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13 de noviembre de 2011

CIERTA FATIGA DEL NORTE

Desde Messolonghi, entendemos que la valquiria Ángela Merkel no es precisamente discípula de su paisano J. J. Winckelmann, aquel arqueólogo alemán que encontró en el ideal de belleza de los griegos la razón principal de su vida. La cancillera alemana debería leer a Herodoto para estar a la altura de las circunstancias. Sobre todo, para saber que la Grecia de Papandreu no es aquella de Platón. Ni mucho menos. Tal vez uno esté equivocado, pero yo creo que desde las correrías de ese bestia parda de Alejandro, un macedonio, al fin y al cabo, Grecia sólo ha dado al mundo quebraderos de cabeza. Aquella Grecia amada, no sólo por Winckelmann, sino también por Marsilio Ficcino, Pico de la Mirandola, Walter Pater, Oscar Wilde y casi todos los estetas que en el mundo han sido, no responde a los postulados de esta otra Grecia moderna, degenerada y arruinada por tirarse a la molicie de los presupuestos generales del Estado. Si los italianos y los españoles hemos ordeñado hasta la extenuación la vaca presupuestaria, los griegos se la han comido cortada en chuletones y a base de ese excelente `Ouzo´ que destilan en la isla de Chíos.
Naturalmente, a la vista del panorama de huelgas, manifestaciones y otras formas de violencia callejera desatado tan sólo por un ligero conato de apretarse el cinturón, Papandreu ha decidido que sean los ciudadanos quienes elijan su futuro. Yo haría lo mismo, claro está. La experiencia histórica nos dice que, salvo los alemanes, ningún pueblo del mundo es proclive al sacrificio para salvar a la patria. Ni siquiera para salvarse a sí mismo. Los sumos sacerdotes de esta sacrosanta actitud, suicida donde los haya, se encuentran, claro está, entre los líderes sindicales, quienes prefieren la ruina del mundo antes que ceder un ápice del poder adquirido. Esta clase de heroísmo sindical, populachero más bien, es lo que ha llevado a Papandreu a un inesperado y peligroso lavatorio de manos, es decir, a quitarse el mochuelo de encima, como vulgarmente se dice. No es para menos. Porque yo creo que cualquier gobernante, democráticamente elegido, solamente está obligado a gobernar, valga la redundancia, si la ciudadanía muestra algún síntoma de estar plenamente civilizada. En caso contrario, lo mejor es dimitir, tomar las de Villadiego y disfrutar de los placeres acuáticos en el lujoso balneario del año pasado en Mariembad. ¿A quién podría interesar, salvo a un milico bananero, ejercer el poder sobre una chusma tonante?
Europa se ha puesto de lo más atractiva y, en mi opinión, merece la pena esperar la respuesta del pueblo griego. Ya veremos el grado de civilización de los herederos de Pericles. Sin embargo, yo siempre he creído en la bondad de la `mayoría silenciosa´. Una mayoría a la que difícilmente se puede engañar más de una vez. Me refiero a que es posible esperar de los griegos una respuesta sensata. De lo contrario, habría que disculpar a los europeos ricos del norte esa cierta fatiga que sienten hacia los pobres del sur. De seguir así las cosas, tarde o temprano, profetizo, los países ricos se desentenderán de los países pobres, una carga demasiado pesada y cara como para llevarla del brazo a través de la Historia. Y no podremos evitarlo, por mucho que nuestros liberados sindicales, asociaciones culturales de okupas y demás estetas de la indignación nos condenen a la perpetuidad de una huelga existencial. El panorama resulta, como digo, sumamente cautivador. De momento, permanecemos, junto a los griegos, con el pie en el acelerador y al borde del precipicio, igual que Thelma y Louise. ¿Se acuerdan? Pero ni los griegos ni nosotros poseemos tanta belleza como ellas. Al menos, desde mi punto de vista.


Antonio Civantos
www.antoniocivantos.blogspot.com

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