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22 de septiembre de 2012

EL DANDISMO



CARTAS A DORA MALENGO
21 DE SEPTIEMBRE

QUERIDA DORA: Qué alegría saber que estás ahí, que no te has ido, aunque tu presencia esté rodeada de un infinito casi insalvable. Cómo me agradaría si te aparecieras en mis sueños y me dejaras así tu mensaje de diosa, moriría de placer si de noche te llegaras a mí como una madonna envuelta en los siete velos de Isis. Pero lo más triste es que esta mañana, más allá del mediodía, he creído verte en la playa, a lo lejos, cuando la mar grisácea rugía y el viento soplaba hasta ensordecerme el alma. Sin embargo, te presentí sobre el horizonte, dándome con la mano, tratando de decir algo que yo necesitaba oír. Sin embargo, sabes muy bien que las diosas como tú sólo se hacen visibles a la hora de las sombras, en las tempestades del sueño, cuando la magia sacude la realidad como si fuera una manta empolvada. Me refiero que es a la hora de lo inconcebible cuando tus mensajes serán escuchados, leídos, analizados, discutidos, como en una tertulia conmigo mismo, sobre el peluche rojo de un café parisino.
Precisamente, hablando de tertulias, te diré que han venido a verme mis amigos de Messolonghi, a quienes recogí ayer por la mañana en el aeropuerto de Málaga. Juntos fuimos a ver la exposición de carteles abierta en el museo Picasso. Nada más entrar, mis amigos corrieron a ver los carteles del pequeño Toulouse, como ellos decían, y en especial aquellos en los que aparece Jane Avril, ya sabes, la famosa bailarina del Mouline Rouge. Todos decían haberla conocido, incluso Gabriele insistió en el hecho de haber tratado al padre, el marqués italiano Luigi de Font, y a su madre, La Belle Elise, una cantante y bailarina que murió alcoholizada y completamente loca de atar. También Jean, me refiero a Jean Cocteau, nos dijo haber conocido a uno de sus amantes, el escritor René Boylesve, un escritor que al principio de su carrera fue comparado nada menos que con Proust, aunque no tardó demasiado tiempo en contagiarse con la banalidad de los ambientes que solía frecuentar. En cambio, ninguno de nosotros sabía quién demonios era ese tal Maurice Blais, el pintor alemán con quien Jane se casó a los cuarenta y dos años. Ni siquiera Amadeo o Duchamp, que fueron del ambiente, se acordaban de haber visto algún cuadro suyo.
Por la tarde, después de comer, formamos tertulia y estuvimos hablando casi hasta las nueve de la noche. Nunca habíamos tocado el tema del “dandismo”, seguramente porque lo daban todos ellos como tan suyo que jamás se les ocurrió abordarlo. Si embargo, he de reconocer mi propio mérito al provocarles y soltarles la lengua al respecto, pues ya tenía uno ganas de que se manejaran con un asunto que tan íntimamente les concernía. ¿Te imaginas, mi querida Dora, a unos dandis discutir sobre dandismo? Claro que estando presente Baudelaire, el más teórico de todos ellos, al principio nadie se atrevió a contradecirlo. Solamente, cuando el aguardiente de orujo comenzó a tomar cuerpo en la sangre de la mayoría de los contertulios, las discrepancias se decidieron a saltar sobre los mármoles lapidarios del café. 
Curiosamente, la primera discusión seria que se produjo fue acerca de si Oscar Wilde, quien estaba presente, era o no un verdadero dandi. Desde luego, el divino Oscar tuvo mucho que decir al respecto; tenías que haber visto con la elegancia que gesticulaba, además de la inteligencia y humildad de sus palabras, sobre todo cuando advirtió que la perfección no era concebible ni siquiera en el dandi. Quería decir, claro está, que si su pecado, señalado por Baudelaire, fue la incontrolable pasión que en vida sintió por Alfred Douglas, el resto de su comportamiento fue toda una lección de puro dandismo. Baudelaire tuvo que callarse, claro está, cuando Wilde le reprochó a su vez el odio incontenible que aquel sintió hacia su padrastro, el coronel Aupick, por el simple hecho de haberse casado con su madre. “Mi querido Charles, le dijo Wilde, tanto incontrolable como incontenible son palabras que no caben en el diccionario de un dandi. Sin embargo, como hemos desechado la incomodidad de la perfección, no veo inconveniente en que ambos seamos absueltos de nuestros respectivas faltas.” De repente, Ramón se quedó como paralizado observando el monóculo de Gabriele. Suelta la greguería, Ramón, le pidieron. Entonces, Ramón, apenas sin gesticular, como si estuviera medio sonámbulo y con voz de sibila, va y la suelta con absoluta impunidad: “El monóculo es el llavero de las miradas”.
La próxima semana, mi querida Dora, seguiré relatándote la batalla dialéctica que se entabló en aquella tertulia. Parecía un tema tranquilo para pasar una tarde agradable, pero las cosas se complicaron como una cena familiar, y te aseguro que todo terminó en un desacuerdo total entre las partes. Hasta siempre. Antonio                          

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