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10 de octubre de 2012

PERFIDIA




A Dora Malengo 
                                     

                                               1

Recuerdo que terminé de peinarme justo en el momento  que el timbre de la puerta se puso algo pesado. Se trataba de uno de esos cobradores con cara de asesino que sólo despegan el culo de la silla cuando los morosos se ponen imposibles. Y yo pertenecía a ese grupo humano mucho antes de que Dora Malengo me dejara plantado sin ninguna clase de explicaciones. Sólo me dejó una nota en el mueble bar anunciándome el repliegue de sus tropas hacia espacios más tranquilos y seguros. Pero quién podría culparla por querer cambiar de vida. Yo en su lugar habría hecho lo mismo, sobre todo si hubiera nacido hembra y con un cuerpo tan espectacular como el suyo. En realidad ni estamos casados ni tenemos hijos ni tampoco nos hicimos con un perro que habría podido unirnos más allá de las miserias y otras broncas de la vida. Dora se fue sin dejar rastro y, de la misma manera casual que un día la encontré, así la perdí.
De modo que pagué a ese cobrador los doscientos euros que debía a un mafioso sin entrañas por un par de apuestas que había solicitado sin mucha suerte. Ni que decir tiene que me quedé sin blanca. No obstante, me alegré de tener algo de dinero en el bolsillo. De lo contrario, estoy seguro de que ese tipo de un tajo me habría cortado ambas manos, pues todo el mundo sabe que me gano la vida tocando el piano en un garito de la Costa Fleming. Me dan cincuenta euros por noche y todo el güisqui que mi hígado pueda admitir sin protestar demasiado. De vez en cuando, tengo suerte y me contratan para tocar en fiestas particulares, en las que suelo sacar unos cuatrocientos por sesión. Alguna vez he conseguido ganar hasta seiscientos euros de un solo golpe. Pero mi verdadero problema son las apuestas, sobre todo cuando llega la temporada de la hípica. A mí es que las carreras de caballos me vuelven loco. No sé por qué. A decir verdad, cualquier clase de animal siempre me ha traído rotundamente al fresco. Los caballos también. Debe de ser el ambiente del hipódromo, el retumbe de los cascos de los caballos sobre la tierra de la pista, las mujeres guapas que se asoman a las terrazas, la estudiada elegancia de los hombres. El caso es que en un hipódromo me siento alguien importante y satisfecho conmigo mismo, y alguna vez he llegado a tener suerte con las mujeres, pero no así con las apuestas, ya que pierdo más dinero del que gano, como casi todo el mundo.

                                    
2

En el hipódromo precisamente conocí a Dora Malengo. En realidad la conocí en una fiesta privada donde yo tocaba el piano. Enseguida me fijé en su maravillosa y fascinante presencia. Era una de esas mujeres altas, morenas y de ojos negros que te cortan la respiración a la primera mirada. Aunque sólo se dirigió a mí para pedirme que tocara Perfidia. No sabría decir cuántos quintales de terciopelo forraban el sonido de su voz. Cuando oyó los primeros acordes, me sonrió con dulzura, se dio la vuelta y no volvió a mirarme en toda la noche. Dora venía acompañada por un tipo alto y fuerte y con una cara tan rara que era imposible que le pudiera gustar a alguien y menos a ella. Parecía más su escolta que su amante. Incluso yo habría apostado que no era ni lo uno ni lo otro.
No lo podía creer, pero a la mañana siguiente después de la fiesta, allí estaba ella, en el hipódromo, sentada a una mesa rellenando un boleto de apuestas y tomándose un vermú rojo con sifón. Cuando comprobé que estaba sola, me puse delante para privarle del sol a propósito, y juro que cuando levantó su mirada me reconoció al instante. Sólo pronunció una palabra a modo de saludo.
--¡Perfidia!
Y me apuntó con su bolígrafo justo entre mis ojos atónitos. Después me invitó a sentarme y estuvimos hablando todo lo que quedaba de mañana. La suerte no quiso que acertáramos una sola apuesta, pero creo que a los dos no nos importó demasiado, y como la noche anterior yo había cobrado dinero fresco la invité a comer en un restaurante de Madrid. Ella aceptó. Me dijo que le apetecía comer una paella en La Albufera, y sin darnos cuenta, después de tomar café, nos encontramos en la habitación de un hotel. Como era domingo, yo no tenía que ir a trabajar y ella me dijo que de momento no había en su agenda ningún compromiso que atender. Así que después de la segunda botella de champán, decidimos que viviríamos juntos hasta que el cuerpo aguantara. Sólo me puso como condición que no le hiciera preguntas sobre su pasado y que viviríamos en mi casa. Acepté si pensármelo dos veces, y así pasamos dos años maravillosos. Dora me dijo desde el principio que no tenía dinero y que tendría que ser yo quien la mantuviera. A cambio me prometió que me daría todo el amor que su corazón le permitiera darme y que cuidaría de mí mejor que una madre. Y a fe mía que así lo hizo durante dos espléndidos años. Pero la escasez de dinero era excesiva y las muchas pérdidas en los caballos siempre nos tenían en las últimas. Demasiados sacrificios y renuncias para una mujer como ella. Así que un día se fue de casa. Y no sé cómo pudo aguantar tanto tiempo conmigo. Una mujer tan hermosa como ella podría haber aspirado al hombre más rico de la tierra. No entiendo qué pudo ver en mí.


                                      3

Después de pagar aquellos doscientos euros, me quedé más arruinado que nunca. Para mi desgracia, las fiestas particulares se habían reducido a la mínima expresión, como si los ricos hubieran desaparecido de la faz de la tierra. Y para colmo en el club no me subían la paga aunque les fuera la vida en ello. Pero no había más remedio que resistir el temporal. Sin embargo, aquella noche interpreté la música con mucho sentimiento. Mejor que nunca. Tal vez la pobreza tenga algo que ver con la inspiración del los artistas. Normalmente, cada noche, al piano sólo le pongo algo de oficio y estudiada profesionalidad, entre otras razones porque el auditorio habitual no se merece otra cosa. Al fin y al cabo, ni la clientela ni las chicas suelen darse cuenta de que hay alguien sentado al piano. Sin embargo, como digo, esa noche me sentí inspirado y las notas volaban como llenas de algo mágico y desconocido, al menos de muy distinta manera a la mayoría de las noches. Tanto que una de las chicas primero me miró, después vino hacia mí y, tras sonreírme como una diosa, me puso un beso muy suave en la mejilla. Jamás en la vida me había sentido mejor pagado. La verdad es que nunca había intimado con las chicas del club más allá de los saludos amistosos, alguna frase sobre el tiempo y poca cosa más. Por eso aquel beso tuvo tanto valor para mí. Tanto que, después de cerrar el club, me fui con la chica a su casa. Me dijo que se llamaba Elisa, aunque allí todo el mundo la conocía por Sheila. Vivía sola y, según me confesó, no tenía novio ni ganas de tenerlo, así que me quedé en su casa un par de días, disfrutando de su hospitalidad. Justo hasta que una mañana, hojeando una de esas revistas del corazón, me fijé en que salía Dora en varias de las fotografías. Pero no se llamaba Dora Malengo, como ella me había dicho, sino Pilar de la Gándara, y allí decía que era la heredera de una de las fortunas más grandes de España. No me lo podía creer. Lo curioso es que cuando llegué a casa, Dora había vuelto y me estaba esperando como siempre, con el mandil puesto, metida en la cocina y con una cuchara dándole vueltas a un puchero. No podía entender aquella actitud suya. Me refiero a que hacía tres meses que se había ido harta de mí y de la vida de pobre que tenía a mi lado y ahora volvía sin más y sin avisar y con una mirada como de nunca haber roto un plato. Cuando me vio en el quicio de la puerta, ella vino corriendo hacia mí y me abrazó y me besó como si jamás se hubiera marchado y como si yo en realidad fuera el hombre de su vida. Me puse muy nervioso y sólo acerté a decir: “¿por qué has vuelto, niña rica?”, y ella me contestó, mareándome con sus ojos negros: “porque nadie toca Perfidia como tú”. Pero para mí que son cosas del corazón.

  
                                      FIN

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