entre otros, que eran unos señores con un cerebro artesonado y como en plan lumbreras. Les recomiendo que lean ustedes el libro del profesor Artola, `Los afrancesados´, para que sepan en profundidad la movida que estos crápulas organizaron a cuenta de las chicas del Mouline Rouge.
Como digo, pues, todo lo que nos ocurre a los españoles es porque, en el fondo, queremos ser franceses. Y a los franceses, en cambio, ahora les ha dado por ser toreros y alfombrarnos de faroles y verónicas la Gran Vía. Quiero decir que nos hemos empecinado de nuevo con el tema de la República y otra vez la tricolor en morado vuelve a tremolar por las calles y, como siempre, no pararemos hasta que vuelva a entrar por la puerta de Gobernación, procedente, si no de la cacharrería del Ateneo, sí de algún plató de la Sexta con Roures a la cabeza y El Capital debajo del brazo izquierdo, que es el brazo marxista y trabucaire por excelencia.
Naturalmente, todo esta nueva industria republicana viene como consecuencia del caso `Undargarín¨ y sus pelotazos a la hora del té de las cinco. Aquí en España todo el mundo se enfanga con lo del trinque, una actividad que nos viene de lejos, más allá de los pícaros del Siglo de Oro. Sin embargo, a la familia real alguien les ha vedado su colaboración en el gran deporte nacional. Urdangarín, si le viene en gana, puede jugar al balonmano, pero no puede tener de compañero, un suponer, ni a Pepiño ni a Luis Candelas ni al Dioni. Se quiere una Monarquía pura y santa como, por ejemplo, aquella belga de Balduino y Fabiola, que no tuvieron descendencia por lo aburrido que se lo montaban bajo el baldaquino nupcial. Exilio o santidad: este es el dilema a resolver por la Monarquía española. Y todo viene, claro está, por ese capricho tan democrático de los príncipes de querer meterse en nupcias con nosotros los plebeyos, cuando ninguno somos de fiar y hay mayoría culé entre otras perversiones. A los plebeyos lo que nos gusta es una jai como Brigitte Bardot para gastarnos con ella la mordida y el tráfico de influencias y convidarla a champán y lencería fina. Como digo, los españoles queremos ser franceses y republicanos a mismo tiempo. Si no me creen, ahí tienen ustedes a Rubalcaba y a los `sains-culottes´ del 15M y a la guillotina que a estas horas levantan en la Puerta del Sol. Pasen y vean
Los españoles hemos estado siempre con la cosa de ser franceses. Ellos tenían un Borbón en el trono y hasta que no lucimos uno parecido, Felipe V, no paramos de enredar e incluso nos metimos en pólvoras para conseguirlo. Después nos trajimos a Pepe Botella para igualarles la Historia y también para que nos llenara Madrid de `cocottes´ ilustradas y nos enseñaran las enaguas y pololos al bailar el Cancán o lo que se estilara entonces. También intentamos tener nuestra propia República y por dos veces a punto estuvimos de conseguirlo si no llega a ser porque aquí nadie sabía cómo funcionaba el apaño y entre todos le pusimos la mascletá debajo de los fundamentos. Y aunque tardío, llegamos a tener nuestro Napoleón en la persona de Franco y en eso sí que acertamos, ya que la feria duró cuarenta años y un día, y el personaje se murió en la cama sin que ningún `indignado´ lo molestara. Todo lo conseguimos por méritos propios y sin una lectura de más. No creo yo que Voltaire o Montesquieu formaran parte del plan escolar de los españoles de la época. A no ser, claro está, que se tratara de los llamados `afrancesados´, Lista y Moratín entre otros, que eran unos señores con un cerebro artesonado y como en plan lumbreras. Les recomiendo que lean ustedes el libro del profesor Artola, `Los afrancesados´, para que sepan en profundidad la movida que estos crápulas organizaron a cuenta de las chicas del Mouline Rouge.
Como digo, pues, todo lo que nos ocurre a los españoles es porque, en el fondo, queremos ser franceses. Y a los franceses, en cambio, ahora les ha dado por ser toreros y alfombrarnos de faroles y verónicas la Gran Vía. Quiero decir que nos hemos empecinado de nuevo con el tema de la República y otra vez la tricolor en morado vuelve a tremolar por las calles y, como siempre, no pararemos hasta que vuelva a entrar por la puerta de Gobernación, procedente, si no de la cacharrería del Ateneo, sí de algún plató de la Sexta con Roures a la cabeza y El Capital debajo del brazo izquierdo, que es el brazo marxista y trabucaire por excelencia.
Naturalmente, todo esta nueva industria republicana viene como consecuencia del caso `Undargarín¨ y sus pelotazos a la hora del té de las cinco. Aquí en España todo el mundo se enfanga con lo del trinque, una actividad que nos viene de lejos, más allá de los pícaros del Siglo de Oro. Sin embargo, a la familia real alguien les ha vedado su colaboración en el gran deporte nacional. Urdangarín, si le viene en gana, puede jugar al balonmano, pero no puede tener de compañero, un suponer, ni a Pepiño ni a Luis Candelas ni al Dioni. Se quiere una Monarquía pura y santa como, por ejemplo, aquella belga de Balduino y Fabiola, que no tuvieron descendencia por lo aburrido que se lo montaban bajo el baldaquino nupcial. Exilio o santidad: este es el dilema a resolver por la Monarquía española. Y todo viene, claro está, por ese capricho tan democrático de los príncipes de querer meterse en nupcias con nosotros los plebeyos, cuando ninguno somos de fiar y hay mayoría culé entre otras perversiones. A los plebeyos lo que nos gusta es una jai como Brigitte Bardot para gastarnos con ella la mordida y el tráfico de influencias y convidarla a champán y lencería fina. Como digo, los españoles queremos ser franceses y republicanos a mismo tiempo. Si no me creen, ahí tienen ustedes a Rubalcaba y a los `sains-culottes´ del 15M y a la guillotina que a estas horas levantan en la Puerta del Sol. Pasen y vean
3 de diciembre de 2011
EXPERTOS EN TUMBAS
Uno se queda tranquilo al saber que hay comités de expertos en tumbas. Nadie debería enterrarse sin que estos guripas hayan presentado las conclusiones correspondientes. Según ellos, Franco se equivocó al escoger el Valle de los Caídos como lugar apropiado para el reposo de sus restos mortales. De modo que, a la vista de este informe, el Gobierno socialista quiere trasladar el cadáver de Franco a donde digan estos señores de tanta sabiduría mortuoria y de cipreses alineados. Vayan preparándose porque en cualquier momento volveremos a oír el cornetín militar y otra vez con el muerto a Dios sabe dónde. Naturalmente habrá que emperifollar de nuevo al caballo descabalgado para que vaya, solitario y triste, detrás del catafalco. También tendrán que engrasarse los goznes de la carroza funeraria del entierro de Tierno Galván, mucho más barroca y solemne que la militar, sobre todo por esos percherones entorchados con plumeros negros de limpiar el polvo.
Ya saben ustedes que los socialistas se ponen cachondos, espermatorreicos, con el asunto de Franco y el Valle de los Caídos. Y eso que la mayoría son descendientes de falangistas, militares, gobernadores civiles y jefes provinciales del Movimiento. Sin embargo, a estos chicos lo único que les importa es brujulear por la Historia, de gasolinera en gasolinera, como chinches hambrientas en busca del cargo y la pasta gansa. Pierden unas elecciones por goleada y aún se nos ponen farrucos con la cosa de la Guerra Civil, como si la hubieran ganado disparando, ¡ay, Carmela!, algún mosquetón imaginario de la feria de su pueblo. La guerra la ganaron sus padres y sus abuelos, esa es la verdad, pero la perdió el PSOE y todo esa banda de tramposos del Frente Popular. No lo digo yo, sino el mismísimo Alcalá Zamora en su libro “Asalto a la República”, donde se confirma lo que todo el mundo ha sospechado siempre, es decir, que las elecciones de febrero de 1936 fueron un fraude, un pucherazo y una infamia para cualquier demócrata que se precie de serlo.
También los expertos en tumbas deberían dilucidar quién va a presidir el traslado del César Visionario, como le llamaba el maestro Umbral. En mi opinión, deberíamos recordar esa frase terrible del Evangelio: ¡Dejad que los muertos entierren a los muertos! O sea, nadie mejor que los tres cadáveres más recientes de la Historia de España, es decir, Zapatero, Rubalcaba y Pepiño, para encabezar un cortejo funerario, marchando, eso sí, detrás del caballo descabalgado de Franco, por si se les encabrita y hay que domarlo. Una lástima que a Hitler lo incineraran los suyos, porque después del desentierro de Franco, Zapatero y sus secuaces muertos podrían haberse dado un garbeo por Alemania, no para estudiar a Heidegger, que es muy pesado de leer, ni para pedir perdón a la Merkel por no haber hecho los deberes monetarios, sino para haber cambiado de tumba a Hitler y a Eva Braun, o, en su defecto, a algún prusiano militarote y revoltoso que a los expertos les parezca mal ubicado en su nicho. Y es que los españoles, ya lo decía Ramón Gómez de la Serna, somos gente de epitafios, lápidas, crisantemos y cantares de cementerios: Yo no sé que tienen, madre /// las flores del camposanto ///que cuando las mueve el viento /// parece que están llorando. Solo falta que Zapatero llame ahora a sor Pascualina, la monja que a posteriori afeitó a Pio XII, para que dé también un repaso barbero al cadáver de Franco, no vaya a ser que mi general se levante con barba de legionario y haya desbandada general de socialistas por la sierra de Madrid. ¡Ay Carmela! ¡Ay, Carmela!
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
Uno se queda tranquilo al saber que hay comités de expertos en tumbas. Nadie debería enterrarse sin que estos guripas hayan presentado las conclusiones correspondientes. Según ellos, Franco se equivocó al escoger el Valle de los Caídos como lugar apropiado para el reposo de sus restos mortales. De modo que, a la vista de este informe, el Gobierno socialista quiere trasladar el cadáver de Franco a donde digan estos señores de tanta sabiduría mortuoria y de cipreses alineados. Vayan preparándose porque en cualquier momento volveremos a oír el cornetín militar y otra vez con el muerto a Dios sabe dónde. Naturalmente habrá que emperifollar de nuevo al caballo descabalgado para que vaya, solitario y triste, detrás del catafalco. También tendrán que engrasarse los goznes de la carroza funeraria del entierro de Tierno Galván, mucho más barroca y solemne que la militar, sobre todo por esos percherones entorchados con plumeros negros de limpiar el polvo.
Ya saben ustedes que los socialistas se ponen cachondos, espermatorreicos, con el asunto de Franco y el Valle de los Caídos. Y eso que la mayoría son descendientes de falangistas, militares, gobernadores civiles y jefes provinciales del Movimiento. Sin embargo, a estos chicos lo único que les importa es brujulear por la Historia, de gasolinera en gasolinera, como chinches hambrientas en busca del cargo y la pasta gansa. Pierden unas elecciones por goleada y aún se nos ponen farrucos con la cosa de la Guerra Civil, como si la hubieran ganado disparando, ¡ay, Carmela!, algún mosquetón imaginario de la feria de su pueblo. La guerra la ganaron sus padres y sus abuelos, esa es la verdad, pero la perdió el PSOE y todo esa banda de tramposos del Frente Popular. No lo digo yo, sino el mismísimo Alcalá Zamora en su libro “Asalto a la República”, donde se confirma lo que todo el mundo ha sospechado siempre, es decir, que las elecciones de febrero de 1936 fueron un fraude, un pucherazo y una infamia para cualquier demócrata que se precie de serlo.
También los expertos en tumbas deberían dilucidar quién va a presidir el traslado del César Visionario, como le llamaba el maestro Umbral. En mi opinión, deberíamos recordar esa frase terrible del Evangelio: ¡Dejad que los muertos entierren a los muertos! O sea, nadie mejor que los tres cadáveres más recientes de la Historia de España, es decir, Zapatero, Rubalcaba y Pepiño, para encabezar un cortejo funerario, marchando, eso sí, detrás del caballo descabalgado de Franco, por si se les encabrita y hay que domarlo. Una lástima que a Hitler lo incineraran los suyos, porque después del desentierro de Franco, Zapatero y sus secuaces muertos podrían haberse dado un garbeo por Alemania, no para estudiar a Heidegger, que es muy pesado de leer, ni para pedir perdón a la Merkel por no haber hecho los deberes monetarios, sino para haber cambiado de tumba a Hitler y a Eva Braun, o, en su defecto, a algún prusiano militarote y revoltoso que a los expertos les parezca mal ubicado en su nicho. Y es que los españoles, ya lo decía Ramón Gómez de la Serna, somos gente de epitafios, lápidas, crisantemos y cantares de cementerios: Yo no sé que tienen, madre /// las flores del camposanto ///que cuando las mueve el viento /// parece que están llorando. Solo falta que Zapatero llame ahora a sor Pascualina, la monja que a posteriori afeitó a Pio XII, para que dé también un repaso barbero al cadáver de Franco, no vaya a ser que mi general se levante con barba de legionario y haya desbandada general de socialistas por la sierra de Madrid. ¡Ay Carmela! ¡Ay, Carmela!
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
27 de noviembre de 2011
¡QUÉ TRANQUILIDAD GALLEGA!
Después de la victoria electoral de `las derechas´, se me han puesto unos ojos como de búho insomne. Reconozco que no tenía yo mucha confianza en que el censo reaccionara de manera tan patriótica, tan sensata y con tan indefinible inteligencia. Sólo unos cuantos despistados aún persisten en su empecinamiento religioso de creerse la falsa ortodoxia del rojerío socialista. Pero lo malo no es que estos chicos cesantes hayan convertido a España en el paraíso reencontrado del vagabundo, ni que los bancos sean despreciados hasta por la elite de los atracadores de bancos, ni que la Moncloa sea el último refugio de los etarras, ahora en el Parlamento, sino que hayan introducido la fascinación de una estética colindante entre la basura urbana de los indignados y esa sonata de espectros ministeriales con la careta de lady Pajín. Porque una cosa es destruir una nación milenaria y otra muy distinta es infectarla con los virus hospicianos de lo cursi en plan tormenta del desierto. Todos sabemos que lo cursi es la vulgaridad elevada a la categoría de lo sublime. Zapatero, sin ir más lejos, es el ejemplo perfecto de político cursi. Quiero decir que Zapatero ha sido elevado por sus colegas desde su posición callejera de chico de León a todo un presidente de Gobierno. Ahora lo negarán, ya lo sé, pero los suyos lo han considerado durante ocho años como el oráculo de la izquierda planetaria, el paladín de la alianza de civilizaciones, el rey del buen talante, el hechicero del proceso de paz, el guía espiritual del separatismo catalán y, por supuesto, el rey del gasto público a tutti pleni. ¡Así nos ha ido! Y, para colmo, al chaval le ha tocado gestionar la crisis económica más profunda y jodida desde la Segunda Guerra Mundial. El resultado solo podía ser el que ha sido, es decir, la ruina más absoluta del Estado español, tal y como ya advertimos en este periódico hace algunos años. Sin hablar, claro está, del medio millón de empresas que se han ido por el sumidero gracias, sobre todo, a la impetuosa embestida de los sindicatos y sus indemnizaciones a lo Cristiano Ronaldo.
Pues bien, ahora han ganado `los nuestros´ y tienen por delante una tarea que se me antoja algo más que difícil. Yo diría que improbable. Para empezar no pueden caer en la falacia de la propaganda política. Todo lo contrario. Creo que ha llegado el tiempo de decir la verdad. En mi opinión, los socialistas han sido víctimas, no sólo de su inutilidad congénita como gobernantes, sino de su propia publicidad. Por ejemplo, ante las cámaras de televisión, Pepiño, como el párroco de mi pueblo, predicaba el evangelio de la honradez un segundo antes de echar `gasolina de la buena´ en el depósito insaciable de su partido. ¿También en el suyo? Y Elenita Salgado, cada vez que predecía un inminente crecimiento del PIB, se le erizaban los rulos de la permanente, creciéndole, además, una nariz ciranesca.
Ahora Rajoy, cuando le venga en gana romper la ley del silencio, debe explicar a los españoles lo que no explicó en la campaña electoral. Es decir, anunciar de una puta vez cuáles van a ser sus medidas para reducir el déficit público y cuáles para estimular la inversión privada. Yo aconsejaría al nuevo `Primer Ministro´ que le pusiera un poco de alegre candombe al asunto, ¡más muñeira!, no vaya a ser que se le rebrinquen los mercados en un torbellino de cabras montesas. Desde mi punto de vista, el señor Rajoy debería forzar un plazo más corto para el traspaso de poderes. ¿Es que acaso no oye el clamor de las campanas? A mí me parece que este señor de la barba es como la marcha al suplicio de Berlioz. ¡Qué tranquilidad gallega!
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
Después de la victoria electoral de `las derechas´, se me han puesto unos ojos como de búho insomne. Reconozco que no tenía yo mucha confianza en que el censo reaccionara de manera tan patriótica, tan sensata y con tan indefinible inteligencia. Sólo unos cuantos despistados aún persisten en su empecinamiento religioso de creerse la falsa ortodoxia del rojerío socialista. Pero lo malo no es que estos chicos cesantes hayan convertido a España en el paraíso reencontrado del vagabundo, ni que los bancos sean despreciados hasta por la elite de los atracadores de bancos, ni que la Moncloa sea el último refugio de los etarras, ahora en el Parlamento, sino que hayan introducido la fascinación de una estética colindante entre la basura urbana de los indignados y esa sonata de espectros ministeriales con la careta de lady Pajín. Porque una cosa es destruir una nación milenaria y otra muy distinta es infectarla con los virus hospicianos de lo cursi en plan tormenta del desierto. Todos sabemos que lo cursi es la vulgaridad elevada a la categoría de lo sublime. Zapatero, sin ir más lejos, es el ejemplo perfecto de político cursi. Quiero decir que Zapatero ha sido elevado por sus colegas desde su posición callejera de chico de León a todo un presidente de Gobierno. Ahora lo negarán, ya lo sé, pero los suyos lo han considerado durante ocho años como el oráculo de la izquierda planetaria, el paladín de la alianza de civilizaciones, el rey del buen talante, el hechicero del proceso de paz, el guía espiritual del separatismo catalán y, por supuesto, el rey del gasto público a tutti pleni. ¡Así nos ha ido! Y, para colmo, al chaval le ha tocado gestionar la crisis económica más profunda y jodida desde la Segunda Guerra Mundial. El resultado solo podía ser el que ha sido, es decir, la ruina más absoluta del Estado español, tal y como ya advertimos en este periódico hace algunos años. Sin hablar, claro está, del medio millón de empresas que se han ido por el sumidero gracias, sobre todo, a la impetuosa embestida de los sindicatos y sus indemnizaciones a lo Cristiano Ronaldo.
Pues bien, ahora han ganado `los nuestros´ y tienen por delante una tarea que se me antoja algo más que difícil. Yo diría que improbable. Para empezar no pueden caer en la falacia de la propaganda política. Todo lo contrario. Creo que ha llegado el tiempo de decir la verdad. En mi opinión, los socialistas han sido víctimas, no sólo de su inutilidad congénita como gobernantes, sino de su propia publicidad. Por ejemplo, ante las cámaras de televisión, Pepiño, como el párroco de mi pueblo, predicaba el evangelio de la honradez un segundo antes de echar `gasolina de la buena´ en el depósito insaciable de su partido. ¿También en el suyo? Y Elenita Salgado, cada vez que predecía un inminente crecimiento del PIB, se le erizaban los rulos de la permanente, creciéndole, además, una nariz ciranesca.
Ahora Rajoy, cuando le venga en gana romper la ley del silencio, debe explicar a los españoles lo que no explicó en la campaña electoral. Es decir, anunciar de una puta vez cuáles van a ser sus medidas para reducir el déficit público y cuáles para estimular la inversión privada. Yo aconsejaría al nuevo `Primer Ministro´ que le pusiera un poco de alegre candombe al asunto, ¡más muñeira!, no vaya a ser que se le rebrinquen los mercados en un torbellino de cabras montesas. Desde mi punto de vista, el señor Rajoy debería forzar un plazo más corto para el traspaso de poderes. ¿Es que acaso no oye el clamor de las campanas? A mí me parece que este señor de la barba es como la marcha al suplicio de Berlioz. ¡Qué tranquilidad gallega!
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
19 de noviembre de 2011
UNA VUELTA A LAS LEANDRAS
Hoy no me dejan escribir sobre la música de los candidatos. Dicen que mañana hay elecciones y temen que una metáfora encendida pueda volcar la voluntad del censo hacia el lado más peligroso de la terna. ¿Se acuerdan ustedes de la terna? Un plan quinquenal y todos por la misma senda. Me refiero, claro, a la senda del perdedor. Porque mañana, gane quien gane, los perdedores seremos nosotros. Es decir, los de siempre. En realidad, todos somos víctimas de la estrategia irónica que utilizan los políticos para seducir a las masas. ¿No se han preguntado por qué alguien mataría por gobernar aunque no haya un penique en la caja de los presupuestos? ¿No les espera el fracaso más atronador como regalo navideño? La cuenta sin un duro, los bancos arruinados y una calle caliente llena de okupas y demás parias de la tierra son los mimbres del futuro más previsible de las últimas décadas.
Al final del camino, sólo la Merkel podrá traernos los regalos de Reyes en su trineo apocalíptico. ¡Una lástima que no sea Carla Bruni nuestra hada madrina! Pero así están las cosas. Y les aseguro que la Merkel nos parecerá una de esas `cocottes´ de algún café berlinés de entre guerras cuando llegue con el carrito de los dulces. ¿Quien se lo iba a decir a ella? El euro convertido en la trampa de Europa por culpa de una juerga sureña. No me extraña que los alemanes se suban por las paredes al verse frenados y empobrecidos por un jardín de “latin lovers” en plan Berlusconi y sus falsas colegialas de tarifa y bacaladera.
Por otra parte, reconozco que soy un nostálgico de la peseta, tan rubia ella, tan altisidórica y, sobre todo, tan nuestra, igual que la zarzuela y el gato montés. Sin embargo, hay quien se empecina en adorar al euro como al becerro de oro y les aseguro que dentro del euro no hay ni agua ni azucarillos ni aguardiente. En mi opinión, no hay más tu tía que volver a los orígenes y exhumar la peseta de entre los muertos, si queremos tener alguna posibilidad de volver a los días de vino y de rosas, como en el misterioso poema de Dowson. De otro modo dependeríamos del vértigo de los acontecimientos y, en consecuencia, de la caritativa bondad de los desconocidos. A no ser que nos hayamos convertido en un país de pedigüeños, okupas y otros elegantes de la Puerta del Sol.
Mucho me temo, amigos míos, que para salir de este butrón económico y social haya que volver a la vieja maña franquista de vender sangrías y paellas en este gran chiringuito nacional que es España. Más que ir a votar mañana, hay que desempolvar a Fraga y bañarlo de nuevo en la playa radioactiva de Palomares para que rejuvenezca por la acción vivificadora de esos neutrinos que corren tanto. Porque nadie como Fraga para que España vuelva a oler a bocadillo de calamares, sardinas asadas y cocido de tres vuelcos. Con toda seguridad, lo primero que haría don Manuel sería mandar a sus huestes follanderas a dejar bien alto el pabellón español y chulearles los `travellers´ a las americanas ricas y verriondas. Los españoles tenemos que salvar España a punta de berolo, como antiguamente hicieron nuestros padres y abuelos. El macho ibérico tiene que recuperar sus principios sacrosantos de macho ibérico, a no ser, claro está, que tanta democracia le haya amariconado y su señoría no esté ya para tafetanes y meneos. Como digo, deberíamos de recuperar la peseta, la perra gorda, el relicario y la del manojo de rosas. De lo contrario, nos veremos en una plaza de Bruselas con la escalera, la trompeta y la cabra. Si es que no se ha muerto la cabra.
Antonio Civantos
(antoniocivantos.blogspot.com)
Hoy no me dejan escribir sobre la música de los candidatos. Dicen que mañana hay elecciones y temen que una metáfora encendida pueda volcar la voluntad del censo hacia el lado más peligroso de la terna. ¿Se acuerdan ustedes de la terna? Un plan quinquenal y todos por la misma senda. Me refiero, claro, a la senda del perdedor. Porque mañana, gane quien gane, los perdedores seremos nosotros. Es decir, los de siempre. En realidad, todos somos víctimas de la estrategia irónica que utilizan los políticos para seducir a las masas. ¿No se han preguntado por qué alguien mataría por gobernar aunque no haya un penique en la caja de los presupuestos? ¿No les espera el fracaso más atronador como regalo navideño? La cuenta sin un duro, los bancos arruinados y una calle caliente llena de okupas y demás parias de la tierra son los mimbres del futuro más previsible de las últimas décadas.
Al final del camino, sólo la Merkel podrá traernos los regalos de Reyes en su trineo apocalíptico. ¡Una lástima que no sea Carla Bruni nuestra hada madrina! Pero así están las cosas. Y les aseguro que la Merkel nos parecerá una de esas `cocottes´ de algún café berlinés de entre guerras cuando llegue con el carrito de los dulces. ¿Quien se lo iba a decir a ella? El euro convertido en la trampa de Europa por culpa de una juerga sureña. No me extraña que los alemanes se suban por las paredes al verse frenados y empobrecidos por un jardín de “latin lovers” en plan Berlusconi y sus falsas colegialas de tarifa y bacaladera.
Por otra parte, reconozco que soy un nostálgico de la peseta, tan rubia ella, tan altisidórica y, sobre todo, tan nuestra, igual que la zarzuela y el gato montés. Sin embargo, hay quien se empecina en adorar al euro como al becerro de oro y les aseguro que dentro del euro no hay ni agua ni azucarillos ni aguardiente. En mi opinión, no hay más tu tía que volver a los orígenes y exhumar la peseta de entre los muertos, si queremos tener alguna posibilidad de volver a los días de vino y de rosas, como en el misterioso poema de Dowson. De otro modo dependeríamos del vértigo de los acontecimientos y, en consecuencia, de la caritativa bondad de los desconocidos. A no ser que nos hayamos convertido en un país de pedigüeños, okupas y otros elegantes de la Puerta del Sol.
Mucho me temo, amigos míos, que para salir de este butrón económico y social haya que volver a la vieja maña franquista de vender sangrías y paellas en este gran chiringuito nacional que es España. Más que ir a votar mañana, hay que desempolvar a Fraga y bañarlo de nuevo en la playa radioactiva de Palomares para que rejuvenezca por la acción vivificadora de esos neutrinos que corren tanto. Porque nadie como Fraga para que España vuelva a oler a bocadillo de calamares, sardinas asadas y cocido de tres vuelcos. Con toda seguridad, lo primero que haría don Manuel sería mandar a sus huestes follanderas a dejar bien alto el pabellón español y chulearles los `travellers´ a las americanas ricas y verriondas. Los españoles tenemos que salvar España a punta de berolo, como antiguamente hicieron nuestros padres y abuelos. El macho ibérico tiene que recuperar sus principios sacrosantos de macho ibérico, a no ser, claro está, que tanta democracia le haya amariconado y su señoría no esté ya para tafetanes y meneos. Como digo, deberíamos de recuperar la peseta, la perra gorda, el relicario y la del manojo de rosas. De lo contrario, nos veremos en una plaza de Bruselas con la escalera, la trompeta y la cabra. Si es que no se ha muerto la cabra.
Antonio Civantos
(antoniocivantos.blogspot.com)
13 de noviembre de 2011
EL DIABLEAR DE LOS DIABLOS
Esta es la rosa de los vientos. Gira, se detiene, apunta hacia un hemisferio cuya fortuna ignoramos. ¿Sabemos acaso discernir dónde se halla la fortuna? Así empieza “Vida de una dama galante”, un extraño relato del inefable Juan Perucho, uno de los escritores españoles mas olvidados de nuestra literatura reciente. Gracias a Dios, ahora lo tenemos aquí, entre nosotros, en Messolonghi, la ciudad de los muertos. Todas las tardes viene Perucho al café para asistir a la tertulia de Borges, su amigo del alma, y al que tanto trató de imitar en vida. Pero yo no quiero hablar de mitos literarios, sino de la Rosa de los Vientos o de la Rueda de la Fortuna, tan desfavorable para nuestros intereses. Quiero decir que tenemos el viento de proa y el camino ya se nos hace largo, cansino y lleno de peligros, igual que el regreso de Ulises a Ítaca.
Para empezar, el día 20 de este mes de noviembre, cegaremos a Polifemo, el monstruo de un sólo ojo (el ojo de SITEL) y de los infinitos dosieres y chivatazos. La verdad es que Polifemo tiene su gracia, por qué no; eso sí, siempre y cuando no salga de la cueva para debatir en televisión. Hay personajes que funcionan a pleno rendimiento sólo cuando trabajan en la oscuridad del subsuelo. A la luz del día se les transparentan las intrigas, las falsas mochilas y los micrófonos de confesionario. Como ya habrán adivinado, me refiero, claro está, al tortuoso Rubalcaba (si le das la espalda te la clava) y, sobre todo, a su fama de cotilla social y a su voraz apetito de faisanes soplones. Precisamente, creo que Juan Perucho, en el libro de cocina que escribió con el doctor Castroviejo, nos ofrece una suculenta receta del “paté de faisán”, que es el paté preferido de los etarras a la hora de la merienda. Naturalmente, estos chicos lo acompañan con un champán rosé que les manda Rubalcaba de parte de Zapatero, Camacho, Pompidú y los garzones de turno.
Como es natural, antes de escribir sobre Rubalcaba y su guardia pretoriana, he tomado mis cautelas. No en vano a los diablos les molesta un imperio que les vengan con literaturas. De modo que me he leído a conciencia el “Libro del papa Honorio”, que trata acerca de las precauciones que hay que tomar antes de convocarlos o escribir acerca de cualquiera de ellos. Nos dice Honorio, por ejemplo, que no se puede escribir sobre ningún demonio sin antes protegerse trazando un círculo a nuestro alrededor. Ya saben ustedes que al mago Belarmino de Arriaza se le dobló la columna vertebral como consecuencia de un mal encantamiento. Dios me libre de una cosa parecida. No lo divulguen ustedes, pero he descubierto que Rubalcaba es el representante en España del brujo Pinel, es decir, un diablo de baja estofa que vivió en París hace más de un siglo y que todavía menea la cola, según dicen, como barquero de etarras entre San Sebastián y San Juan de Luz.
Sin ir más lejos, la otra noche, en el debate de televisión, se le vio a Rajoy como paralizado de lengua por culpa del pupilazo ultravioleta de su adversario. Acuérdense de que la mirada de Rubalcaba era paralizante, mefistofélica y en plan de querer electrificar a su oponente, quien se quedó como alelado, preso sin duda del encantamiento diabólico. Estaba claro que Rajoy no sabía lo del círculo a su alrededor, enfrentándose a Rubalcaba sin la protección aconsejada por el papa Honorio. Encima estaba ese tipo, Campo Vidal, otro brujo, quien lleva en la nómina socialista y televisiva desde los tiempos de Estrellita Castro y su bucle melancólico. Sin embargo, arrasaremos.
Antonio Civantos
Esta es la rosa de los vientos. Gira, se detiene, apunta hacia un hemisferio cuya fortuna ignoramos. ¿Sabemos acaso discernir dónde se halla la fortuna? Así empieza “Vida de una dama galante”, un extraño relato del inefable Juan Perucho, uno de los escritores españoles mas olvidados de nuestra literatura reciente. Gracias a Dios, ahora lo tenemos aquí, entre nosotros, en Messolonghi, la ciudad de los muertos. Todas las tardes viene Perucho al café para asistir a la tertulia de Borges, su amigo del alma, y al que tanto trató de imitar en vida. Pero yo no quiero hablar de mitos literarios, sino de la Rosa de los Vientos o de la Rueda de la Fortuna, tan desfavorable para nuestros intereses. Quiero decir que tenemos el viento de proa y el camino ya se nos hace largo, cansino y lleno de peligros, igual que el regreso de Ulises a Ítaca.
Para empezar, el día 20 de este mes de noviembre, cegaremos a Polifemo, el monstruo de un sólo ojo (el ojo de SITEL) y de los infinitos dosieres y chivatazos. La verdad es que Polifemo tiene su gracia, por qué no; eso sí, siempre y cuando no salga de la cueva para debatir en televisión. Hay personajes que funcionan a pleno rendimiento sólo cuando trabajan en la oscuridad del subsuelo. A la luz del día se les transparentan las intrigas, las falsas mochilas y los micrófonos de confesionario. Como ya habrán adivinado, me refiero, claro está, al tortuoso Rubalcaba (si le das la espalda te la clava) y, sobre todo, a su fama de cotilla social y a su voraz apetito de faisanes soplones. Precisamente, creo que Juan Perucho, en el libro de cocina que escribió con el doctor Castroviejo, nos ofrece una suculenta receta del “paté de faisán”, que es el paté preferido de los etarras a la hora de la merienda. Naturalmente, estos chicos lo acompañan con un champán rosé que les manda Rubalcaba de parte de Zapatero, Camacho, Pompidú y los garzones de turno.
Como es natural, antes de escribir sobre Rubalcaba y su guardia pretoriana, he tomado mis cautelas. No en vano a los diablos les molesta un imperio que les vengan con literaturas. De modo que me he leído a conciencia el “Libro del papa Honorio”, que trata acerca de las precauciones que hay que tomar antes de convocarlos o escribir acerca de cualquiera de ellos. Nos dice Honorio, por ejemplo, que no se puede escribir sobre ningún demonio sin antes protegerse trazando un círculo a nuestro alrededor. Ya saben ustedes que al mago Belarmino de Arriaza se le dobló la columna vertebral como consecuencia de un mal encantamiento. Dios me libre de una cosa parecida. No lo divulguen ustedes, pero he descubierto que Rubalcaba es el representante en España del brujo Pinel, es decir, un diablo de baja estofa que vivió en París hace más de un siglo y que todavía menea la cola, según dicen, como barquero de etarras entre San Sebastián y San Juan de Luz.
Sin ir más lejos, la otra noche, en el debate de televisión, se le vio a Rajoy como paralizado de lengua por culpa del pupilazo ultravioleta de su adversario. Acuérdense de que la mirada de Rubalcaba era paralizante, mefistofélica y en plan de querer electrificar a su oponente, quien se quedó como alelado, preso sin duda del encantamiento diabólico. Estaba claro que Rajoy no sabía lo del círculo a su alrededor, enfrentándose a Rubalcaba sin la protección aconsejada por el papa Honorio. Encima estaba ese tipo, Campo Vidal, otro brujo, quien lleva en la nómina socialista y televisiva desde los tiempos de Estrellita Castro y su bucle melancólico. Sin embargo, arrasaremos.
Antonio Civantos
CIERTA FATIGA DEL NORTE
Desde Messolonghi, entendemos que la valquiria Ángela Merkel no es precisamente discípula de su paisano J. J. Winckelmann, aquel arqueólogo alemán que encontró en el ideal de belleza de los griegos la razón principal de su vida. La cancillera alemana debería leer a Herodoto para estar a la altura de las circunstancias. Sobre todo, para saber que la Grecia de Papandreu no es aquella de Platón. Ni mucho menos. Tal vez uno esté equivocado, pero yo creo que desde las correrías de ese bestia parda de Alejandro, un macedonio, al fin y al cabo, Grecia sólo ha dado al mundo quebraderos de cabeza. Aquella Grecia amada, no sólo por Winckelmann, sino también por Marsilio Ficcino, Pico de la Mirandola, Walter Pater, Oscar Wilde y casi todos los estetas que en el mundo han sido, no responde a los postulados de esta otra Grecia moderna, degenerada y arruinada por tirarse a la molicie de los presupuestos generales del Estado. Si los italianos y los españoles hemos ordeñado hasta la extenuación la vaca presupuestaria, los griegos se la han comido cortada en chuletones y a base de ese excelente `Ouzo´ que destilan en la isla de Chíos.
Naturalmente, a la vista del panorama de huelgas, manifestaciones y otras formas de violencia callejera desatado tan sólo por un ligero conato de apretarse el cinturón, Papandreu ha decidido que sean los ciudadanos quienes elijan su futuro. Yo haría lo mismo, claro está. La experiencia histórica nos dice que, salvo los alemanes, ningún pueblo del mundo es proclive al sacrificio para salvar a la patria. Ni siquiera para salvarse a sí mismo. Los sumos sacerdotes de esta sacrosanta actitud, suicida donde los haya, se encuentran, claro está, entre los líderes sindicales, quienes prefieren la ruina del mundo antes que ceder un ápice del poder adquirido. Esta clase de heroísmo sindical, populachero más bien, es lo que ha llevado a Papandreu a un inesperado y peligroso lavatorio de manos, es decir, a quitarse el mochuelo de encima, como vulgarmente se dice. No es para menos. Porque yo creo que cualquier gobernante, democráticamente elegido, solamente está obligado a gobernar, valga la redundancia, si la ciudadanía muestra algún síntoma de estar plenamente civilizada. En caso contrario, lo mejor es dimitir, tomar las de Villadiego y disfrutar de los placeres acuáticos en el lujoso balneario del año pasado en Mariembad. ¿A quién podría interesar, salvo a un milico bananero, ejercer el poder sobre una chusma tonante?
Europa se ha puesto de lo más atractiva y, en mi opinión, merece la pena esperar la respuesta del pueblo griego. Ya veremos el grado de civilización de los herederos de Pericles. Sin embargo, yo siempre he creído en la bondad de la `mayoría silenciosa´. Una mayoría a la que difícilmente se puede engañar más de una vez. Me refiero a que es posible esperar de los griegos una respuesta sensata. De lo contrario, habría que disculpar a los europeos ricos del norte esa cierta fatiga que sienten hacia los pobres del sur. De seguir así las cosas, tarde o temprano, profetizo, los países ricos se desentenderán de los países pobres, una carga demasiado pesada y cara como para llevarla del brazo a través de la Historia. Y no podremos evitarlo, por mucho que nuestros liberados sindicales, asociaciones culturales de okupas y demás estetas de la indignación nos condenen a la perpetuidad de una huelga existencial. El panorama resulta, como digo, sumamente cautivador. De momento, permanecemos, junto a los griegos, con el pie en el acelerador y al borde del precipicio, igual que Thelma y Louise. ¿Se acuerdan? Pero ni los griegos ni nosotros poseemos tanta belleza como ellas. Al menos, desde mi punto de vista.
Antonio Civantos
www.antoniocivantos.blogspot.com
Desde Messolonghi, entendemos que la valquiria Ángela Merkel no es precisamente discípula de su paisano J. J. Winckelmann, aquel arqueólogo alemán que encontró en el ideal de belleza de los griegos la razón principal de su vida. La cancillera alemana debería leer a Herodoto para estar a la altura de las circunstancias. Sobre todo, para saber que la Grecia de Papandreu no es aquella de Platón. Ni mucho menos. Tal vez uno esté equivocado, pero yo creo que desde las correrías de ese bestia parda de Alejandro, un macedonio, al fin y al cabo, Grecia sólo ha dado al mundo quebraderos de cabeza. Aquella Grecia amada, no sólo por Winckelmann, sino también por Marsilio Ficcino, Pico de la Mirandola, Walter Pater, Oscar Wilde y casi todos los estetas que en el mundo han sido, no responde a los postulados de esta otra Grecia moderna, degenerada y arruinada por tirarse a la molicie de los presupuestos generales del Estado. Si los italianos y los españoles hemos ordeñado hasta la extenuación la vaca presupuestaria, los griegos se la han comido cortada en chuletones y a base de ese excelente `Ouzo´ que destilan en la isla de Chíos.
Naturalmente, a la vista del panorama de huelgas, manifestaciones y otras formas de violencia callejera desatado tan sólo por un ligero conato de apretarse el cinturón, Papandreu ha decidido que sean los ciudadanos quienes elijan su futuro. Yo haría lo mismo, claro está. La experiencia histórica nos dice que, salvo los alemanes, ningún pueblo del mundo es proclive al sacrificio para salvar a la patria. Ni siquiera para salvarse a sí mismo. Los sumos sacerdotes de esta sacrosanta actitud, suicida donde los haya, se encuentran, claro está, entre los líderes sindicales, quienes prefieren la ruina del mundo antes que ceder un ápice del poder adquirido. Esta clase de heroísmo sindical, populachero más bien, es lo que ha llevado a Papandreu a un inesperado y peligroso lavatorio de manos, es decir, a quitarse el mochuelo de encima, como vulgarmente se dice. No es para menos. Porque yo creo que cualquier gobernante, democráticamente elegido, solamente está obligado a gobernar, valga la redundancia, si la ciudadanía muestra algún síntoma de estar plenamente civilizada. En caso contrario, lo mejor es dimitir, tomar las de Villadiego y disfrutar de los placeres acuáticos en el lujoso balneario del año pasado en Mariembad. ¿A quién podría interesar, salvo a un milico bananero, ejercer el poder sobre una chusma tonante?
Europa se ha puesto de lo más atractiva y, en mi opinión, merece la pena esperar la respuesta del pueblo griego. Ya veremos el grado de civilización de los herederos de Pericles. Sin embargo, yo siempre he creído en la bondad de la `mayoría silenciosa´. Una mayoría a la que difícilmente se puede engañar más de una vez. Me refiero a que es posible esperar de los griegos una respuesta sensata. De lo contrario, habría que disculpar a los europeos ricos del norte esa cierta fatiga que sienten hacia los pobres del sur. De seguir así las cosas, tarde o temprano, profetizo, los países ricos se desentenderán de los países pobres, una carga demasiado pesada y cara como para llevarla del brazo a través de la Historia. Y no podremos evitarlo, por mucho que nuestros liberados sindicales, asociaciones culturales de okupas y demás estetas de la indignación nos condenen a la perpetuidad de una huelga existencial. El panorama resulta, como digo, sumamente cautivador. De momento, permanecemos, junto a los griegos, con el pie en el acelerador y al borde del precipicio, igual que Thelma y Louise. ¿Se acuerdan? Pero ni los griegos ni nosotros poseemos tanta belleza como ellas. Al menos, desde mi punto de vista.
Antonio Civantos
www.antoniocivantos.blogspot.com
CAFÉ VOLTAIRE
Cuando aquello de la aparición de los tres encapuchados, les juro que se me saltaron las lágrimas del alborozo, como al arcangélico Rubalcaba. Por un momento glorioso me hice ilusiones acerca de una vuelta triunfal del Dadaísmo. En realidad, al ver aquellos disfraces carnavaleros, me pareció que viajaba a través de los enigmas del tiempo, un viaje tal vez propiciado milagrosamente por las nuevas prisas supersónicas del neutrino. Quiero decir que, por un momento glorioso, fui como psicotransportado hasta las moradas filosofales de Hugo Ball y Tristan Tzara. Así es, amigos míos, en mi inocencia pensé que los tres encapuchados, con su aspecto venerable de mayordomos de cofradía, habían surgido, misteriosamente, desde los mismísimos cruasanes del Café Voltaire. Entonces, me dije que no hay como una respuesta estética para combatir los efectos devastadores de una mala gestión de gobierno. Me refiero, claro está, a la maléfica y maligna y ruinosa política del señor Zapatero. En mi opinión, una vuelta repentina hacia una nueva versión del movimiento Dadá sería la solución propicia para subsanar la neurosis colectiva de un pueblo arruinado, insultado, humillado y al borde de todos los abismos más o menos probables.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Los tres encapuchados no surgían como representación y voluntad de un movimiento estético, sino como una antigua contienda territorial inventada hace poco más de medio siglo. En el fondo, cuando les vi en la pantalla del televisor, algo me dijo dentro de mí que esas chapelas no podían anunciar nada bueno, aunque algún imbécil diga lo contrario. Pero como enseguida acudió Rubalcaba con la masa encefálica al descubierto y luego vino Pepiño y apareció Zapatero y también esa otra gorda del PSOE, pensé que por fin en España se daba una respuesta estética a los problemas de la crisis. ¿Qué otra solución se puede aportar a una hecatombe semejante? Porque cuando no hay dinero ni para papel de fumar, ¡que no lo hay!, lo mejor es refugiarse en los salones del arte. Pero no en los salones de un arte burgués y bancario cualquiera, ni mucho menos, sino que hemos de profundizar y cavar hasta las mismas zahúrdas de la imaginación y sacar de allí lo necesario para sobrevivir a la miseria y a políticos tan rastreros, por ejemplo, como don Pedro Solbes, aquel cobarde que huyó de la razón cuando la razón aún era posible. El señor Solbes sabía cuál era el futuro de España porque lo vio reflejado en la frente de Zapatero, tan claro y diáfano como un cielo de primavera. Ese fue el motivo de su magistral y patriótico mutis por el foro.
Y aquí estamos, mis querido amigos, dilucidando si el comunicado etarra es el evangelio del `Nuevo Dadaísmo´ español o es una versión reducida de las Súmulas de Medina del Campo. Porque hay que reconocer que los españoles, aunque no inventamos el Dadaísmo, siempre fuimos los más dadaístas del mundo. Personalmente creo que el Café Voltaire se merecía haber estado situado en cualquier ciudad española. Incluso hay quien dice que fue Ramón, en la botillería de Pombo, quien realmente creó el movimiento Dadá. Yo también lo creo. ¿Qué terrorista del mundo, por ejemplo, resulta más dadá que esos encapuchados con boina y voz de vicetiple? ¿Qué político europeo es más dadaísta que Pepiño Blanco y sus maletines de gasolinera? ¿Qué mítines son más surrealistas que los de Rubalcaba y sus promesas de empleo? El espíritu del Café Voltaire, aunque suizo, hoy aletea sobre las aguas pantanosas de la ruina de España. Tristan Tzara estaría orgulloso de vivir ahora en nuestro país, aunque fuera, claro está, en calidad de emigrante rumano. Tristan Tzara sería un parado más y votaría sin duda a Rubalcaba. Y es que el Dadaísmo es así de cabronazo. No vayan a creerse.
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
Cuando aquello de la aparición de los tres encapuchados, les juro que se me saltaron las lágrimas del alborozo, como al arcangélico Rubalcaba. Por un momento glorioso me hice ilusiones acerca de una vuelta triunfal del Dadaísmo. En realidad, al ver aquellos disfraces carnavaleros, me pareció que viajaba a través de los enigmas del tiempo, un viaje tal vez propiciado milagrosamente por las nuevas prisas supersónicas del neutrino. Quiero decir que, por un momento glorioso, fui como psicotransportado hasta las moradas filosofales de Hugo Ball y Tristan Tzara. Así es, amigos míos, en mi inocencia pensé que los tres encapuchados, con su aspecto venerable de mayordomos de cofradía, habían surgido, misteriosamente, desde los mismísimos cruasanes del Café Voltaire. Entonces, me dije que no hay como una respuesta estética para combatir los efectos devastadores de una mala gestión de gobierno. Me refiero, claro está, a la maléfica y maligna y ruinosa política del señor Zapatero. En mi opinión, una vuelta repentina hacia una nueva versión del movimiento Dadá sería la solución propicia para subsanar la neurosis colectiva de un pueblo arruinado, insultado, humillado y al borde de todos los abismos más o menos probables.
Sin embargo, mi gozo en un pozo. Los tres encapuchados no surgían como representación y voluntad de un movimiento estético, sino como una antigua contienda territorial inventada hace poco más de medio siglo. En el fondo, cuando les vi en la pantalla del televisor, algo me dijo dentro de mí que esas chapelas no podían anunciar nada bueno, aunque algún imbécil diga lo contrario. Pero como enseguida acudió Rubalcaba con la masa encefálica al descubierto y luego vino Pepiño y apareció Zapatero y también esa otra gorda del PSOE, pensé que por fin en España se daba una respuesta estética a los problemas de la crisis. ¿Qué otra solución se puede aportar a una hecatombe semejante? Porque cuando no hay dinero ni para papel de fumar, ¡que no lo hay!, lo mejor es refugiarse en los salones del arte. Pero no en los salones de un arte burgués y bancario cualquiera, ni mucho menos, sino que hemos de profundizar y cavar hasta las mismas zahúrdas de la imaginación y sacar de allí lo necesario para sobrevivir a la miseria y a políticos tan rastreros, por ejemplo, como don Pedro Solbes, aquel cobarde que huyó de la razón cuando la razón aún era posible. El señor Solbes sabía cuál era el futuro de España porque lo vio reflejado en la frente de Zapatero, tan claro y diáfano como un cielo de primavera. Ese fue el motivo de su magistral y patriótico mutis por el foro.
Y aquí estamos, mis querido amigos, dilucidando si el comunicado etarra es el evangelio del `Nuevo Dadaísmo´ español o es una versión reducida de las Súmulas de Medina del Campo. Porque hay que reconocer que los españoles, aunque no inventamos el Dadaísmo, siempre fuimos los más dadaístas del mundo. Personalmente creo que el Café Voltaire se merecía haber estado situado en cualquier ciudad española. Incluso hay quien dice que fue Ramón, en la botillería de Pombo, quien realmente creó el movimiento Dadá. Yo también lo creo. ¿Qué terrorista del mundo, por ejemplo, resulta más dadá que esos encapuchados con boina y voz de vicetiple? ¿Qué político europeo es más dadaísta que Pepiño Blanco y sus maletines de gasolinera? ¿Qué mítines son más surrealistas que los de Rubalcaba y sus promesas de empleo? El espíritu del Café Voltaire, aunque suizo, hoy aletea sobre las aguas pantanosas de la ruina de España. Tristan Tzara estaría orgulloso de vivir ahora en nuestro país, aunque fuera, claro está, en calidad de emigrante rumano. Tristan Tzara sería un parado más y votaría sin duda a Rubalcaba. Y es que el Dadaísmo es así de cabronazo. No vayan a creerse.
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
CONDOLENCIAS EN LA MONCLOA
Agachapandado en la Moncloa, el cadáver se lame las heridas como si estuviera vivo. Mejor sería que doña Sonsoles le diera friegas de formol para que al menos su mirada fosforeciera, astral y lobuna, en la noche postrera de su reinado. Tal vez no lo sepan, pero les juro que el cadáver, acartonado en su trono, pasa los últimos días de Pompeya recibiendo visitas desconsoladas. Sin ir más lejos, Pepiño presentó ayer sus respetos después de repostar en la gasolinera de Rios Rosas. Más tarde, el gallego se pasó por Ferraz para dejar unos galones, antes de subir al ático y dejar la carga entre cerrojos codificados. También me dicen que Josu Ternera, después de sus prácticas de tiro, suele pasarse por la capilla ardiente para charlar un rato con el cadáver. La charlotada de San Sebastián, precisamente, surgió de esos rezos a dos manos en una noche de oráculos. El cadáver y Ternera no piensan dejar de rezar hasta que se crucen los trenes soleados de la independencia vasca. Feliz ese día de difuntos en que el cadáver será trasladado, entre himnos y salterios, a la catedral de León.
Me cuentan que también el ministro del Interior, con su loca tendencia al contoneo, se presentó en Moncloa acompañado de media docena de indignados, todos ellos vestidos con librea y pelucas a lo Chateaubriand. El señor ministro llegó directamente de su palacio en la calle Carretas, Hotel Madrid, después de darse un baño de agua caliente y sales perfumadas, como si fuera la reina del alegre candombe. Perdonen si les hiere la comparación, pero yo creo que los jóvenes indignados se parecen cada vez más a los `sans-culottes´ de Robespierre, sólo les falta la bayoneta calada y una alimentación menos proteica. Por lo demás, demuestran el mismo entusiasmo. Resulta raro que aún no hayan levantado la guillotina en la Puerta del Sol.
¿Se imaginan a Rubalcaba en plan `tricoteuse´?
Por cierto, Rubalcaba ha venido y nadie sabe cómo ha sido. El cadáver, al verlo allí delante, rezando sus oraciones en el libro rojo, como mínimo se ha puesto nervioso. Rubalcaba ni entre rezos parece de confianza. Incluso han tenido que recoger a toda prisa la poca plata que aún queda en la Moncloa. Rubalcaba, pálido como el jade, apiña sus deditos para explicar la estrategia que derrotará la avariosis vitalicia de los `mercados´. El cadáver le da su bendición y el candidato se retira entre miradas de tristeza dolorida y suspiros al borde del silencio. A Rubalcaba le espera en la puerta su utilitario rojo, seguido de los cien mil coches oficiales del Estado, más los cien mil chóferes incluidos, es decir, los cien mil hijos de San Luis del socialismo español.
Al fin, llegaron las niñas a ofrecer sus condolencias. Doña Sonsoles las recibió con un juego de café conmemorativo de Suresnes y otras bulerías. Maria Teresa, cara volpina y ojos insinuantes. Elenita Salgado, una señora mínima de rostro apretujado entre bonos del Tesoro, tan volátiles como pompas de jabón. Rosita Aguilar, la Verónica de los comunistas, traidora, con el rostro de Julio Anguita tornasolado en el paño. Bibiana Aído, “poupée de cire, poupée de son”, coronela de un tropel de feministas, zurcidoras de honras y otras `miembras´ equidistantes entre el amor y la guerra. Leire Pajín, noblemente robusta, teñido el pelo de mil fuegos, titiritera hambrienta, su mirada larga y espesa, como el vaho de la lluvia. El cadáver las mira y se sobrepone a la emoción de verlas allí reunidas, alrededor se su trono mortuorio, jugando al corro de la patata, como en aquellos tiempos gloriosos de Guadalajara. El cadáver llora con sus ojos nublados de lejanías. Pues bien, chicas, hasta aquí hemos llegado, les dice. ¿Queda algo ahí fuera? Me temo que no, presidente, le responden. Tan sólo ruina y desolación.
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
Agachapandado en la Moncloa, el cadáver se lame las heridas como si estuviera vivo. Mejor sería que doña Sonsoles le diera friegas de formol para que al menos su mirada fosforeciera, astral y lobuna, en la noche postrera de su reinado. Tal vez no lo sepan, pero les juro que el cadáver, acartonado en su trono, pasa los últimos días de Pompeya recibiendo visitas desconsoladas. Sin ir más lejos, Pepiño presentó ayer sus respetos después de repostar en la gasolinera de Rios Rosas. Más tarde, el gallego se pasó por Ferraz para dejar unos galones, antes de subir al ático y dejar la carga entre cerrojos codificados. También me dicen que Josu Ternera, después de sus prácticas de tiro, suele pasarse por la capilla ardiente para charlar un rato con el cadáver. La charlotada de San Sebastián, precisamente, surgió de esos rezos a dos manos en una noche de oráculos. El cadáver y Ternera no piensan dejar de rezar hasta que se crucen los trenes soleados de la independencia vasca. Feliz ese día de difuntos en que el cadáver será trasladado, entre himnos y salterios, a la catedral de León.
Me cuentan que también el ministro del Interior, con su loca tendencia al contoneo, se presentó en Moncloa acompañado de media docena de indignados, todos ellos vestidos con librea y pelucas a lo Chateaubriand. El señor ministro llegó directamente de su palacio en la calle Carretas, Hotel Madrid, después de darse un baño de agua caliente y sales perfumadas, como si fuera la reina del alegre candombe. Perdonen si les hiere la comparación, pero yo creo que los jóvenes indignados se parecen cada vez más a los `sans-culottes´ de Robespierre, sólo les falta la bayoneta calada y una alimentación menos proteica. Por lo demás, demuestran el mismo entusiasmo. Resulta raro que aún no hayan levantado la guillotina en la Puerta del Sol.
¿Se imaginan a Rubalcaba en plan `tricoteuse´?
Por cierto, Rubalcaba ha venido y nadie sabe cómo ha sido. El cadáver, al verlo allí delante, rezando sus oraciones en el libro rojo, como mínimo se ha puesto nervioso. Rubalcaba ni entre rezos parece de confianza. Incluso han tenido que recoger a toda prisa la poca plata que aún queda en la Moncloa. Rubalcaba, pálido como el jade, apiña sus deditos para explicar la estrategia que derrotará la avariosis vitalicia de los `mercados´. El cadáver le da su bendición y el candidato se retira entre miradas de tristeza dolorida y suspiros al borde del silencio. A Rubalcaba le espera en la puerta su utilitario rojo, seguido de los cien mil coches oficiales del Estado, más los cien mil chóferes incluidos, es decir, los cien mil hijos de San Luis del socialismo español.
Al fin, llegaron las niñas a ofrecer sus condolencias. Doña Sonsoles las recibió con un juego de café conmemorativo de Suresnes y otras bulerías. Maria Teresa, cara volpina y ojos insinuantes. Elenita Salgado, una señora mínima de rostro apretujado entre bonos del Tesoro, tan volátiles como pompas de jabón. Rosita Aguilar, la Verónica de los comunistas, traidora, con el rostro de Julio Anguita tornasolado en el paño. Bibiana Aído, “poupée de cire, poupée de son”, coronela de un tropel de feministas, zurcidoras de honras y otras `miembras´ equidistantes entre el amor y la guerra. Leire Pajín, noblemente robusta, teñido el pelo de mil fuegos, titiritera hambrienta, su mirada larga y espesa, como el vaho de la lluvia. El cadáver las mira y se sobrepone a la emoción de verlas allí reunidas, alrededor se su trono mortuorio, jugando al corro de la patata, como en aquellos tiempos gloriosos de Guadalajara. El cadáver llora con sus ojos nublados de lejanías. Pues bien, chicas, hasta aquí hemos llegado, les dice. ¿Queda algo ahí fuera? Me temo que no, presidente, le responden. Tan sólo ruina y desolación.
Antonio Civantos
antoniocivantos.blogspot.com
12 de junio de 2011
MENTIRA Y FARSA
Me niego a considerar la mentira como éticamente reprobable. Y, mucho menos, a considerarla como lo contrario de la verdad. ¿A qué verdad nos referimos? La mentira, aunque así lo parezca, no es cosa de políticos arribistas y sin escrúpulos. El político es tan sólo un farsante, el adalid del engaño, muy alejado del dominio estético de la mentira. Si por algo se caracteriza esta época en que vivimos es por la decadencia de la mentira como arte, ciencia y goce social. La mentira, como dijo Oscar Wilde, es sin duda la quintaesencia del arte, el cual sería sin ella pura y sencilla imitación. La mentira es la que inspira al artista para trascender la verdad de lo real. Quiero decir que el mentiroso utiliza la verdad como materia prima, recreándola y modelándola en un sinfín de formas inéditas. La mentira, en definitiva, es la piedra angular de la sociedad civilizada, sin ella la vida sería tan aburrida y tendenciosa como una conferencia del juez Garzón sobre “Humanismo, República y Paracuellos”.
Hay una novelita de Henry James titulada, precisamente, “El mentiroso”, la cual trata de un personaje increíblemente respetado y querido por su círculo familiar y social, a pesar de ser famoso por esculpir caprichosamente la realidad. Porque, como digo, un mentiroso, en todo su esplendor y pureza, resulta justamente lo contrario de un farsante, cuyas intenciones suelen ser asaz malignas y perjudicadoras. Los farsantes me repugnan, sobre todo cuando cambian la realidad a su interés y provecho, suplantando, pongo por caso, su verdadera personalidad de garduño cervantino por la de querubín calderoniano. El mentiroso no tiene intención alguna de hacer daño ni obtener prebenda. El farsante, sí. El mentiroso es un artista, miente para dar rienda suelta a su creatividad y, en consecuencia, es un virtuoso del lenguaje y la imaginación.
Por ejemplo, Zapatero anda estos días escenificando cómo quiere repartir la fortuna que vamos a poner en sus manos. Por un lado, garantiza que serán las familias y pequeñas empresas las beneficiarias, mientras que por otro nos entrega a Garzón y sus esqueletos lorquianos para perfilarse en secreto como el Lawrence de Arabia de la banca española. Quiero decir que Zapatero es el paladín de la gran farsa de esta crisis financiera. No hay datos fidedignos de que los bancos españoles pasen por apuros contables, pero sí existen indicios de que los socialistas, a Dios pongo por testigo, jamás volverán a pasar hambre. Se establecen muchos vínculos de amistad si uno reparte veinticinco billones de pesetas. ¿Quién será el Botín que en adelante se atreva a negarles un préstamo? ¿Acaso les van a mandar al hombre del frac para cobrárselo? Pues bien, si los socialistas hasta la fecha han amaestrado la voluntad del Congreso, conseguido la parcialidad del Poder Judicial, incluido el Tribunal Constitucional, comprado la connivencia de las televisiones, a partir de este momento también controlarán la política financiera de la banca privada, que será su rehén hasta la noche de los tiempos. Y es que el fascismo también se socializa.
Antonio Civantos
Me niego a considerar la mentira como éticamente reprobable. Y, mucho menos, a considerarla como lo contrario de la verdad. ¿A qué verdad nos referimos? La mentira, aunque así lo parezca, no es cosa de políticos arribistas y sin escrúpulos. El político es tan sólo un farsante, el adalid del engaño, muy alejado del dominio estético de la mentira. Si por algo se caracteriza esta época en que vivimos es por la decadencia de la mentira como arte, ciencia y goce social. La mentira, como dijo Oscar Wilde, es sin duda la quintaesencia del arte, el cual sería sin ella pura y sencilla imitación. La mentira es la que inspira al artista para trascender la verdad de lo real. Quiero decir que el mentiroso utiliza la verdad como materia prima, recreándola y modelándola en un sinfín de formas inéditas. La mentira, en definitiva, es la piedra angular de la sociedad civilizada, sin ella la vida sería tan aburrida y tendenciosa como una conferencia del juez Garzón sobre “Humanismo, República y Paracuellos”.
Hay una novelita de Henry James titulada, precisamente, “El mentiroso”, la cual trata de un personaje increíblemente respetado y querido por su círculo familiar y social, a pesar de ser famoso por esculpir caprichosamente la realidad. Porque, como digo, un mentiroso, en todo su esplendor y pureza, resulta justamente lo contrario de un farsante, cuyas intenciones suelen ser asaz malignas y perjudicadoras. Los farsantes me repugnan, sobre todo cuando cambian la realidad a su interés y provecho, suplantando, pongo por caso, su verdadera personalidad de garduño cervantino por la de querubín calderoniano. El mentiroso no tiene intención alguna de hacer daño ni obtener prebenda. El farsante, sí. El mentiroso es un artista, miente para dar rienda suelta a su creatividad y, en consecuencia, es un virtuoso del lenguaje y la imaginación.
Por ejemplo, Zapatero anda estos días escenificando cómo quiere repartir la fortuna que vamos a poner en sus manos. Por un lado, garantiza que serán las familias y pequeñas empresas las beneficiarias, mientras que por otro nos entrega a Garzón y sus esqueletos lorquianos para perfilarse en secreto como el Lawrence de Arabia de la banca española. Quiero decir que Zapatero es el paladín de la gran farsa de esta crisis financiera. No hay datos fidedignos de que los bancos españoles pasen por apuros contables, pero sí existen indicios de que los socialistas, a Dios pongo por testigo, jamás volverán a pasar hambre. Se establecen muchos vínculos de amistad si uno reparte veinticinco billones de pesetas. ¿Quién será el Botín que en adelante se atreva a negarles un préstamo? ¿Acaso les van a mandar al hombre del frac para cobrárselo? Pues bien, si los socialistas hasta la fecha han amaestrado la voluntad del Congreso, conseguido la parcialidad del Poder Judicial, incluido el Tribunal Constitucional, comprado la connivencia de las televisiones, a partir de este momento también controlarán la política financiera de la banca privada, que será su rehén hasta la noche de los tiempos. Y es que el fascismo también se socializa.
Antonio Civantos
L´ELISIR D´AMORE
Calificar de abucheos a los abucheos del desfile resulta de una injusticia pavorosa, además de demostrar un pésimo oído musical. Quién podría pensar que aquella música celestial pudiera ser considerada como vulgares octavas sangrantes. En realidad, la izquierda española nunca ha sabido de escalas y tonos. Desde luego, el tipo de la cruz gamada, creo que le llaman Goebels, me dijo al entregarme las partituras que empezara mis trinos en cuanto apareciera un tal Zapatero. Y les aseguro que se trataba, nada menos, que del “L´elisir d´amore”, esa obra operística de Gaetano Donizzetti. Ya saben lo mucho que nos gusta a los nazis toda esa metalería de cortinones rojos, sopranos, tenores y algún que otro y delicado castratti. Recuerdo que cuando los comunistas quemaron el Reichstag, nosotros, los jefes del partido, sector gastronómico, asistíamos a la representación de “La Walkyria”, ópera del gran maestro Ricardo Wagner, de tan grata y profunda inspiración para el espíritu germánico. Claro que los tiempos cambian y de vez en cuando nos concedemos la liberalidad de celebrar a los maestros italianos, una cultura al fin y al cabo tan cercana a la nuestra. No en vano, el bueno de Benito estuvo a nuestro lado durante toda la guerra y, a la sazón, también era un grandísimo aficionado a la música, sobre todo a las óperas de Verdi. Al parecer, el "duce" se transfiguraba cuando oía cantar “Va pensiero” al coro de esclavos de Nabucco. Había que sujetarlo para que no volviera, con los ojos cargados de imperio, a invadir la pobre Etiopía, según contaba la otra tarde mi buen amigo Gabrielle D´Anunccio en una de nuestras tertulias de café, aquí en Messolonghi.
Sin embargo, mi ánimo desciende hasta su más extrema bajamar cuando me dicen que fueron abucheos los abucheos del desfile. Mentira y gorda. A decir verdad, primero cantamos “Una furtiva lágrima”, seguido de “Caro elisir… Trallarallara… Esulti pur la barbara” y luego terminamos con el “Nessun dorma” de Puccini. Me gustaría que vieran ustedes llorar a toda una falange de “skinhead” a los sones sublimes de esta maravillosa música. Y es que nosotros, los de extrema derecha, somos así de sensibles. Y también sabemos que nuestras ideas políticas se han quedado anticuadas, aunque al menos confieren color y diversidad al paisaje de lo políticamente correcto. Por ejemplo, mi partido trata de imponer una división de poderes real y efectiva, aunque sabemos que es una utopía y las utopías sólo están para soñarse, como si fueran una lejana y luminosa Thule. También deseamos elegir en las urnas, además del legislativo, al poder ejecutivo, como hacen los franceses y americanos. Y, naturalmente, nuestro principal anhelo, algo vulgar y descabellado, es considerar a la lengua española, me refiero a la de Cervantes y Vargas Llosa, como idioma que cada español pueda libremente hablar, escribir, aprender y enseñar en todos y cada uno de los rincones de España. Lo siento, pero es que nosotros, los de extrema derecha, somos así de cabrones y de fachas. Eso sí, adoramos los desfiles y la música de las esferas. Ya verán al año que viene la ópera que le tenemos preparada. ¡A no ser que dimita!
Antonio Civantos
Calificar de abucheos a los abucheos del desfile resulta de una injusticia pavorosa, además de demostrar un pésimo oído musical. Quién podría pensar que aquella música celestial pudiera ser considerada como vulgares octavas sangrantes. En realidad, la izquierda española nunca ha sabido de escalas y tonos. Desde luego, el tipo de la cruz gamada, creo que le llaman Goebels, me dijo al entregarme las partituras que empezara mis trinos en cuanto apareciera un tal Zapatero. Y les aseguro que se trataba, nada menos, que del “L´elisir d´amore”, esa obra operística de Gaetano Donizzetti. Ya saben lo mucho que nos gusta a los nazis toda esa metalería de cortinones rojos, sopranos, tenores y algún que otro y delicado castratti. Recuerdo que cuando los comunistas quemaron el Reichstag, nosotros, los jefes del partido, sector gastronómico, asistíamos a la representación de “La Walkyria”, ópera del gran maestro Ricardo Wagner, de tan grata y profunda inspiración para el espíritu germánico. Claro que los tiempos cambian y de vez en cuando nos concedemos la liberalidad de celebrar a los maestros italianos, una cultura al fin y al cabo tan cercana a la nuestra. No en vano, el bueno de Benito estuvo a nuestro lado durante toda la guerra y, a la sazón, también era un grandísimo aficionado a la música, sobre todo a las óperas de Verdi. Al parecer, el "duce" se transfiguraba cuando oía cantar “Va pensiero” al coro de esclavos de Nabucco. Había que sujetarlo para que no volviera, con los ojos cargados de imperio, a invadir la pobre Etiopía, según contaba la otra tarde mi buen amigo Gabrielle D´Anunccio en una de nuestras tertulias de café, aquí en Messolonghi.
Sin embargo, mi ánimo desciende hasta su más extrema bajamar cuando me dicen que fueron abucheos los abucheos del desfile. Mentira y gorda. A decir verdad, primero cantamos “Una furtiva lágrima”, seguido de “Caro elisir… Trallarallara… Esulti pur la barbara” y luego terminamos con el “Nessun dorma” de Puccini. Me gustaría que vieran ustedes llorar a toda una falange de “skinhead” a los sones sublimes de esta maravillosa música. Y es que nosotros, los de extrema derecha, somos así de sensibles. Y también sabemos que nuestras ideas políticas se han quedado anticuadas, aunque al menos confieren color y diversidad al paisaje de lo políticamente correcto. Por ejemplo, mi partido trata de imponer una división de poderes real y efectiva, aunque sabemos que es una utopía y las utopías sólo están para soñarse, como si fueran una lejana y luminosa Thule. También deseamos elegir en las urnas, además del legislativo, al poder ejecutivo, como hacen los franceses y americanos. Y, naturalmente, nuestro principal anhelo, algo vulgar y descabellado, es considerar a la lengua española, me refiero a la de Cervantes y Vargas Llosa, como idioma que cada español pueda libremente hablar, escribir, aprender y enseñar en todos y cada uno de los rincones de España. Lo siento, pero es que nosotros, los de extrema derecha, somos así de cabrones y de fachas. Eso sí, adoramos los desfiles y la música de las esferas. Ya verán al año que viene la ópera que le tenemos preparada. ¡A no ser que dimita!
Antonio Civantos
EL TURISTA ACCIDENTAL
Ahora que empezaba a encontrarme mejor, me ataca un resfriado espeso, de humor negro. Es como si un guardia marroquí, con su bonete rojo de moro Muza, me hubiera dado una paliza tras obligarme a saltar la valla de Ceuta mediante una pértiga olímpica. Creo que me lo agencié la tarde del sábado, sentado a un velador de uno de esos aguaduchos de la orilla del río. En realidad, me he levantado de la cama –esa compleja ciudad, como la llamó el maestro Ruano-- sólo para escribir estas líneas. Naturalmente, me he puesto la bata de invierno, tres pares de calcetines y las zapatillas de paño, como las de don Pío. Bueno, en realidad me ha faltado la boina para llegar a su altura. Cuando me he mirado al espejo, he creído ver a uno de esos histriones ancianos del teatro de Benavente. Así que tengo ahora convertida la cama en territorio conquistado, incluso estoy por redactar el estatuto correspondiente. En el primer artículo dejaré bien claro que mi cama es una nación. Una nación de naciones dentro del Imperio español. Porque España no es otra cosa que un Imperio frío de camas calientes o, posiblemente, todo lo contrario. Habría que preguntárselo, claro está, al inefable Javier Sardá, que ahora disfruta merecidamente del dinero que le han dado a ganar sus putas y maricones de baratillo. Desde luego, mi cama, como es natural, está helada por la tiritera actual de la fiebre. Además, estoy releyendo un librito de Azorín, Confesiones de un pequeño filósofo, y a mí Azorín siempre me pareció un escritor algo diminuto de frase, desapasionado, como de sangre fría. Sin embargo, me entretienen los capítulos sobre el internado de Yecla, que me hacen recordar mis terribles años escolares de Madrid.
Después de comer, veo por la televisión una magnífica película, El turista accidental, de Lawrence Kasdan, un magnífico director americano que empezó como guionista de Hollywood. La historia trata, como ustedes ya saben, de un tipo que escribe guías para viajeros profesionales. Les aconseja qué ropa y objetos han de llevar en la maleta, qué otros deben evitar, cómo deben comportarse en los aviones, qué hoteles y restaurantes han de elegir en cada ciudad, qué burdeles son los más sofisticados. Sin embargo, en su vida personal, nuestro amigo es todo un tratado de dudas, fobias, manías y temores. Se siente perdido como un niño en el bosque de Pulgarcito. Ni siquiera sabe distinguir, cuando la tiene delante, a la mujer de sus sueños. Así es. Podemos escribir una guía para viajar por el mundo, pero no para vivir la vida con probabilidades de éxito. Porque todos quisiéramos llevar siempre consigo una guía práctica que nos señalara los sentimientos correctos en cada uno de los acontecimientos que vivimos, las palabras que deberían salir de nuestros labios, la conducta moral a seguir en cada momento y, por supuesto, que nos explicara por añadidura la misteriosa esencia de los hechos.
Sin embargo, ningún habitante de este planeta es dueño de una guía mágica semejante. A decir verdad, estamos a expensas de nuestros instintos de especie, de nuestros impulsos inconscientes y, sobre todo, de nuestras ambiciones más groseras. Pero, especialmente, los españoles, en este momento de nuestra historia, el peor sin duda desde la muerte de Franco, nos sentimos perplejos ante el resentimiento de un partido político que se ha propuesto liquidar España como si fuera material de derribo. Uno se asemeja, por tanto, a un turista accidental que ha perdido la brújula, el equipaje y hasta el sentido de la orientación. Se avecinan tiempos revueltos, amigos míos, y no disponemos de un libro de instrucciones que nos aconseje al respecto. Lo mejor será, digo yo, que ante el asedio nos hagamos fuertes en la cama, como enfermos griposos y crónicos, hasta que estos sans-culottes nos lleven a la checa correspondiente. Tarde o temprano nos darán el paseo.
Antonio Civantos
Ahora que empezaba a encontrarme mejor, me ataca un resfriado espeso, de humor negro. Es como si un guardia marroquí, con su bonete rojo de moro Muza, me hubiera dado una paliza tras obligarme a saltar la valla de Ceuta mediante una pértiga olímpica. Creo que me lo agencié la tarde del sábado, sentado a un velador de uno de esos aguaduchos de la orilla del río. En realidad, me he levantado de la cama –esa compleja ciudad, como la llamó el maestro Ruano-- sólo para escribir estas líneas. Naturalmente, me he puesto la bata de invierno, tres pares de calcetines y las zapatillas de paño, como las de don Pío. Bueno, en realidad me ha faltado la boina para llegar a su altura. Cuando me he mirado al espejo, he creído ver a uno de esos histriones ancianos del teatro de Benavente. Así que tengo ahora convertida la cama en territorio conquistado, incluso estoy por redactar el estatuto correspondiente. En el primer artículo dejaré bien claro que mi cama es una nación. Una nación de naciones dentro del Imperio español. Porque España no es otra cosa que un Imperio frío de camas calientes o, posiblemente, todo lo contrario. Habría que preguntárselo, claro está, al inefable Javier Sardá, que ahora disfruta merecidamente del dinero que le han dado a ganar sus putas y maricones de baratillo. Desde luego, mi cama, como es natural, está helada por la tiritera actual de la fiebre. Además, estoy releyendo un librito de Azorín, Confesiones de un pequeño filósofo, y a mí Azorín siempre me pareció un escritor algo diminuto de frase, desapasionado, como de sangre fría. Sin embargo, me entretienen los capítulos sobre el internado de Yecla, que me hacen recordar mis terribles años escolares de Madrid.
Después de comer, veo por la televisión una magnífica película, El turista accidental, de Lawrence Kasdan, un magnífico director americano que empezó como guionista de Hollywood. La historia trata, como ustedes ya saben, de un tipo que escribe guías para viajeros profesionales. Les aconseja qué ropa y objetos han de llevar en la maleta, qué otros deben evitar, cómo deben comportarse en los aviones, qué hoteles y restaurantes han de elegir en cada ciudad, qué burdeles son los más sofisticados. Sin embargo, en su vida personal, nuestro amigo es todo un tratado de dudas, fobias, manías y temores. Se siente perdido como un niño en el bosque de Pulgarcito. Ni siquiera sabe distinguir, cuando la tiene delante, a la mujer de sus sueños. Así es. Podemos escribir una guía para viajar por el mundo, pero no para vivir la vida con probabilidades de éxito. Porque todos quisiéramos llevar siempre consigo una guía práctica que nos señalara los sentimientos correctos en cada uno de los acontecimientos que vivimos, las palabras que deberían salir de nuestros labios, la conducta moral a seguir en cada momento y, por supuesto, que nos explicara por añadidura la misteriosa esencia de los hechos.
Sin embargo, ningún habitante de este planeta es dueño de una guía mágica semejante. A decir verdad, estamos a expensas de nuestros instintos de especie, de nuestros impulsos inconscientes y, sobre todo, de nuestras ambiciones más groseras. Pero, especialmente, los españoles, en este momento de nuestra historia, el peor sin duda desde la muerte de Franco, nos sentimos perplejos ante el resentimiento de un partido político que se ha propuesto liquidar España como si fuera material de derribo. Uno se asemeja, por tanto, a un turista accidental que ha perdido la brújula, el equipaje y hasta el sentido de la orientación. Se avecinan tiempos revueltos, amigos míos, y no disponemos de un libro de instrucciones que nos aconseje al respecto. Lo mejor será, digo yo, que ante el asedio nos hagamos fuertes en la cama, como enfermos griposos y crónicos, hasta que estos sans-culottes nos lleven a la checa correspondiente. Tarde o temprano nos darán el paseo.
Antonio Civantos
EL TRAIDOR
Uno pensaba que solamente en Castilla florecían los topillos al socaire de las cosechas. Sin embargo, han detenido uno en las Canarias, con su frac alcanforado de agente doble, el espía Florez, que saboreaba los primores de la dolce vita a costa de vender secretos a los rusos. Yo sabía del paradero de algunos espías gracias a la literatura de género, sobre todo por las novelas de Graham Greene, que fue el primero, junto al alemán Johannes M. Simmel y Ian Fleming, en escribir acerca de asuntos de espionaje. No obstante, además de lucir en la Literatura, ahora los espías, maquillados y acicalados, también se exhiben como estrellas mediáticas en los platós de los telediarios, en un afán de convertir los servicios secretos de un país en otro espectáculo de luz y sonido al uso. No sería de extrañar, por tanto, que dentro de nada veamos al jefe de los espías españoles informando a los televidentes, en cualquiera de los infinitos programas rosas, acerca de quién se acuesta con quién en España.
Claro que después de lo ocurrido, uno se pregunta qué información puede vender un español que le interese a un ruso, porque si nuestras fuerzas de defensa incluyeran un arsenal atómico de primer orden: unos misiles nucleares apuntando a la cuenta corriente de Mohamed VI, pongo por caso, se comprendería la curiosidad, pero con cuatro petardos oxidados, cien máuseres sin retroceso y un par de cañones de los tiempos de Floridablanca, ustedes me dirán dónde radica el busilis de este caso.
¿Qué habrá podido vender el agente Florez?
La verdad es que he tardado en caer, y después de mucho cavilar llego a la conclusión que, teniendo en cuenta dónde vivía el traidor, lo único que de allí podría interesar a un ruso es la fórmula secreta del “gofio canario”, uno de los tesoros mejor guardados de la gastronomía mundial. Me refiero, claro está, a la receta del ingeniero don Juan García del Castillo, aunque la fórmula venga en realidad de los guanches, raza primitiva de aquel archipiélago. Curiosamente, el quid de este delicioso plato es el tiempo de torrefacción del garbanzo, que será con suma probabilidad lo que el agente doble haya vendido al enemigo. No quisiera parecer agorero, pero si esta conjetura se demostrase España estaría perdida, hundida en la miseria para siempre. ¡Que fusilen al traidor!
Antonio Civantos
Uno pensaba que solamente en Castilla florecían los topillos al socaire de las cosechas. Sin embargo, han detenido uno en las Canarias, con su frac alcanforado de agente doble, el espía Florez, que saboreaba los primores de la dolce vita a costa de vender secretos a los rusos. Yo sabía del paradero de algunos espías gracias a la literatura de género, sobre todo por las novelas de Graham Greene, que fue el primero, junto al alemán Johannes M. Simmel y Ian Fleming, en escribir acerca de asuntos de espionaje. No obstante, además de lucir en la Literatura, ahora los espías, maquillados y acicalados, también se exhiben como estrellas mediáticas en los platós de los telediarios, en un afán de convertir los servicios secretos de un país en otro espectáculo de luz y sonido al uso. No sería de extrañar, por tanto, que dentro de nada veamos al jefe de los espías españoles informando a los televidentes, en cualquiera de los infinitos programas rosas, acerca de quién se acuesta con quién en España.
Claro que después de lo ocurrido, uno se pregunta qué información puede vender un español que le interese a un ruso, porque si nuestras fuerzas de defensa incluyeran un arsenal atómico de primer orden: unos misiles nucleares apuntando a la cuenta corriente de Mohamed VI, pongo por caso, se comprendería la curiosidad, pero con cuatro petardos oxidados, cien máuseres sin retroceso y un par de cañones de los tiempos de Floridablanca, ustedes me dirán dónde radica el busilis de este caso.
¿Qué habrá podido vender el agente Florez?
La verdad es que he tardado en caer, y después de mucho cavilar llego a la conclusión que, teniendo en cuenta dónde vivía el traidor, lo único que de allí podría interesar a un ruso es la fórmula secreta del “gofio canario”, uno de los tesoros mejor guardados de la gastronomía mundial. Me refiero, claro está, a la receta del ingeniero don Juan García del Castillo, aunque la fórmula venga en realidad de los guanches, raza primitiva de aquel archipiélago. Curiosamente, el quid de este delicioso plato es el tiempo de torrefacción del garbanzo, que será con suma probabilidad lo que el agente doble haya vendido al enemigo. No quisiera parecer agorero, pero si esta conjetura se demostrase España estaría perdida, hundida en la miseria para siempre. ¡Que fusilen al traidor!
Antonio Civantos
EL TRAIDOR
Uno pensaba que solamente en Castilla florecían los topillos al socaire de las cosechas. Sin embargo, han detenido uno en las Canarias, con su frac alcanforado de agente doble, el espía Florez, que saboreaba los primores de la dolce vita a costa de vender secretos a los rusos. Yo sabía del paradero de algunos espías gracias a la literatura de género, sobre todo por las novelas de Graham Greene, que fue el primero, junto al alemán Johannes M. Simmel y Ian Fleming, en escribir acerca de asuntos de espionaje. No obstante, además de lucir en la Literatura, ahora los espías, maquillados y acicalados, también se exhiben como estrellas mediáticas en los platós de los telediarios, en un afán de convertir los servicios secretos de un país en otro espectáculo de luz y sonido al uso. No sería de extrañar, por tanto, que dentro de nada veamos al jefe de los espías españoles informando a los televidentes, en cualquiera de los infinitos programas rosas, acerca de quién se acuesta con quién en España.
Claro que después de lo ocurrido, uno se pregunta qué información puede vender un español que le interese a un ruso, porque si nuestras fuerzas de defensa incluyeran un arsenal atómico de primer orden: unos misiles nucleares apuntando a la cuenta corriente de Mohamed VI, pongo por caso, se comprendería la curiosidad, pero con cuatro petardos oxidados, cien máuseres sin retroceso y un par de cañones de los tiempos de Floridablanca, ustedes me dirán dónde radica el busilis de este caso.
¿Qué habrá podido vender el agente Florez?
La verdad es que he tardado en caer, y después de mucho cavilar llego a la conclusión que, teniendo en cuenta dónde vivía el traidor, lo único que de allí podría interesar a un ruso es la fórmula secreta del “gofio canario”, uno de los tesoros mejor guardados de la gastronomía mundial. Me refiero, claro está, a la receta del ingeniero don Juan García del Castillo, aunque la fórmula venga en realidad de los guanches, raza primitiva de aquel archipiélago. Curiosamente, el quid de este delicioso plato es el tiempo de torrefacción del garbanzo, que será con suma probabilidad lo que el agente doble haya vendido al enemigo. No quisiera parecer agorero, pero si esta conjetura se demostrase España estaría perdida, hundida en la miseria para siempre. ¡Que fusilen al traidor!
Antonio Civantos
Uno pensaba que solamente en Castilla florecían los topillos al socaire de las cosechas. Sin embargo, han detenido uno en las Canarias, con su frac alcanforado de agente doble, el espía Florez, que saboreaba los primores de la dolce vita a costa de vender secretos a los rusos. Yo sabía del paradero de algunos espías gracias a la literatura de género, sobre todo por las novelas de Graham Greene, que fue el primero, junto al alemán Johannes M. Simmel y Ian Fleming, en escribir acerca de asuntos de espionaje. No obstante, además de lucir en la Literatura, ahora los espías, maquillados y acicalados, también se exhiben como estrellas mediáticas en los platós de los telediarios, en un afán de convertir los servicios secretos de un país en otro espectáculo de luz y sonido al uso. No sería de extrañar, por tanto, que dentro de nada veamos al jefe de los espías españoles informando a los televidentes, en cualquiera de los infinitos programas rosas, acerca de quién se acuesta con quién en España.
Claro que después de lo ocurrido, uno se pregunta qué información puede vender un español que le interese a un ruso, porque si nuestras fuerzas de defensa incluyeran un arsenal atómico de primer orden: unos misiles nucleares apuntando a la cuenta corriente de Mohamed VI, pongo por caso, se comprendería la curiosidad, pero con cuatro petardos oxidados, cien máuseres sin retroceso y un par de cañones de los tiempos de Floridablanca, ustedes me dirán dónde radica el busilis de este caso.
¿Qué habrá podido vender el agente Florez?
La verdad es que he tardado en caer, y después de mucho cavilar llego a la conclusión que, teniendo en cuenta dónde vivía el traidor, lo único que de allí podría interesar a un ruso es la fórmula secreta del “gofio canario”, uno de los tesoros mejor guardados de la gastronomía mundial. Me refiero, claro está, a la receta del ingeniero don Juan García del Castillo, aunque la fórmula venga en realidad de los guanches, raza primitiva de aquel archipiélago. Curiosamente, el quid de este delicioso plato es el tiempo de torrefacción del garbanzo, que será con suma probabilidad lo que el agente doble haya vendido al enemigo. No quisiera parecer agorero, pero si esta conjetura se demostrase España estaría perdida, hundida en la miseria para siempre. ¡Que fusilen al traidor!
Antonio Civantos
EL ROMÁNTICO DE LA MONCLOA
Hemos de agradecer a Zapatero la revolución romántica que nos invade. El romanticismo es el gran cambio de valores que el hombre perpetra una vez admitida su dulce perversidad. Es extraño, decía Novalis, que el verdadero y propio origen de la crueldad radique en el placer. Nuestro amigo, por tanto, ha propiciado en España la segunda revolución romántica de su historia. Como Baudelaire, en su himno a la belleza, este chico también nos dice: ¿Qué importa que vengas del cielo o del infierno? O hace causa común con ese soneto de Victor Hugo: “La muerte y la belleza son dos cosas profundas, que tienen tanto de sombra y de azul que se diría que son dos hermanas igualmente terribles y fecundas, poseídas por el mismo enigma y el mismo secreto”. España, amigos míos, se mece voluptuosamente en un nuevo decadentismo estético. Y todo gracias a ese gran romántico de la Moncloa. El mal como preferencia vuelve a cundir igual que si representáramos un relato de Edgar Allan Poe, aunque ya no es el criminal un terrible personaje de su obra, el criminal ha sido liberado de su culpa por la nueva estética socialista. Arrebata tu propio placer de los dientes del dolor, cantaba un poema del italiano D´Annunzio.
Pero el gran romántico monclovita, en su afán de salvarnos de ese mal clásico que a todos nos aterra, el terrorismo, ha cambiado los conceptos por otros más asequibles y familiares a las huestes de su bando. Ya no son los asesinos vascos quienes exhiben los afilados cuernos del diablo, sino los votantes del Partido Popular, parias del mundo que suplican ser escuchados en el Parlamento, como si la democracia, esa gran zorra callejera, no tuviera otra cosa que hacer. Son los políticos de la derecha y sus fieles quienes han de asumir, como ya lo hicieron en la II República, igual que los comunistas durante el franquismo, el interesante rol de seres malignos y perversos. Ya no son los etarras la representación genuina del mal, pues se han convertido, gracias a la hechicería monclovita, en hombres de palabra, negociadores de la paz, soldados geniales de la nueva estética. Gudaris del amor.
Sin embargo, me gusta saborear esta nueva sensación de paria de la tierra, de apestado social, de ser incorrecto y perverso. Y les aseguro, amigos míos, que disfrutaré a plena conciencia de mi nuevo lugar en el infierno socarrado del Dante, sobre todo porque me apetece ocupar el cubil que dejaron las fieras etarras, apestado aún con el hedor de sus crímenes, unos crímenes que felizmente han sido elevados por la nueva revolución a la categoría de epopeya mitológica. En realidad, me di cuenta de mi nuevo estatus social cuando la otra noche, en un restaurante zamorano, alguien muy querido me acusó de herir, con mis artículos de prensa, el alma inocente de muchos bienpensantes, acusándome en el fondo de sadismo literario. No obstante, ¡qué perverso placer sentí entonces! Fue el momento en que descubrí, entre otras muchas cosas, la terrible y placentera finalidad de mi vida: corromper el alma de todos los Dorian Gray de este mundo, como si yo fuera la reencarnación diabólica del mismísimo lord Henry Wotton. Porque, como escribió el inigualable y genial marqués de Sade: ¿Qué acción existe más voluptuosa que la corrupción? No conozco ninguna otra que excite más deliciosamente, no hay otro éxtasis parecido al que se experimenta entregándose a esta diabólica infamia. ¿Es que no hay leyes contra mí en este nuevo orden?
Antonio Civantos
Hemos de agradecer a Zapatero la revolución romántica que nos invade. El romanticismo es el gran cambio de valores que el hombre perpetra una vez admitida su dulce perversidad. Es extraño, decía Novalis, que el verdadero y propio origen de la crueldad radique en el placer. Nuestro amigo, por tanto, ha propiciado en España la segunda revolución romántica de su historia. Como Baudelaire, en su himno a la belleza, este chico también nos dice: ¿Qué importa que vengas del cielo o del infierno? O hace causa común con ese soneto de Victor Hugo: “La muerte y la belleza son dos cosas profundas, que tienen tanto de sombra y de azul que se diría que son dos hermanas igualmente terribles y fecundas, poseídas por el mismo enigma y el mismo secreto”. España, amigos míos, se mece voluptuosamente en un nuevo decadentismo estético. Y todo gracias a ese gran romántico de la Moncloa. El mal como preferencia vuelve a cundir igual que si representáramos un relato de Edgar Allan Poe, aunque ya no es el criminal un terrible personaje de su obra, el criminal ha sido liberado de su culpa por la nueva estética socialista. Arrebata tu propio placer de los dientes del dolor, cantaba un poema del italiano D´Annunzio.
Pero el gran romántico monclovita, en su afán de salvarnos de ese mal clásico que a todos nos aterra, el terrorismo, ha cambiado los conceptos por otros más asequibles y familiares a las huestes de su bando. Ya no son los asesinos vascos quienes exhiben los afilados cuernos del diablo, sino los votantes del Partido Popular, parias del mundo que suplican ser escuchados en el Parlamento, como si la democracia, esa gran zorra callejera, no tuviera otra cosa que hacer. Son los políticos de la derecha y sus fieles quienes han de asumir, como ya lo hicieron en la II República, igual que los comunistas durante el franquismo, el interesante rol de seres malignos y perversos. Ya no son los etarras la representación genuina del mal, pues se han convertido, gracias a la hechicería monclovita, en hombres de palabra, negociadores de la paz, soldados geniales de la nueva estética. Gudaris del amor.
Sin embargo, me gusta saborear esta nueva sensación de paria de la tierra, de apestado social, de ser incorrecto y perverso. Y les aseguro, amigos míos, que disfrutaré a plena conciencia de mi nuevo lugar en el infierno socarrado del Dante, sobre todo porque me apetece ocupar el cubil que dejaron las fieras etarras, apestado aún con el hedor de sus crímenes, unos crímenes que felizmente han sido elevados por la nueva revolución a la categoría de epopeya mitológica. En realidad, me di cuenta de mi nuevo estatus social cuando la otra noche, en un restaurante zamorano, alguien muy querido me acusó de herir, con mis artículos de prensa, el alma inocente de muchos bienpensantes, acusándome en el fondo de sadismo literario. No obstante, ¡qué perverso placer sentí entonces! Fue el momento en que descubrí, entre otras muchas cosas, la terrible y placentera finalidad de mi vida: corromper el alma de todos los Dorian Gray de este mundo, como si yo fuera la reencarnación diabólica del mismísimo lord Henry Wotton. Porque, como escribió el inigualable y genial marqués de Sade: ¿Qué acción existe más voluptuosa que la corrupción? No conozco ninguna otra que excite más deliciosamente, no hay otro éxtasis parecido al que se experimenta entregándose a esta diabólica infamia. ¿Es que no hay leyes contra mí en este nuevo orden?
Antonio Civantos
10 de junio de 2011
A CÉSAR GONZÁLEZ-RUANO
La primera chica que te gustó se llamaba Margot. Nada de extrañar porque se trataba de una chica rubia, como nibelunga, de mucho estilo, esbelta, delgada y de piel traslúcida. Aunque es posible que también te atrajese por lo desgarrado del nombre. Margot no es nombre para una niña de doce años, sino para una mujer con todo un pasado sobre sus encajes. A ti siempre te atrajo lo misterioso de las mujeres, su parte más oscura, y ese nombre, Margot, ya te sonaba a pecado. Tu alma empezaba instintivamente a acunar a Baudelaire sin conocer siquiera su existencia. La niña era prima de los Lemonier y la conociste una tarde en el Retiro. Tú ibas con un chico que se llamaba Luis. A Luis le admirabas porque era algo mayor que tú y daba más el tipo de hombre. Y enseguida te diste cuenta de que Margot inclinaba sus preferencias hacia él. Pero ocurrió algo inesperado. Tal vez no fueses consciente de ello, pero te gustaba verlos juntos y, en la soledad de tu cuarto, imaginabas los galanteos de tu amigo y la risa enamorada de ella. Te sentías feliz en el sufrimiento de verles felices. Mucho más que si hubieses sido tú el elegido.
Te excusas escribiendo que la chica no te hizo caso porque no sabías coquetear en hombre, una de esas rúbricas tuyas tan literarias que te dieron la fama de estilista, pero que se alejaba de la verdad como la luz se aleja de los astros. En realidad, descubriste para tu sorpresa que sentías un enorme placer en el sufrimiento amoroso. De manera que aquel primer desdén femenino del que fuiste objeto te abrió el sentimiento hacia los goces de la inmolación. Disfrutabas abiertamente contemplando la felicidad de tu hembra en brazos de otro hombre. A decir verdad, pudiste comprobar la rareza que te acechaba cuando te enamoraste de otra niña, Cristina, una chica de ojos prometedores, como tú mismo la describiste. Al principio, la perseguías obsesivamente por los lugares que ella solía frecuentar, pero aquel amor dejó de tener sentido para ti en el momento en que ella empezó a corresponderte. Cristina no te garantizaba el sufrimiento necesario para tu goce y felicidad. No te valía como novia. Echabas de menos a Margot. A los doce años, querido maestro, comenzaba tu extraña vida amorosa. Una extrañeza que nadie debe juzgar mediante los cánones de la moralidad, si no por cualquier otro código inventado o por inventar. Todo lo contrario. Tu vida amorosa es la leyenda que cualquier dandy quisiera para él. Aquel extraño comportamiento ante el desamor de la ingrata niña Margot es, sin duda, el primer síntoma inequívoco de tu alma de dandy. Comenzaba la leyenda.
Antonio Civantos
La primera chica que te gustó se llamaba Margot. Nada de extrañar porque se trataba de una chica rubia, como nibelunga, de mucho estilo, esbelta, delgada y de piel traslúcida. Aunque es posible que también te atrajese por lo desgarrado del nombre. Margot no es nombre para una niña de doce años, sino para una mujer con todo un pasado sobre sus encajes. A ti siempre te atrajo lo misterioso de las mujeres, su parte más oscura, y ese nombre, Margot, ya te sonaba a pecado. Tu alma empezaba instintivamente a acunar a Baudelaire sin conocer siquiera su existencia. La niña era prima de los Lemonier y la conociste una tarde en el Retiro. Tú ibas con un chico que se llamaba Luis. A Luis le admirabas porque era algo mayor que tú y daba más el tipo de hombre. Y enseguida te diste cuenta de que Margot inclinaba sus preferencias hacia él. Pero ocurrió algo inesperado. Tal vez no fueses consciente de ello, pero te gustaba verlos juntos y, en la soledad de tu cuarto, imaginabas los galanteos de tu amigo y la risa enamorada de ella. Te sentías feliz en el sufrimiento de verles felices. Mucho más que si hubieses sido tú el elegido.
Te excusas escribiendo que la chica no te hizo caso porque no sabías coquetear en hombre, una de esas rúbricas tuyas tan literarias que te dieron la fama de estilista, pero que se alejaba de la verdad como la luz se aleja de los astros. En realidad, descubriste para tu sorpresa que sentías un enorme placer en el sufrimiento amoroso. De manera que aquel primer desdén femenino del que fuiste objeto te abrió el sentimiento hacia los goces de la inmolación. Disfrutabas abiertamente contemplando la felicidad de tu hembra en brazos de otro hombre. A decir verdad, pudiste comprobar la rareza que te acechaba cuando te enamoraste de otra niña, Cristina, una chica de ojos prometedores, como tú mismo la describiste. Al principio, la perseguías obsesivamente por los lugares que ella solía frecuentar, pero aquel amor dejó de tener sentido para ti en el momento en que ella empezó a corresponderte. Cristina no te garantizaba el sufrimiento necesario para tu goce y felicidad. No te valía como novia. Echabas de menos a Margot. A los doce años, querido maestro, comenzaba tu extraña vida amorosa. Una extrañeza que nadie debe juzgar mediante los cánones de la moralidad, si no por cualquier otro código inventado o por inventar. Todo lo contrario. Tu vida amorosa es la leyenda que cualquier dandy quisiera para él. Aquel extraño comportamiento ante el desamor de la ingrata niña Margot es, sin duda, el primer síntoma inequívoco de tu alma de dandy. Comenzaba la leyenda.
Antonio Civantos
EL PREMIO GORDO
Cada veintidós de diciembre me rebullen los números por dentro. Y lo triste es que siento como un prurito de avaricia que ronronea mientras esos angelitos cantan y las nubes se levantan. Sin embargo, en sus voces hay como un regusto dulce que me sabe a infancia. Hasta el olor del brasero encendido de mis nueve años me llega entre sus trinos. ¡Qué poca rima tiene eso del euro! ¡Qué cacofónico! La peseta era más rumbosa; al menos llenaba la boca de consonantes, la frase siempre era más larga y a los niños cantores les salía la cosa en alejandrinos, como a los poetas franceses. Claro que los dioses de la suerte tienen establecida la costumbre de no premiarme con el Gordo, que a uno los ojos también le arden de avaricia como si fueran de alquitrán caliente. Claro que me consuelo cuando veo a los agraciados saltando y triscando a la puerta de los bares, exhibiendo sus perversas dentaduras de bovino y bebiendo sidra el Gaitero en horribles vasos de plástico blanco. Prefiero permanecer recogido y luminosamente resignado antes que la vulgaridad me golpee en el pecho como una roca malhumorada.
Me pregunto si le habrá tocado la lotería a Rajoy. Es fácil de suponer que, a tenor de la tristeza dolorida de su rostro al salir la otra mañana de Moncloa, la suerte, como a un servidor, le haya vuelto la espalda. Rajoy es el conde de Orgaz en funciones de holandés errante. Zapatero lo tiene de allá para acá al socaire de aparentar cierta normalidad democrática. Rajoy es para el de León una sesión de cine publicitario. Por eso son los suyos caminos en cuesta y ondulados, como aquellas tablas de lavar de las lavanderas antiguas. Rajoy tiene el aspecto de alguien con la barbilla siempre hundida en el hueco de la mano, como tratando de imaginar la trama que le puedan estar orquestando desde la acera de enfrente. Aunque en esa acera, naturalmente, no piensan tanto en él como se imagina. Los pensamientos de la acera de enfrente están ocupados en cómo justificar los fuegos florales de San Sebastián, donde arden los versos igual que si fueran autobuses urbanos iluminando el navajeo de la noche.
Queramos o no, le decía el otro día a un amigo receloso, vivimos recostados en la niebla hermosa y terrible de la política, agazapados bajo un cielo tal vez demasiado crudo, atribulados por la banalidad y transidos en demasía por emociones de vía estrecha. En Europa, hace mucho tiempo que la política ha dejado de ser un arte, como en los tiempos gloriosos, pongo por caso, del victoriano Disraeli, cuando en ocasiones política y dandismo coincidían entre las cretonas de los salones y parlamentos. Entonces, la política y la historia eran como un premio gordo para sus protagonistas, una emoción intelectual para sus espectadores. Ahora la política es un castigo para los cinco sentidos del alma, como una tortura china que viniese cada día a recordarnos el origen barriobajero de nuestra estirpe. Imagínense, el personaje que hoy marca los destinos en España se llama Arnaldo Otegi, elegante discípulo de la escuela francesa de Talleyrand, fino esgrimista en el arte de la canción callejera, una canción de insinuante olor a tristeza, infinitamente pesarosa, como si estuviera cargada de humo de pólvora. Pues bien, amigos míos, este tipo de insolente descaro es nuestro premio gordo de Navidad. Alguna furia ha debido desatarse en el infierno. De cualquier forma, felices fiestas. Sinceramente.
Antonio Civantos
Cada veintidós de diciembre me rebullen los números por dentro. Y lo triste es que siento como un prurito de avaricia que ronronea mientras esos angelitos cantan y las nubes se levantan. Sin embargo, en sus voces hay como un regusto dulce que me sabe a infancia. Hasta el olor del brasero encendido de mis nueve años me llega entre sus trinos. ¡Qué poca rima tiene eso del euro! ¡Qué cacofónico! La peseta era más rumbosa; al menos llenaba la boca de consonantes, la frase siempre era más larga y a los niños cantores les salía la cosa en alejandrinos, como a los poetas franceses. Claro que los dioses de la suerte tienen establecida la costumbre de no premiarme con el Gordo, que a uno los ojos también le arden de avaricia como si fueran de alquitrán caliente. Claro que me consuelo cuando veo a los agraciados saltando y triscando a la puerta de los bares, exhibiendo sus perversas dentaduras de bovino y bebiendo sidra el Gaitero en horribles vasos de plástico blanco. Prefiero permanecer recogido y luminosamente resignado antes que la vulgaridad me golpee en el pecho como una roca malhumorada.
Me pregunto si le habrá tocado la lotería a Rajoy. Es fácil de suponer que, a tenor de la tristeza dolorida de su rostro al salir la otra mañana de Moncloa, la suerte, como a un servidor, le haya vuelto la espalda. Rajoy es el conde de Orgaz en funciones de holandés errante. Zapatero lo tiene de allá para acá al socaire de aparentar cierta normalidad democrática. Rajoy es para el de León una sesión de cine publicitario. Por eso son los suyos caminos en cuesta y ondulados, como aquellas tablas de lavar de las lavanderas antiguas. Rajoy tiene el aspecto de alguien con la barbilla siempre hundida en el hueco de la mano, como tratando de imaginar la trama que le puedan estar orquestando desde la acera de enfrente. Aunque en esa acera, naturalmente, no piensan tanto en él como se imagina. Los pensamientos de la acera de enfrente están ocupados en cómo justificar los fuegos florales de San Sebastián, donde arden los versos igual que si fueran autobuses urbanos iluminando el navajeo de la noche.
Queramos o no, le decía el otro día a un amigo receloso, vivimos recostados en la niebla hermosa y terrible de la política, agazapados bajo un cielo tal vez demasiado crudo, atribulados por la banalidad y transidos en demasía por emociones de vía estrecha. En Europa, hace mucho tiempo que la política ha dejado de ser un arte, como en los tiempos gloriosos, pongo por caso, del victoriano Disraeli, cuando en ocasiones política y dandismo coincidían entre las cretonas de los salones y parlamentos. Entonces, la política y la historia eran como un premio gordo para sus protagonistas, una emoción intelectual para sus espectadores. Ahora la política es un castigo para los cinco sentidos del alma, como una tortura china que viniese cada día a recordarnos el origen barriobajero de nuestra estirpe. Imagínense, el personaje que hoy marca los destinos en España se llama Arnaldo Otegi, elegante discípulo de la escuela francesa de Talleyrand, fino esgrimista en el arte de la canción callejera, una canción de insinuante olor a tristeza, infinitamente pesarosa, como si estuviera cargada de humo de pólvora. Pues bien, amigos míos, este tipo de insolente descaro es nuestro premio gordo de Navidad. Alguna furia ha debido desatarse en el infierno. De cualquier forma, felices fiestas. Sinceramente.
Antonio Civantos
EL PRECIO DE LA INMORTALIDAD
La vida exige un tiempo de reciclaje, un descanso para que las piezas desajustadas por culpa del albur callejero encajen unas sobre otras, como en uno de esos puzzles imposibles. El mes de agosto, por ejemplo, debería servir como oasis de introspección, como aquellos retiros espirituales de otro tiempo, un periodo para ponerse en paz consigo mismo, para tratar de comprender aquello que posiblemente supere nuestra capacidad de raciocinio.
Sin embargo, el mundo sigue girando como si tal cosa. Y los acontecimientos se amontonan en nuestro ánimo como si éste fuera el estercolero del alma. Soldados y civiles siguen muriendo en Irak y Afganistán; los etarras continúan su juego de pelota vasca, como diría el aristócrata De Juana; en la carretera, hay cada día una sucesión de difuntos y, para colmo, este terrible accidente de aviación en Barajas. ¿Es que no tenemos suficiente con la muerte natural?
Esta sociedad nuestra, que no desea morir de ninguna manera, que aumenta cada década su esperanza de vida, que trata de desentrañar los misterios de la materia para conseguir la inmortalidad, parece como si hubiese establecido un pacto secreto con la propia Muerte. Un pacto que fija el precio de una existencia larga y sin sufrimiento. Un pacto por el que, a cambio de una vida sin fin, estaríamos obligados a entregarle en sacrificio un cierto número de almas en buen estado.
Desde luego, la sociedad moderna está más que capacitada y dispuesta para entrar en esta clase de tratos: coches rápidos y potentes; armas nucleares a medida de cualquier mano insensata; aviones de hojalata y susceptibles, por tanto, de despanzurrarse sobre la pista de despegue; conflictos bélicos en zonas idóneas para llenar los bolsillos de los fabricantes de armas; terroristas de cualquier ideología en busca de un paraíso lleno de huríes, aizcolaris y dulzainas. Quiero decir que esta civilización es la idónea para llegar a un acuerdo equitativo con la Muerte: una larga vida para miles de millones de afortunados a cambio de la de unos pocos miles de infelices. Desde luego, el pacto no podría ser más ventajoso para ambas partes. El problema, claro está, radicaría en la trascendental elección de los chivos expiatorios. ¿Quién formaría parte de este jurado en España? Sírvanse ustedes los nombres que quieran. A discreción.
Antonio Civantos
La vida exige un tiempo de reciclaje, un descanso para que las piezas desajustadas por culpa del albur callejero encajen unas sobre otras, como en uno de esos puzzles imposibles. El mes de agosto, por ejemplo, debería servir como oasis de introspección, como aquellos retiros espirituales de otro tiempo, un periodo para ponerse en paz consigo mismo, para tratar de comprender aquello que posiblemente supere nuestra capacidad de raciocinio.
Sin embargo, el mundo sigue girando como si tal cosa. Y los acontecimientos se amontonan en nuestro ánimo como si éste fuera el estercolero del alma. Soldados y civiles siguen muriendo en Irak y Afganistán; los etarras continúan su juego de pelota vasca, como diría el aristócrata De Juana; en la carretera, hay cada día una sucesión de difuntos y, para colmo, este terrible accidente de aviación en Barajas. ¿Es que no tenemos suficiente con la muerte natural?
Esta sociedad nuestra, que no desea morir de ninguna manera, que aumenta cada década su esperanza de vida, que trata de desentrañar los misterios de la materia para conseguir la inmortalidad, parece como si hubiese establecido un pacto secreto con la propia Muerte. Un pacto que fija el precio de una existencia larga y sin sufrimiento. Un pacto por el que, a cambio de una vida sin fin, estaríamos obligados a entregarle en sacrificio un cierto número de almas en buen estado.
Desde luego, la sociedad moderna está más que capacitada y dispuesta para entrar en esta clase de tratos: coches rápidos y potentes; armas nucleares a medida de cualquier mano insensata; aviones de hojalata y susceptibles, por tanto, de despanzurrarse sobre la pista de despegue; conflictos bélicos en zonas idóneas para llenar los bolsillos de los fabricantes de armas; terroristas de cualquier ideología en busca de un paraíso lleno de huríes, aizcolaris y dulzainas. Quiero decir que esta civilización es la idónea para llegar a un acuerdo equitativo con la Muerte: una larga vida para miles de millones de afortunados a cambio de la de unos pocos miles de infelices. Desde luego, el pacto no podría ser más ventajoso para ambas partes. El problema, claro está, radicaría en la trascendental elección de los chivos expiatorios. ¿Quién formaría parte de este jurado en España? Sírvanse ustedes los nombres que quieran. A discreción.
Antonio Civantos
EL PRECIO DE LA INMORTALIDAD
La vida exige un tiempo de reciclaje, un descanso para que las piezas desajustadas por culpa del albur callejero encajen unas sobre otras, como en uno de esos puzzles imposibles. El mes de agosto, por ejemplo, debería servir como oasis de introspección, como aquellos retiros espirituales de otro tiempo, un periodo para ponerse en paz consigo mismo, para tratar de comprender aquello que posiblemente supere nuestra capacidad de raciocinio.
Sin embargo, el mundo sigue girando como si tal cosa. Y los acontecimientos se amontonan en nuestro ánimo como si éste fuera el estercolero del alma. Soldados y civiles siguen muriendo en Irak y Afganistán; los etarras continúan su juego de pelota vasca, como diría el aristócrata De Juana; en la carretera, hay cada día una sucesión de difuntos y, para colmo, este terrible accidente de aviación en Barajas. ¿Es que no tenemos suficiente con la muerte natural?
Esta sociedad nuestra, que no desea morir de ninguna manera, que aumenta cada década su esperanza de vida, que trata de desentrañar los misterios de la materia para conseguir la inmortalidad, parece como si hubiese establecido un pacto secreto con la propia Muerte. Un pacto que fija el precio de una existencia larga y sin sufrimiento. Un pacto por el que, a cambio de una vida sin fin, estaríamos obligados a entregarle en sacrificio un cierto número de almas en buen estado.
Desde luego, la sociedad moderna está más que capacitada y dispuesta para entrar en esta clase de tratos: coches rápidos y potentes; armas nucleares a medida de cualquier mano insensata; aviones de hojalata y susceptibles, por tanto, de despanzurrarse sobre la pista de despegue; conflictos bélicos en zonas idóneas para llenar los bolsillos de los fabricantes de armas; terroristas de cualquier ideología en busca de un paraíso lleno de huríes, aizcolaris y dulzainas. Quiero decir que esta civilización es la idónea para llegar a un acuerdo equitativo con la Muerte: una larga vida para miles de millones de afortunados a cambio de la de unos pocos miles de infelices. Desde luego, el pacto no podría ser más ventajoso para ambas partes. El problema, claro está, radicaría en la trascendental elección de los chivos expiatorios. ¿Quién formaría parte de este jurado en España? Sírvanse ustedes los nombres que quieran. A discreción.
Antonio Civantos
La vida exige un tiempo de reciclaje, un descanso para que las piezas desajustadas por culpa del albur callejero encajen unas sobre otras, como en uno de esos puzzles imposibles. El mes de agosto, por ejemplo, debería servir como oasis de introspección, como aquellos retiros espirituales de otro tiempo, un periodo para ponerse en paz consigo mismo, para tratar de comprender aquello que posiblemente supere nuestra capacidad de raciocinio.
Sin embargo, el mundo sigue girando como si tal cosa. Y los acontecimientos se amontonan en nuestro ánimo como si éste fuera el estercolero del alma. Soldados y civiles siguen muriendo en Irak y Afganistán; los etarras continúan su juego de pelota vasca, como diría el aristócrata De Juana; en la carretera, hay cada día una sucesión de difuntos y, para colmo, este terrible accidente de aviación en Barajas. ¿Es que no tenemos suficiente con la muerte natural?
Esta sociedad nuestra, que no desea morir de ninguna manera, que aumenta cada década su esperanza de vida, que trata de desentrañar los misterios de la materia para conseguir la inmortalidad, parece como si hubiese establecido un pacto secreto con la propia Muerte. Un pacto que fija el precio de una existencia larga y sin sufrimiento. Un pacto por el que, a cambio de una vida sin fin, estaríamos obligados a entregarle en sacrificio un cierto número de almas en buen estado.
Desde luego, la sociedad moderna está más que capacitada y dispuesta para entrar en esta clase de tratos: coches rápidos y potentes; armas nucleares a medida de cualquier mano insensata; aviones de hojalata y susceptibles, por tanto, de despanzurrarse sobre la pista de despegue; conflictos bélicos en zonas idóneas para llenar los bolsillos de los fabricantes de armas; terroristas de cualquier ideología en busca de un paraíso lleno de huríes, aizcolaris y dulzainas. Quiero decir que esta civilización es la idónea para llegar a un acuerdo equitativo con la Muerte: una larga vida para miles de millones de afortunados a cambio de la de unos pocos miles de infelices. Desde luego, el pacto no podría ser más ventajoso para ambas partes. El problema, claro está, radicaría en la trascendental elección de los chivos expiatorios. ¿Quién formaría parte de este jurado en España? Sírvanse ustedes los nombres que quieran. A discreción.
Antonio Civantos
EL OTOÑO DE LOS GENERALES
Ya me advirtieron mis colegas de café con leche y puestas de sol, aquí en Messolonghi, acerca de la improbabilidad que algún general español vetara por patriotismo la bandera venezolana. Y aunque por aquí todo el mundo se dedica a leer a románticos como Lord Byron, nuestro santo patrón, todavía nos queda alguna veleidad militarista, siempre desde el punto de vista estético, claro está. Por ejemplo, en el desfile de la Hispanidad, todos nos entusiasmamos con los uniformes de la Guardia Real, hasta algunos quisimos ver a don Alfonso XII en la persona de un joven oficial con bigote decimonónico. Pura nostalgia de tiempos que, por desgracia, ya no volverán, siempre que los teóricos cuánticos no digan lo contrario. La física experimenta tantos requiebros que a saber si no estaremos en un tris de volver al pasado. Desde luego, para mis colegas sería todo un acontecimiento regresar en el tiempo y acompañar a Byron en la guerra contra el turco. Para mí, en cambio, el placer estaría en recuperar el viejo y olvidado emblema del honor. En otra época, un suponer, no se habría permitido que nuestros soldados desfilaran enarbolando la bandera de un país, Venezuela, que nos acabara de insultar. Pero ahora resulta que fue el Gobierno del país insultador, o sea, el cachicán Hugo Chávez, quien retiró su bandera del desfile, insultándonos de nuevo. Y nuestro embajador en Caracas sigue allí, tan tranquilo, vendiéndole barcos de guerra al gorila, que es lo que se espera de una sociedad desquiciada como la nuestra.
Mi ingenuidad, sin duda, se ha visto reflejada en la estupidez de mi artículo anterior. Pero no por esperar que nuestro Gobierno actuara en consecuencia, sino porque los generales, a la vista de tanta humillación, se hayan tragado ese orgullo del que tanto cacareaban en mis tiempos de milicia y tiro al blanco. Claro que lo mandado es que cumplan con el ordenamiento constitucional, ¡estaría bueno!, pero al menos nos gustaría sentir un pálpito de decepción en alguno de ellos, como a título personal, fuera de servicio, es decir, algún gesto para que los españoles percibamos que aún queda descaro bajo esas estrellas y bastones de mando. Con una sencilla declaración al uso nos hubiéramos conformados: “Los generales españoles nos sentimos profundamente decepcionados por el silencio de nuestro Gobierno ante los insultos que el Presidente de la República de Venezuela, don Hugo Chávez, ha dirigido a nuestra nación y a nuestro ejército”. Naturalmente, doña Carmen Chacón, a pesar de no ser don Manuel Azaña, habría respondido con la destitución inmediata del general tonante, pero al menos los españoles nos sentiríamos arropados por alguna institución de importancia. Porque, en realidad, el Partido Popular, con ese temor y temblor a entrar en debates que sirvan para manipular sus intenciones, permanece tan callado como un exquisito pato a la naranja, esperando, sin más, a que el difunto monclovita se pudra en puro “faisandage”. A los españoles se nos ha ido la voz, la vergüenza, el dinero y cualquier atributo de estimada vulgaridad. Dijo el pontífice.
Antonio Civantos
Ya me advirtieron mis colegas de café con leche y puestas de sol, aquí en Messolonghi, acerca de la improbabilidad que algún general español vetara por patriotismo la bandera venezolana. Y aunque por aquí todo el mundo se dedica a leer a románticos como Lord Byron, nuestro santo patrón, todavía nos queda alguna veleidad militarista, siempre desde el punto de vista estético, claro está. Por ejemplo, en el desfile de la Hispanidad, todos nos entusiasmamos con los uniformes de la Guardia Real, hasta algunos quisimos ver a don Alfonso XII en la persona de un joven oficial con bigote decimonónico. Pura nostalgia de tiempos que, por desgracia, ya no volverán, siempre que los teóricos cuánticos no digan lo contrario. La física experimenta tantos requiebros que a saber si no estaremos en un tris de volver al pasado. Desde luego, para mis colegas sería todo un acontecimiento regresar en el tiempo y acompañar a Byron en la guerra contra el turco. Para mí, en cambio, el placer estaría en recuperar el viejo y olvidado emblema del honor. En otra época, un suponer, no se habría permitido que nuestros soldados desfilaran enarbolando la bandera de un país, Venezuela, que nos acabara de insultar. Pero ahora resulta que fue el Gobierno del país insultador, o sea, el cachicán Hugo Chávez, quien retiró su bandera del desfile, insultándonos de nuevo. Y nuestro embajador en Caracas sigue allí, tan tranquilo, vendiéndole barcos de guerra al gorila, que es lo que se espera de una sociedad desquiciada como la nuestra.
Mi ingenuidad, sin duda, se ha visto reflejada en la estupidez de mi artículo anterior. Pero no por esperar que nuestro Gobierno actuara en consecuencia, sino porque los generales, a la vista de tanta humillación, se hayan tragado ese orgullo del que tanto cacareaban en mis tiempos de milicia y tiro al blanco. Claro que lo mandado es que cumplan con el ordenamiento constitucional, ¡estaría bueno!, pero al menos nos gustaría sentir un pálpito de decepción en alguno de ellos, como a título personal, fuera de servicio, es decir, algún gesto para que los españoles percibamos que aún queda descaro bajo esas estrellas y bastones de mando. Con una sencilla declaración al uso nos hubiéramos conformados: “Los generales españoles nos sentimos profundamente decepcionados por el silencio de nuestro Gobierno ante los insultos que el Presidente de la República de Venezuela, don Hugo Chávez, ha dirigido a nuestra nación y a nuestro ejército”. Naturalmente, doña Carmen Chacón, a pesar de no ser don Manuel Azaña, habría respondido con la destitución inmediata del general tonante, pero al menos los españoles nos sentiríamos arropados por alguna institución de importancia. Porque, en realidad, el Partido Popular, con ese temor y temblor a entrar en debates que sirvan para manipular sus intenciones, permanece tan callado como un exquisito pato a la naranja, esperando, sin más, a que el difunto monclovita se pudra en puro “faisandage”. A los españoles se nos ha ido la voz, la vergüenza, el dinero y cualquier atributo de estimada vulgaridad. Dijo el pontífice.
Antonio Civantos
EL NAVEGANTE DEL BÁLTICO
Hay quien avizora la forma de cómo meterle mano a la audacia viajera del sindicalista. Sin embargo, yo creo que les iría fenómeno aminorar el volumen de sus pretensiones maledicientes. Al fin y al cabo, Fernández Toxo sólo pretendía pasar desapercibido, como cualquier millonario español, en un lujoso crucero por el Báltico. En realidad, el sindicalista se lo merece, no en vano ha evolucionado desde las bajuras infernales del “metal” a la súbita grandeza de los cielos sindicales. Y aunque fuere a costa del Presupuesto, hemos de reconocer que el muchacho se ha ennoblecido de social importancia.
Algunos dicen que la huelga del 29 de septiembre ha sido organizada desde su camarote de lobo de mar, mientras de noche contemplaba los neones enfebrecidos de Copenhague. Otros que al llegar de madrugada a Helsinki y presenciar la luz ambarina y diurna de la noche polar. Sin embargo, uno cree que la inspiración de “la gran putada” le vino al recalar en San Petersburgo y hacer su entrada triunfal en el Hermitage y en el Palacio de Invierno, antiguas residencias de los zares que fueron convertidos por la Revolución en museos del pueblo. Claro que la colección de pinturas fue comenzada por Catalina la Grande, sin la cual el pueblo ruso hoy sólo contemplaría la blancura cadavérica de los muertos que Stalin pintaba al óleo antes de maitines.
Yo apuesto a que fue en el Palacio de Invierno donde Fernández Toxo imaginó la gran huelga general que las empresa españolas, en quiebra la mayoría, van a tener que soportar bajo sus propias ruinas. Y ahí tienen ustedes al gran viajero Toxo, navegando por el Báltico, teñido por los mil fuegos de la victoria y bailando “Los pajaritos” en plan minué con la señora del capitán.
Si el otro día decíamos que Cándido Méndez era en realidad William Beckford, hoy nos atrevemos a proclamar que Fernández Toxo no puede ser otro que el Beau Brummell, quien vivió mayormente a expensas de su amistad con el Príncipe de Gales. Hoy, naturalmente, somos los españoles quienes pagamos los caprichos viajeros de este originalísimo y millonario dandi del metal. A decir verdad, nos complace vivamente que el dandismo sindical se muestre a la altura de nuestras posibilidades tributarias. Y los contribuyentes sinceramente nos alegramos de que la existencia penetre en los dirigentes sindicales como un bálsamo purificador de alta rentabilidad.
Sin embargo, no hay noticias de si Fernández Toxo lloró ante la “Madonna Litta” de Leonardo da Vinci, o delante de la “Venus de Táurida, dos de las bellísimas zarinas del lujoso Hermitage. Curiosamente, todos estos millonarios de la izquierda suelen hacer gala de una sensibilidad artística a prueba de cualquier purga estalinista. Que se lo pregunten, por ejemplo, al marxista Roures, capaz de conjugar la pública chabacanería mediática con el más exquisito de los gustos privados. Recuerden que el gran Galvano della Volpe, tan marxista como ellos, les escribió una “Historia del Gusto” para que tuvieran algo que decir al respecto. Por eso estoy deseando oír los trinos del navegante del Báltico. Ese dandi de las profundidades.
Antonio Civantos
Hay quien avizora la forma de cómo meterle mano a la audacia viajera del sindicalista. Sin embargo, yo creo que les iría fenómeno aminorar el volumen de sus pretensiones maledicientes. Al fin y al cabo, Fernández Toxo sólo pretendía pasar desapercibido, como cualquier millonario español, en un lujoso crucero por el Báltico. En realidad, el sindicalista se lo merece, no en vano ha evolucionado desde las bajuras infernales del “metal” a la súbita grandeza de los cielos sindicales. Y aunque fuere a costa del Presupuesto, hemos de reconocer que el muchacho se ha ennoblecido de social importancia.
Algunos dicen que la huelga del 29 de septiembre ha sido organizada desde su camarote de lobo de mar, mientras de noche contemplaba los neones enfebrecidos de Copenhague. Otros que al llegar de madrugada a Helsinki y presenciar la luz ambarina y diurna de la noche polar. Sin embargo, uno cree que la inspiración de “la gran putada” le vino al recalar en San Petersburgo y hacer su entrada triunfal en el Hermitage y en el Palacio de Invierno, antiguas residencias de los zares que fueron convertidos por la Revolución en museos del pueblo. Claro que la colección de pinturas fue comenzada por Catalina la Grande, sin la cual el pueblo ruso hoy sólo contemplaría la blancura cadavérica de los muertos que Stalin pintaba al óleo antes de maitines.
Yo apuesto a que fue en el Palacio de Invierno donde Fernández Toxo imaginó la gran huelga general que las empresa españolas, en quiebra la mayoría, van a tener que soportar bajo sus propias ruinas. Y ahí tienen ustedes al gran viajero Toxo, navegando por el Báltico, teñido por los mil fuegos de la victoria y bailando “Los pajaritos” en plan minué con la señora del capitán.
Si el otro día decíamos que Cándido Méndez era en realidad William Beckford, hoy nos atrevemos a proclamar que Fernández Toxo no puede ser otro que el Beau Brummell, quien vivió mayormente a expensas de su amistad con el Príncipe de Gales. Hoy, naturalmente, somos los españoles quienes pagamos los caprichos viajeros de este originalísimo y millonario dandi del metal. A decir verdad, nos complace vivamente que el dandismo sindical se muestre a la altura de nuestras posibilidades tributarias. Y los contribuyentes sinceramente nos alegramos de que la existencia penetre en los dirigentes sindicales como un bálsamo purificador de alta rentabilidad.
Sin embargo, no hay noticias de si Fernández Toxo lloró ante la “Madonna Litta” de Leonardo da Vinci, o delante de la “Venus de Táurida, dos de las bellísimas zarinas del lujoso Hermitage. Curiosamente, todos estos millonarios de la izquierda suelen hacer gala de una sensibilidad artística a prueba de cualquier purga estalinista. Que se lo pregunten, por ejemplo, al marxista Roures, capaz de conjugar la pública chabacanería mediática con el más exquisito de los gustos privados. Recuerden que el gran Galvano della Volpe, tan marxista como ellos, les escribió una “Historia del Gusto” para que tuvieran algo que decir al respecto. Por eso estoy deseando oír los trinos del navegante del Báltico. Ese dandi de las profundidades.
Antonio Civantos
EL LEOPARDO DE HEMINGWAY
Después del espejismo reivindicativo de esa españolidad futbolera y cañí, nos llegan noticias de Cataluña. El correveidile plenipotenciario catalán, el atildado Durán y Lleida, vino al Congreso para amenazarnos en nuestra propia casa. Y, solamente, una mujer, la vascuence Rosa Díez, ¡toma nísperos!, le contestó por fin con la Constitución en la mano. ¿Cuál fue la amenaza del miramelindo? Pues nada menos que la de romper su compromiso con el Estado español. ¿Y a qué espera ese chico tan perfumado? Lo único que iba a perder España son esos cinco magníficos futbolistas del Barcelona. Nada más. Y nosotros, los españoles, además de todo este trajín de palpitaciones, nos ahorraríamos los miles de millones de euros que Zapatero les ha prometido en reconocimiento a nuestra nueva y sumisa condición de ciudadanos colonizados.
Rosa Díez, en lo referente a la flagrante inconstitucionalidad del Estatut, habló de corrupción institucional y política, acertando plenamente. El Tribunal Constitucional, o como quieran ustedes llamarlo, ha vuelto a prevaricar, como prevaricó aquella vez en el asunto Rumasa, convirtiéndose en lo que todos los demócratas pensamos. Sólo nos queda el consuelo de que en los libros de Historia figurará, con letras de oro, el nombre de la soberana de este atropello y el de su intrépido corruptor, un político llegado de provincias con el afán de escalar las cumbres nevadas del Kilimanjaro y buscar el leopardo de Hemingway.
En cambio Rajoy, don Mariano, midiendo al milímetro los pasos que le separan de la Moncloa, evita cualquier comentario acerca de un asunto tan crucial para nuestro futuro. Y eso que hemos de reconocer que actuó a la perfección, tal como se esperaba de él, cuando aquello de las firmas para el referéndum y la consecuente impugnación del Estatut. Sin embargo, con respecto a la sentencia confirma que le han vuelto a dar gato por liebre, quiero decir que va el tío y se atrinchera en el escaño bajo la plebeya hermosura de la Cospedal. Naturalmente, detrás de estos silencios se esconde, como se ha demostrado, la estrategia electoral del millonario Arriola, señor de Villalobos, un tipo que pergeña sus campañas apoyándose en el supuesto de que la mayoría de los españoles somos tontos y, sobre todo, en la absoluta tranquilidad del voto cautivo de la derechona, la cual suele votar, un servidor incluido, por ese miedo histórico a la victoria del marxismo/leninismo, sobre todo en la versión empirocriticista y glamurosa de Belén Esteban, VII Asamblea.
Lo siento en el alma, pero yo creo, amigo mío, que la actual situación política de España, no digamos la económica y financiera, se encuentra en un callejón sin salida. Jurídicamente, los españoles, ante una Constitución institucionalmente vulnerada, nos hallamos al albur de los colonizadores catalanes y pronto estaremos de los vascos. Hasta tenemos que pagarles, como digo, el tributo correspondiente. Y no sería extraño que Pepe Montilla haya dispuesto ya, al igual que un día lo dispusiera Maciá, un ejército de almogávares en la frontera, con el cobrador del frac a la cabeza, por si alguno no se aviene a la pernada y al gabelazo. ¡Ay, si los borbones levantaran la cabeza!
Antonio Civantos
Después del espejismo reivindicativo de esa españolidad futbolera y cañí, nos llegan noticias de Cataluña. El correveidile plenipotenciario catalán, el atildado Durán y Lleida, vino al Congreso para amenazarnos en nuestra propia casa. Y, solamente, una mujer, la vascuence Rosa Díez, ¡toma nísperos!, le contestó por fin con la Constitución en la mano. ¿Cuál fue la amenaza del miramelindo? Pues nada menos que la de romper su compromiso con el Estado español. ¿Y a qué espera ese chico tan perfumado? Lo único que iba a perder España son esos cinco magníficos futbolistas del Barcelona. Nada más. Y nosotros, los españoles, además de todo este trajín de palpitaciones, nos ahorraríamos los miles de millones de euros que Zapatero les ha prometido en reconocimiento a nuestra nueva y sumisa condición de ciudadanos colonizados.
Rosa Díez, en lo referente a la flagrante inconstitucionalidad del Estatut, habló de corrupción institucional y política, acertando plenamente. El Tribunal Constitucional, o como quieran ustedes llamarlo, ha vuelto a prevaricar, como prevaricó aquella vez en el asunto Rumasa, convirtiéndose en lo que todos los demócratas pensamos. Sólo nos queda el consuelo de que en los libros de Historia figurará, con letras de oro, el nombre de la soberana de este atropello y el de su intrépido corruptor, un político llegado de provincias con el afán de escalar las cumbres nevadas del Kilimanjaro y buscar el leopardo de Hemingway.
En cambio Rajoy, don Mariano, midiendo al milímetro los pasos que le separan de la Moncloa, evita cualquier comentario acerca de un asunto tan crucial para nuestro futuro. Y eso que hemos de reconocer que actuó a la perfección, tal como se esperaba de él, cuando aquello de las firmas para el referéndum y la consecuente impugnación del Estatut. Sin embargo, con respecto a la sentencia confirma que le han vuelto a dar gato por liebre, quiero decir que va el tío y se atrinchera en el escaño bajo la plebeya hermosura de la Cospedal. Naturalmente, detrás de estos silencios se esconde, como se ha demostrado, la estrategia electoral del millonario Arriola, señor de Villalobos, un tipo que pergeña sus campañas apoyándose en el supuesto de que la mayoría de los españoles somos tontos y, sobre todo, en la absoluta tranquilidad del voto cautivo de la derechona, la cual suele votar, un servidor incluido, por ese miedo histórico a la victoria del marxismo/leninismo, sobre todo en la versión empirocriticista y glamurosa de Belén Esteban, VII Asamblea.
Lo siento en el alma, pero yo creo, amigo mío, que la actual situación política de España, no digamos la económica y financiera, se encuentra en un callejón sin salida. Jurídicamente, los españoles, ante una Constitución institucionalmente vulnerada, nos hallamos al albur de los colonizadores catalanes y pronto estaremos de los vascos. Hasta tenemos que pagarles, como digo, el tributo correspondiente. Y no sería extraño que Pepe Montilla haya dispuesto ya, al igual que un día lo dispusiera Maciá, un ejército de almogávares en la frontera, con el cobrador del frac a la cabeza, por si alguno no se aviene a la pernada y al gabelazo. ¡Ay, si los borbones levantaran la cabeza!
Antonio Civantos
EL INGLÉS
De estudiante, siempre suspendí los idiomas, además de otras materias, claro está, que uno sólo leía novelas de misterio hasta bien entrada la noche, y por el invierno, como Elliot, viajaba hacia el sur. Ahora quieren obligarnos a saber inglés, que es muy bueno para ligar inglesas y perder una pasta larga en la bolsa de Nueva York. Pero es que a mí el inglés no me suena, por todos los santos, y yo creo que las palabras han de tener un sonido, unas señas musicales, incluso un aroma especial, como los vinos de clase y tronío. Ya sé que lo ideal sería que el mundo hablara sólo una lengua, por eso de entendernos mejor a la hora de tirarnos bombas, pero esa lengua, claro, debería ser la española. El español tiene resonancia, empaque y una guturalidad clara, diamantina. Un idioma que dice al pan, pan y al vino, vino. Porque el idioma, según Heidegger es la casa del ser, y si al niño lo llenan de voces foráneas, el ser huirá despavorido a casas más remotas, tal vez para siempre.
El maestro Umbral, que Dios lo tenga en Su gloria, sostenía que no hay más lengua que la materna, y que la profundidad que tiene cada palabra no la va a tener el sustitutivo extranjero. También Ortega decía que para hablar una lengua extraña hay que empezar por volverse un poco imbécil. De ahí que nos parezcan retrasados los turistas que nos hablan en español al pie de los medallones de la Plaza Mayor. No creo yo, por tanto, que ni a los niños ni a nadie les convenga meterse en los umbríos y fríos jardines de los idiomas. Eso sí, deberíamos centrarnos y profundizar sobre el nuestro, el español, que da pena oírlo por esos platós de televisión y esas cadenas de radio: “Ronaldo culminó en el arranque del partido”, en vez de “Ronaldo marcó al principio del partido”.
Decía Fernando Fernán Gómez que la lengua inglesa sólo es necesaria para los ingleses y para los espías, como Fernando Rey, que sabía inglés porque era el espía de Franco en Hollywood. Ahora lo es Almodóvar, que tartajea el inglés porque espía para Zapatero en las Américas de Obama. A los niños españoles hay que sumergirlos en el español, que es su verdadera patria, la patria y la casa del ser, como ya está dicho. Olvídense de Internet y volvamos a los clásicos, a nuestras raíces, al verdadero sustento del alma española. Mucho me temo que estemos perdiendo el sonido y el sentido de nuestras propias palabras. Y será difícil recuperarlo.
Antonio Civantos
De estudiante, siempre suspendí los idiomas, además de otras materias, claro está, que uno sólo leía novelas de misterio hasta bien entrada la noche, y por el invierno, como Elliot, viajaba hacia el sur. Ahora quieren obligarnos a saber inglés, que es muy bueno para ligar inglesas y perder una pasta larga en la bolsa de Nueva York. Pero es que a mí el inglés no me suena, por todos los santos, y yo creo que las palabras han de tener un sonido, unas señas musicales, incluso un aroma especial, como los vinos de clase y tronío. Ya sé que lo ideal sería que el mundo hablara sólo una lengua, por eso de entendernos mejor a la hora de tirarnos bombas, pero esa lengua, claro, debería ser la española. El español tiene resonancia, empaque y una guturalidad clara, diamantina. Un idioma que dice al pan, pan y al vino, vino. Porque el idioma, según Heidegger es la casa del ser, y si al niño lo llenan de voces foráneas, el ser huirá despavorido a casas más remotas, tal vez para siempre.
El maestro Umbral, que Dios lo tenga en Su gloria, sostenía que no hay más lengua que la materna, y que la profundidad que tiene cada palabra no la va a tener el sustitutivo extranjero. También Ortega decía que para hablar una lengua extraña hay que empezar por volverse un poco imbécil. De ahí que nos parezcan retrasados los turistas que nos hablan en español al pie de los medallones de la Plaza Mayor. No creo yo, por tanto, que ni a los niños ni a nadie les convenga meterse en los umbríos y fríos jardines de los idiomas. Eso sí, deberíamos centrarnos y profundizar sobre el nuestro, el español, que da pena oírlo por esos platós de televisión y esas cadenas de radio: “Ronaldo culminó en el arranque del partido”, en vez de “Ronaldo marcó al principio del partido”.
Decía Fernando Fernán Gómez que la lengua inglesa sólo es necesaria para los ingleses y para los espías, como Fernando Rey, que sabía inglés porque era el espía de Franco en Hollywood. Ahora lo es Almodóvar, que tartajea el inglés porque espía para Zapatero en las Américas de Obama. A los niños españoles hay que sumergirlos en el español, que es su verdadera patria, la patria y la casa del ser, como ya está dicho. Olvídense de Internet y volvamos a los clásicos, a nuestras raíces, al verdadero sustento del alma española. Mucho me temo que estemos perdiendo el sonido y el sentido de nuestras propias palabras. Y será difícil recuperarlo.
Antonio Civantos
9 de junio de 2011
EL IMPERIO DE LO EFÍMERO
Uno no entiende mucho de economías. Me gustaría poseer para ustedes una elocuencia de cátedra salmantina como bálsamo para estos momentos de incertidumbre. Tan sólo les puedo decir que, como piensa la inmensa mayoría de los mortales, ha sido el resplandor espectral del dinero quien ha provocado la debacle financiera que ahora padecemos. Sin embargo, lejos de mi propósito una caída en el abismo fácil de las moralizaciones. Pero hasta el yonqui de Burroughs, tan lejos de cualquier moralidad frailuna, decía que el dinero se convierte en una triste pasión cuando suplanta a todas las demás. ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra apasionada embriaguez? Tal vez nuestro pecado de nuevos ricos haya sido confundir el lujo con la felicidad. Para Pascal Bruckner, inteligente y exitoso filósofo francés, el lujo consiste en disfrutar de todo lo que escasea: el silencio, la meditación, la lentitud recobrada, la ociosidad estudiosa… Sin embargo, no creo que estos supuestos sean los manejados por la asociación de consumidores anónimos. Las señoras no van al Corte Inglés en busca de silencio y meditación, aunque bien mirado es posible que el viajero de autopista sí recobre cada fin de semana la lentitud perdida. Antiguamente, se consideraba un axioma que sólo la aristocracia, más tarde también la alta burguesía, tuviera acceso al lujo. En la actualidad, cualquier asalariado tiene derecho a ostentar los emblemas más resplandecientes de la majestad. Y esa majestad, amigos míos, no es otra cosa que el consumo indiscriminado. De ahí la cantidad de hipotecas basura generadas por la banca americana en una orgía de codicia y derroche sin precedentes. Pero lo más terrible y descorazonador es que la bancarrota haya provocado que el mundo ya no sea feliz. A decir verdad, la infelicidad se ha apoderado de todo lo que no sea consumo. Una crisis como la que vivimos será para algunos lo más parecido al fin del mundo, el mismísimo Apocalipsis de san Juan, una verdadera catástrofe ecológica, mucho más grave que cualquier cambio climático de tres al cuarto. El único consuelo es que las desgracias siempre son un elemento generador de derechos humanos. No me extrañaría que Zapatero, además de inventar en Washington la socialdemocracia, propusiera que se añada el lujo del consumo a la lista de los Derechos Humanos. Claro que, por el contrario, uno desconfiaría de todo aquel que pregonase su desprecio por el Becerro de Oro. Decía Séneca que habría que clasificar el dinero entre las cosas preferibles. Porque, en realidad, el dinero es eso que casi nadie tiene. Estos últimos años no hemos sido colmados por el tintineo de la bolsa, dinero contante y sonante, sino por la excesiva facilidad de endeudamiento. Quiero decir que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y ese espejismo de riqueza y poderío se ha desvanecido en el aire como aquel día se desvaneció, premonitoriamente, la brillante esbeltez de las Torres Gemelas. Ahora, un silencio sepulcral bordea el lujo diamantino de las villas hipotecadas. Ya se pudren los besos de la aventura.
Antonio Civantos
Uno no entiende mucho de economías. Me gustaría poseer para ustedes una elocuencia de cátedra salmantina como bálsamo para estos momentos de incertidumbre. Tan sólo les puedo decir que, como piensa la inmensa mayoría de los mortales, ha sido el resplandor espectral del dinero quien ha provocado la debacle financiera que ahora padecemos. Sin embargo, lejos de mi propósito una caída en el abismo fácil de las moralizaciones. Pero hasta el yonqui de Burroughs, tan lejos de cualquier moralidad frailuna, decía que el dinero se convierte en una triste pasión cuando suplanta a todas las demás. ¿Qué precio estamos dispuestos a pagar por nuestra apasionada embriaguez? Tal vez nuestro pecado de nuevos ricos haya sido confundir el lujo con la felicidad. Para Pascal Bruckner, inteligente y exitoso filósofo francés, el lujo consiste en disfrutar de todo lo que escasea: el silencio, la meditación, la lentitud recobrada, la ociosidad estudiosa… Sin embargo, no creo que estos supuestos sean los manejados por la asociación de consumidores anónimos. Las señoras no van al Corte Inglés en busca de silencio y meditación, aunque bien mirado es posible que el viajero de autopista sí recobre cada fin de semana la lentitud perdida. Antiguamente, se consideraba un axioma que sólo la aristocracia, más tarde también la alta burguesía, tuviera acceso al lujo. En la actualidad, cualquier asalariado tiene derecho a ostentar los emblemas más resplandecientes de la majestad. Y esa majestad, amigos míos, no es otra cosa que el consumo indiscriminado. De ahí la cantidad de hipotecas basura generadas por la banca americana en una orgía de codicia y derroche sin precedentes. Pero lo más terrible y descorazonador es que la bancarrota haya provocado que el mundo ya no sea feliz. A decir verdad, la infelicidad se ha apoderado de todo lo que no sea consumo. Una crisis como la que vivimos será para algunos lo más parecido al fin del mundo, el mismísimo Apocalipsis de san Juan, una verdadera catástrofe ecológica, mucho más grave que cualquier cambio climático de tres al cuarto. El único consuelo es que las desgracias siempre son un elemento generador de derechos humanos. No me extrañaría que Zapatero, además de inventar en Washington la socialdemocracia, propusiera que se añada el lujo del consumo a la lista de los Derechos Humanos. Claro que, por el contrario, uno desconfiaría de todo aquel que pregonase su desprecio por el Becerro de Oro. Decía Séneca que habría que clasificar el dinero entre las cosas preferibles. Porque, en realidad, el dinero es eso que casi nadie tiene. Estos últimos años no hemos sido colmados por el tintineo de la bolsa, dinero contante y sonante, sino por la excesiva facilidad de endeudamiento. Quiero decir que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Y ese espejismo de riqueza y poderío se ha desvanecido en el aire como aquel día se desvaneció, premonitoriamente, la brillante esbeltez de las Torres Gemelas. Ahora, un silencio sepulcral bordea el lujo diamantino de las villas hipotecadas. Ya se pudren los besos de la aventura.
Antonio Civantos
El héroe de Wikileaks
Ahora que Zapatero ha consentido en ahorrar mil millones de euros robándoselos a parados sin ninguna asignación, me doy cuenta de la importancia de un `hacker´ como Julian Assange, el bendito fundador de Wikileaks. Porque hay decenas de medidas para ahorrar esos jodidos mil millones. Primero: dinamitando todos y cada uno de los parlamentos regionales con sus diputados dentro. Eso sí, recogiendo primero todos los bolígrafos, ordenadores, mobiliario y otros recuerdos de interés humano. Segundo: reduciendo a la mitad el número de cargos públicos que vegetan en todas las administraciones. Tercero: demediando la miriada de sueldos millonarios que cobran los políticos con cargo público. Cuarto: subastando todos los coches oficiales. Quinto: centralizando todas las competencias autonómicas. Sexto: privatizando las televisiones públicas. Séptimo: suprimiendo las subvenciones a centrales sindicales, organizaciones empresariales y partidos políticos. ¿No llegaría Zapatero con estas medidas a más de mil millones de ahorro? ¿Y saben ustedes por qué no se van a tomar? Porque los políticos se han organizado en una casta indestructible. Los políticos han creado un mundo a su exacta medida y una sociedad a su imagen y semejanza. Un mundo que sólo es para ellos una finca particular de recreo, una mesa de juego donde dirimir el grado de poder de cada uno, pero también un coto de caza donde los ciudadanos sólo somos inocentes piezas cinegéticas tratando de sobrevivir a sus batidas y fuego a discreción. Y esta vez quien ha caído heroicamente en la montería del monclovita es esa pobre sucesión de desposeídos por la Historia y sin ningún ingreso para llenar la olla diaria del Dómine Cabra.
De modo que ante la aparición estelar de un personaje como Julian Assange, me dispongo a presenciar, agradecido, el maravilloso espectáculo de ver rasgarse los velos que dejan al descubierto las miserias de toda esta patulea mundial que nos roba, engaña y desgobierna. Lo malo es que al pobre chico lo persiguen, en plan jauría desesperada y sedienta de sangre, toda la mafia política del mundo. También me entristece que al patriota americano que filtró los documentos del pentágono, otro héroe, lo tengan encerrado en una mazmorra con la llave perdida y sin vistas al mar.
Por otra parte, los documentos desvelados no ponen en peligro la seguridad de ningún país, pero sí desvelan el grado de estupidez, corrupción, perversidad torturadora y amoralidad que adornan a la clase política. Extraordinario, por ejemplo, el relato de la felación moratiniana, como un becario bajo la mesa, en el asunto de los vuelos de la CIA. Desde luego, la diplomacia española, en tiempos de Zapatero, sólo se ha dedicado a complacer los apetitos más libidinosos de todas las cancillerías mundiales. Y no digamos la orgía que ahora se tienen montada los marroquíes, con ese exacerbado vicio suyo, a costa de la virginidad postrera de los chicos y chicas del palacio de Santa Cruz. Y, ya que estamos en ello, ¿no les gustaría, por ejemplo, que algún `hacker´ del CNI enviara a Wikileaks los documentos secretos del 11M? ¡Comprenderíamos tantas cosas!
Antonio Civantos
Ahora que Zapatero ha consentido en ahorrar mil millones de euros robándoselos a parados sin ninguna asignación, me doy cuenta de la importancia de un `hacker´ como Julian Assange, el bendito fundador de Wikileaks. Porque hay decenas de medidas para ahorrar esos jodidos mil millones. Primero: dinamitando todos y cada uno de los parlamentos regionales con sus diputados dentro. Eso sí, recogiendo primero todos los bolígrafos, ordenadores, mobiliario y otros recuerdos de interés humano. Segundo: reduciendo a la mitad el número de cargos públicos que vegetan en todas las administraciones. Tercero: demediando la miriada de sueldos millonarios que cobran los políticos con cargo público. Cuarto: subastando todos los coches oficiales. Quinto: centralizando todas las competencias autonómicas. Sexto: privatizando las televisiones públicas. Séptimo: suprimiendo las subvenciones a centrales sindicales, organizaciones empresariales y partidos políticos. ¿No llegaría Zapatero con estas medidas a más de mil millones de ahorro? ¿Y saben ustedes por qué no se van a tomar? Porque los políticos se han organizado en una casta indestructible. Los políticos han creado un mundo a su exacta medida y una sociedad a su imagen y semejanza. Un mundo que sólo es para ellos una finca particular de recreo, una mesa de juego donde dirimir el grado de poder de cada uno, pero también un coto de caza donde los ciudadanos sólo somos inocentes piezas cinegéticas tratando de sobrevivir a sus batidas y fuego a discreción. Y esta vez quien ha caído heroicamente en la montería del monclovita es esa pobre sucesión de desposeídos por la Historia y sin ningún ingreso para llenar la olla diaria del Dómine Cabra.
De modo que ante la aparición estelar de un personaje como Julian Assange, me dispongo a presenciar, agradecido, el maravilloso espectáculo de ver rasgarse los velos que dejan al descubierto las miserias de toda esta patulea mundial que nos roba, engaña y desgobierna. Lo malo es que al pobre chico lo persiguen, en plan jauría desesperada y sedienta de sangre, toda la mafia política del mundo. También me entristece que al patriota americano que filtró los documentos del pentágono, otro héroe, lo tengan encerrado en una mazmorra con la llave perdida y sin vistas al mar.
Por otra parte, los documentos desvelados no ponen en peligro la seguridad de ningún país, pero sí desvelan el grado de estupidez, corrupción, perversidad torturadora y amoralidad que adornan a la clase política. Extraordinario, por ejemplo, el relato de la felación moratiniana, como un becario bajo la mesa, en el asunto de los vuelos de la CIA. Desde luego, la diplomacia española, en tiempos de Zapatero, sólo se ha dedicado a complacer los apetitos más libidinosos de todas las cancillerías mundiales. Y no digamos la orgía que ahora se tienen montada los marroquíes, con ese exacerbado vicio suyo, a costa de la virginidad postrera de los chicos y chicas del palacio de Santa Cruz. Y, ya que estamos en ello, ¿no les gustaría, por ejemplo, que algún `hacker´ del CNI enviara a Wikileaks los documentos secretos del 11M? ¡Comprenderíamos tantas cosas!
Antonio Civantos
EL GRAN TIMONEL
España oye cantar al cisne negro de Baudelaire. Quiere decirse que estamos a las puertas de algún huracán encharcado de miseria. De momento, hemos empezado a notar en la piel el saludo nervioso de ligeros sarpullidos, como mensajes adelantados de la ópera trágica que se avecina. Lo de ahora tan sólo es la visita de los primeros heraldos, en un perezoso remolino de malos augurios, pero a la vuelta nos esperan, conjurados, los ejércitos de la noche.
En verdad, la arrogancia del mal, con su barbilla enérgica, se relame en lontananza, esperando a que nuestros cuerpos esponjen y, sobre todo, a que pierdan su cualidad felina de viejos luchadores. Y, para colmo, hemos elegido al timonel equivocado. Ni Apolonio de Rodas lo hubiera escogido como grumete en su incansable búsqueda del Vellocino de Oro. Por no tener, no tiene manos ni para sostener el vuelo de una copa de champán. Mucho menos, las riendas de una carreta cimarrona y desbocada de tiro como es la España de hoy.
Seguramente, cuando un enjambre de parados y una legión de empresarios en quiebra crucen la línea de sombra, transidos de miseria, y el déficit público sea un pozo de placeres imposibles, el Gran Timonel nos arengará acerca de las incomodidades del liberalismo salvaje y nos propondrá una vuelta a los gozos paradisíacos del intervencionismo totalitario.
Decía Miguel Sebastián aquello de la paciencia agotada, como si la nuestra fuera infinita, igual que la de Pepiño, que es un gallego como en perpetuo amago de estornudo. Pepiño alimenta el optimismo de sus incondicionales desde un ático celeste, a no sé cuanto el metro de geranio y Porcelanosa, muy parecido al de la primavera romana de la señora Stone.
Para los socialistas, según la experiencia de Churchill, la patria es el partido, por eso repiten a todas horas, como loritos de vieja, la consigna mañanera del jefe de propaganda. No les pidan, por tanto, un pensamiento más o menos original y equilibrado. El discurso de la Pajín, por ejemplo, es pura bazofia masturbatoria, valga la redundancia. A decir verdad, los socialistas nunca crearon riqueza, ni creyeron en ella, a no ser convertida en comisiones o fondos reservados.
De manera, amigos míos, que no esperen salir de la crisis tan fácil y tan pronto como predica, con su elocuencia soñadora, el Gran Timonel, quien carece de cualquier clariver y otras inteligencias más comunes. Los españoles, de nuevos ricos hemos pasado, otra vez, a viejos pobres. Y es que España siempre será como una larga posguerra de luces y sombras. O algo parecido.
Antonio Civantos
España oye cantar al cisne negro de Baudelaire. Quiere decirse que estamos a las puertas de algún huracán encharcado de miseria. De momento, hemos empezado a notar en la piel el saludo nervioso de ligeros sarpullidos, como mensajes adelantados de la ópera trágica que se avecina. Lo de ahora tan sólo es la visita de los primeros heraldos, en un perezoso remolino de malos augurios, pero a la vuelta nos esperan, conjurados, los ejércitos de la noche.
En verdad, la arrogancia del mal, con su barbilla enérgica, se relame en lontananza, esperando a que nuestros cuerpos esponjen y, sobre todo, a que pierdan su cualidad felina de viejos luchadores. Y, para colmo, hemos elegido al timonel equivocado. Ni Apolonio de Rodas lo hubiera escogido como grumete en su incansable búsqueda del Vellocino de Oro. Por no tener, no tiene manos ni para sostener el vuelo de una copa de champán. Mucho menos, las riendas de una carreta cimarrona y desbocada de tiro como es la España de hoy.
Seguramente, cuando un enjambre de parados y una legión de empresarios en quiebra crucen la línea de sombra, transidos de miseria, y el déficit público sea un pozo de placeres imposibles, el Gran Timonel nos arengará acerca de las incomodidades del liberalismo salvaje y nos propondrá una vuelta a los gozos paradisíacos del intervencionismo totalitario.
Decía Miguel Sebastián aquello de la paciencia agotada, como si la nuestra fuera infinita, igual que la de Pepiño, que es un gallego como en perpetuo amago de estornudo. Pepiño alimenta el optimismo de sus incondicionales desde un ático celeste, a no sé cuanto el metro de geranio y Porcelanosa, muy parecido al de la primavera romana de la señora Stone.
Para los socialistas, según la experiencia de Churchill, la patria es el partido, por eso repiten a todas horas, como loritos de vieja, la consigna mañanera del jefe de propaganda. No les pidan, por tanto, un pensamiento más o menos original y equilibrado. El discurso de la Pajín, por ejemplo, es pura bazofia masturbatoria, valga la redundancia. A decir verdad, los socialistas nunca crearon riqueza, ni creyeron en ella, a no ser convertida en comisiones o fondos reservados.
De manera, amigos míos, que no esperen salir de la crisis tan fácil y tan pronto como predica, con su elocuencia soñadora, el Gran Timonel, quien carece de cualquier clariver y otras inteligencias más comunes. Los españoles, de nuevos ricos hemos pasado, otra vez, a viejos pobres. Y es que España siempre será como una larga posguerra de luces y sombras. O algo parecido.
Antonio Civantos
EL FINAL DE UN IMPERIO
De vez en cuando nos llegan noticias desoladoras. Sin ir más lejos, la otra noche supimos que el Real Madrid había perdido su imperio en las procelas ultramodernas de la periferia. El polvo, con perdón, vuelve al polvo. Porque el Real Madrid es esa media España, entre visigótica y requeté, que Garzón quería juzgar envestido con los ropones polancoides de don Cebrián y compañía. Toda una España en su mitad más funeral y marmórea, casi lapidaria, ha muerto definitivamente ante el empuje del diseño y la alta tecnología catalana, aunque para ello haya tenido que utilizar la robótica imparable de un argentino infinitésimo y cabrón.
De cualquier forma, a la antigua aristocracia madridista, casi galdosiana, ya ni siquiera le cunde apelar a la memoria cuajada de victorias ancestrales, pues al recordarlas le llega algo así como un insufrible olor a raíces quemadas. No solo el Real Madrid ha perdido otra liga, eso no importa cuando se tienen treinta y una, sino que a mayores se ha dejado entre las briznas del césped algo tan sutil como todo un imperio. El Real Madrid ha perdido la Historia en la fiebre del sábado noche. Aquí tenemos de nuevo las lágrimas patrióticas de otro “Noventa y ocho” y el dolor inconsolable de este nuevo Ganivet futbolero que soy yo.
Sombrero de ala caída, llovida de varios cielos. Orejas de muerto enhiesto y de inteligente cadáver. Así describió Umbral la silueta de Kafka, una vez que lo vio pasar errante entre las sombras de Majadahonda. Así creo yo que es el cadáver expuesto del madridismo, como un Kafka paseante al socaire de las paredes de un castillo medieval. El cadáver del Real Madrid representa también el cadáver del centralismo político, de la unidad de España, de la heterosexualidad morganática, del gol de Zarra y la Misa cantada en San Francisco el Grande, cuando aquello del cardenal Tarancón, el paredón y su rapapolvo democrático.
Ante nosotros, amigos míos, se levanta un nuevo Estado, español o no, pero mucho más centrífugo, periférico y sansimoniano que nunca. Entre Zapatero y Laporta, tanto monta, anda su liderazgo: dos genios de la política y los dos ampliamente desenvueltos en los escenarios televisivos de Pasapoga, el Molino Rojo y otros salones de la vida. Para mí que estos dos pollos son algo así como los biznietos respectivos de Cánovas y Narváez, claro que en otro plan más de diseño y alta tecnología, mucho más superferolíticos y de coche oficial eléctrico y otras progresías geniales de la crisis.
Después de la victoria del Barcelona en Madrid, España ha quedado en buenas manos, aunque muchos recemos con tanto fervor como en una madrugada de difuntos. No me extrañaría que en estos días el Estatut saliera, limpio y fantasmal, de su madriguera en el Alto Tribunal. Eso sí, algo despeinado por las mil y una noches de su abandono.
Antonio Civantos
De vez en cuando nos llegan noticias desoladoras. Sin ir más lejos, la otra noche supimos que el Real Madrid había perdido su imperio en las procelas ultramodernas de la periferia. El polvo, con perdón, vuelve al polvo. Porque el Real Madrid es esa media España, entre visigótica y requeté, que Garzón quería juzgar envestido con los ropones polancoides de don Cebrián y compañía. Toda una España en su mitad más funeral y marmórea, casi lapidaria, ha muerto definitivamente ante el empuje del diseño y la alta tecnología catalana, aunque para ello haya tenido que utilizar la robótica imparable de un argentino infinitésimo y cabrón.
De cualquier forma, a la antigua aristocracia madridista, casi galdosiana, ya ni siquiera le cunde apelar a la memoria cuajada de victorias ancestrales, pues al recordarlas le llega algo así como un insufrible olor a raíces quemadas. No solo el Real Madrid ha perdido otra liga, eso no importa cuando se tienen treinta y una, sino que a mayores se ha dejado entre las briznas del césped algo tan sutil como todo un imperio. El Real Madrid ha perdido la Historia en la fiebre del sábado noche. Aquí tenemos de nuevo las lágrimas patrióticas de otro “Noventa y ocho” y el dolor inconsolable de este nuevo Ganivet futbolero que soy yo.
Sombrero de ala caída, llovida de varios cielos. Orejas de muerto enhiesto y de inteligente cadáver. Así describió Umbral la silueta de Kafka, una vez que lo vio pasar errante entre las sombras de Majadahonda. Así creo yo que es el cadáver expuesto del madridismo, como un Kafka paseante al socaire de las paredes de un castillo medieval. El cadáver del Real Madrid representa también el cadáver del centralismo político, de la unidad de España, de la heterosexualidad morganática, del gol de Zarra y la Misa cantada en San Francisco el Grande, cuando aquello del cardenal Tarancón, el paredón y su rapapolvo democrático.
Ante nosotros, amigos míos, se levanta un nuevo Estado, español o no, pero mucho más centrífugo, periférico y sansimoniano que nunca. Entre Zapatero y Laporta, tanto monta, anda su liderazgo: dos genios de la política y los dos ampliamente desenvueltos en los escenarios televisivos de Pasapoga, el Molino Rojo y otros salones de la vida. Para mí que estos dos pollos son algo así como los biznietos respectivos de Cánovas y Narváez, claro que en otro plan más de diseño y alta tecnología, mucho más superferolíticos y de coche oficial eléctrico y otras progresías geniales de la crisis.
Después de la victoria del Barcelona en Madrid, España ha quedado en buenas manos, aunque muchos recemos con tanto fervor como en una madrugada de difuntos. No me extrañaría que en estos días el Estatut saliera, limpio y fantasmal, de su madriguera en el Alto Tribunal. Eso sí, algo despeinado por las mil y una noches de su abandono.
Antonio Civantos
EL FIN DE LA HISTORIA
Hoy me siento vacío de alma, como si las musas me hubieran abandonado, tomándose un día libre para refrescarse en el río y abusar de los brochazos solares. Porque uno se niega sin su concurso a volver sobre lo mismo, es decir, sobre la melopea política de todos los días, como si en la vida no concurrieran otros cometas de estela más luminosa. La política sólo debería interesarnos en forma de historia literaria, esperando que los libros futuros nos cuenten las hazañas de este gobierno zapateril para conseguir la idea republicana de una España medio rota, descompuesta y sin novio. ¿Cómo la verán los historiadores dentro de un siglo? Lástima que nuestra calvicie de entonces nos prive del regodeo en el análisis. Claro que después de vivir la manipulación actual de la II República, no habría que extrañarse de que a Zapatero algunos le apodasen el Grande, como si tal cosa.
Sin embargo, dicen que la Historia ha llegado a su fin, que desde ahora hasta la catástrofe final viviremos una Transhistoria, es decir, una historia cuyos acontecimientos responden al mismo descontrol reproductivo de las células cancerígenas. Al parecer, la Historia, lo mismo que el Arte, ya no dispone de un argumento lógico, ni de cánones interpretativos que se acomoden y apacienten el lento vivir de las gentes. Hasta la literatura ha sido despojada por algunos filósofos, Derrida entre ellos, de cualquier prurito de interpretación. Y si la Literatura se precipita en semejantes abismos, imagínense ustedes en qué lodazal puede convertirse esta Transhistoria. Ya todo es un batiburrillo informe en el que nada representa lo que verdaderamente es. Todo se ha relativizado. No hay clases sociales, ni en consecuencia lucha de clases, ni oscuros objetos del deseo, ni nada que cumpla su función primitiva. Cualquier indocumentado puede ser presidente del Gobierno, el eufemismo es el alma del lenguaje, el cubo de la basura puede ser venerado como obra de arte y un pegador de patadas a un balón es subido al altar de los héroes, otrora reservado para los que tuvieran algún trato con los dioses.
En realidad, amigo mío, se nos ha impuesto la ley de la confusión de los géneros. Una confusión que nos permite tratar a los terroristas como iguales, respetarlos en mesas de negociaciones, inventar derechos que los protejan ante la justicia y hasta compararlos en dignidad con sus víctimas. Ya nada se refleja realmente, ni en el espejo ni en el abismo. Y, tal como dice Baudrillard, ya no hay revolución, sino una circunvolución, una involución perversa del valor. Todo se ha disparado en una virulenta reacción en cadena, en un puro desorden metastásico. Ya no existen reglas fundamentales, criterio de juicio, ni siquiera para los placeres y, mucho menos, para el arte. La Historia amigo mío, más allá de su final, se ha convertido en un proceso que transciende la frontera entre el bien y el mal, colocándose muy por encima, como en una nebulosa imposible de divisar. He aquí el problema de las sociedades modernas, he aquí, por tanto, el problema de la sociedad española, campeona en relativizar todo lo relativizable. Si el retrete de Duchamp fue elevado a categoría de obra de arte, ¿por qué unos trenes destrozados por la pólvora terrorista y unas cuentas vidas arrancadas y mostradas a la audiencia televidente no podrían llegar a formar parte de cualquier museo de los horrores? ¿No ha sido siempre lo siniestro el verdadero trasfondo de la estética? Pues eso.
Antonio Civantos
Hoy me siento vacío de alma, como si las musas me hubieran abandonado, tomándose un día libre para refrescarse en el río y abusar de los brochazos solares. Porque uno se niega sin su concurso a volver sobre lo mismo, es decir, sobre la melopea política de todos los días, como si en la vida no concurrieran otros cometas de estela más luminosa. La política sólo debería interesarnos en forma de historia literaria, esperando que los libros futuros nos cuenten las hazañas de este gobierno zapateril para conseguir la idea republicana de una España medio rota, descompuesta y sin novio. ¿Cómo la verán los historiadores dentro de un siglo? Lástima que nuestra calvicie de entonces nos prive del regodeo en el análisis. Claro que después de vivir la manipulación actual de la II República, no habría que extrañarse de que a Zapatero algunos le apodasen el Grande, como si tal cosa.
Sin embargo, dicen que la Historia ha llegado a su fin, que desde ahora hasta la catástrofe final viviremos una Transhistoria, es decir, una historia cuyos acontecimientos responden al mismo descontrol reproductivo de las células cancerígenas. Al parecer, la Historia, lo mismo que el Arte, ya no dispone de un argumento lógico, ni de cánones interpretativos que se acomoden y apacienten el lento vivir de las gentes. Hasta la literatura ha sido despojada por algunos filósofos, Derrida entre ellos, de cualquier prurito de interpretación. Y si la Literatura se precipita en semejantes abismos, imagínense ustedes en qué lodazal puede convertirse esta Transhistoria. Ya todo es un batiburrillo informe en el que nada representa lo que verdaderamente es. Todo se ha relativizado. No hay clases sociales, ni en consecuencia lucha de clases, ni oscuros objetos del deseo, ni nada que cumpla su función primitiva. Cualquier indocumentado puede ser presidente del Gobierno, el eufemismo es el alma del lenguaje, el cubo de la basura puede ser venerado como obra de arte y un pegador de patadas a un balón es subido al altar de los héroes, otrora reservado para los que tuvieran algún trato con los dioses.
En realidad, amigo mío, se nos ha impuesto la ley de la confusión de los géneros. Una confusión que nos permite tratar a los terroristas como iguales, respetarlos en mesas de negociaciones, inventar derechos que los protejan ante la justicia y hasta compararlos en dignidad con sus víctimas. Ya nada se refleja realmente, ni en el espejo ni en el abismo. Y, tal como dice Baudrillard, ya no hay revolución, sino una circunvolución, una involución perversa del valor. Todo se ha disparado en una virulenta reacción en cadena, en un puro desorden metastásico. Ya no existen reglas fundamentales, criterio de juicio, ni siquiera para los placeres y, mucho menos, para el arte. La Historia amigo mío, más allá de su final, se ha convertido en un proceso que transciende la frontera entre el bien y el mal, colocándose muy por encima, como en una nebulosa imposible de divisar. He aquí el problema de las sociedades modernas, he aquí, por tanto, el problema de la sociedad española, campeona en relativizar todo lo relativizable. Si el retrete de Duchamp fue elevado a categoría de obra de arte, ¿por qué unos trenes destrozados por la pólvora terrorista y unas cuentas vidas arrancadas y mostradas a la audiencia televidente no podrían llegar a formar parte de cualquier museo de los horrores? ¿No ha sido siempre lo siniestro el verdadero trasfondo de la estética? Pues eso.
Antonio Civantos
8 de junio de 2011
EL COCIDO COMO SISTEMA
El cocido madrileño se ha puesto de moda entre los damnificados del rabino mister Madoff. Se trata del mismo cocido que tan mal le sentaba a Larra, algo dispéptico de nacimiento, entre otros males de amor y fantasía. De la langosta Thermidor y el caviar con blinis y nata agria, las multitudes de astracán han degenerado en grandes pultifagónides, es decir, en ávidos consumidores de garbanzos con berza y algún palomino por añadidura. Y todo por la bendita codicia de tener un yate amarrado a los norayes de Puerto Banús y otros caladeros de bajura y lencería fina. El rabino mister Madoff, con sus trucos y tocomochos de timador de estación de autobuses, ha devuelto a los ricos a los años cincuenta, como si en sus dedos de ilusionista se pergeñaran también los misterios del tiempo. La España exuberante, derrochadora y hortera de los constructores ha devenido en la España sempiterna y galdosiana de Ignacio Aldecoa y Martín Santos, de donde nunca debió salir.
Mientras tanto, el socialismo verité de Zapatero se gasta los maravedíes en acuñar alianzas de civilizaciones, estatutos de nacionalidades altisidóricas y vanidosas, y en mantener a todo trance las alcaldías de las chicas de oro de ANV, con los rulos erizados por la pólvora de sus crías incendiarias y de natural algo bestias. Si el rabino Madoff ha despeluchado a sus millonarios predilectos, Zapatero se propone dejarnos a todos sin blanca con tal de que las autonomías mantengan, a todo confort de Club Social de Cheyenne, ese tropel interminable de políticos, funcionarios, consejeros, asesores y cualquier ave de rapiña que se quiera posar sobre nuestras espaldas presupuestarias. ¿Para qué trabajan, pues, las empresas españolas? No hay duda que para mantener a una muchedumbre de paniaguados que pululan, sin ningún fin aparente, por la geografía autonómica de esta vieja, depauperada y jodida nación. El primero es el Honorable, ciento sesenta mil euros de sueldo anual, seguido por todos los que ustedes ya saben, un ejército de sanguijuelas improductivas que nos chupan la sangre con la avariosis vitalicia que les distingue. Las autonomías se han convertido en el mayor agujero negro de la economía española. Amigos míos, sólo somos contribuyentes que avanzamos hacia el tumulto de la derrota final.
De cualquier manera, el cocido madrileño, no se olviden nunca, ha de ser de tres vuelcos o de tres saltos o como ustedes acostumbren a decir. Escribió don Eugenio D´Ors que el cocido y la familia son la misma vaina, no puede haber el uno sin la otra. Hasta las Cajas de Ahorro, por fin, han cambiado sus rentables aromas de ladrillo y hormigón por el tufo del garbanzo que cuece a fuego lento entre sus números rojos. Como digo, hemos pasado del Vega Sicilia al porrón de clarete en la taberna de enfrente, de la langosta Thermidor al pollo asado del súper de la esquina. No obstante, este pollo sabe a pularda rellena cuando se come con los buenos amigos de siempre. Por muy arruinados que estén.
Antonio Civantos
El cocido madrileño se ha puesto de moda entre los damnificados del rabino mister Madoff. Se trata del mismo cocido que tan mal le sentaba a Larra, algo dispéptico de nacimiento, entre otros males de amor y fantasía. De la langosta Thermidor y el caviar con blinis y nata agria, las multitudes de astracán han degenerado en grandes pultifagónides, es decir, en ávidos consumidores de garbanzos con berza y algún palomino por añadidura. Y todo por la bendita codicia de tener un yate amarrado a los norayes de Puerto Banús y otros caladeros de bajura y lencería fina. El rabino mister Madoff, con sus trucos y tocomochos de timador de estación de autobuses, ha devuelto a los ricos a los años cincuenta, como si en sus dedos de ilusionista se pergeñaran también los misterios del tiempo. La España exuberante, derrochadora y hortera de los constructores ha devenido en la España sempiterna y galdosiana de Ignacio Aldecoa y Martín Santos, de donde nunca debió salir.
Mientras tanto, el socialismo verité de Zapatero se gasta los maravedíes en acuñar alianzas de civilizaciones, estatutos de nacionalidades altisidóricas y vanidosas, y en mantener a todo trance las alcaldías de las chicas de oro de ANV, con los rulos erizados por la pólvora de sus crías incendiarias y de natural algo bestias. Si el rabino Madoff ha despeluchado a sus millonarios predilectos, Zapatero se propone dejarnos a todos sin blanca con tal de que las autonomías mantengan, a todo confort de Club Social de Cheyenne, ese tropel interminable de políticos, funcionarios, consejeros, asesores y cualquier ave de rapiña que se quiera posar sobre nuestras espaldas presupuestarias. ¿Para qué trabajan, pues, las empresas españolas? No hay duda que para mantener a una muchedumbre de paniaguados que pululan, sin ningún fin aparente, por la geografía autonómica de esta vieja, depauperada y jodida nación. El primero es el Honorable, ciento sesenta mil euros de sueldo anual, seguido por todos los que ustedes ya saben, un ejército de sanguijuelas improductivas que nos chupan la sangre con la avariosis vitalicia que les distingue. Las autonomías se han convertido en el mayor agujero negro de la economía española. Amigos míos, sólo somos contribuyentes que avanzamos hacia el tumulto de la derrota final.
De cualquier manera, el cocido madrileño, no se olviden nunca, ha de ser de tres vuelcos o de tres saltos o como ustedes acostumbren a decir. Escribió don Eugenio D´Ors que el cocido y la familia son la misma vaina, no puede haber el uno sin la otra. Hasta las Cajas de Ahorro, por fin, han cambiado sus rentables aromas de ladrillo y hormigón por el tufo del garbanzo que cuece a fuego lento entre sus números rojos. Como digo, hemos pasado del Vega Sicilia al porrón de clarete en la taberna de enfrente, de la langosta Thermidor al pollo asado del súper de la esquina. No obstante, este pollo sabe a pularda rellena cuando se come con los buenos amigos de siempre. Por muy arruinados que estén.
Antonio Civantos
Suscribirse a:
Entradas (Atom)