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15 de julio de 2012

¡SOY MINEROOOO!

Los mineros arrastran sus candelas al tiempo que su victimismo histórico. Incluso Antonio Molina les dedicó esa copla tan famosa que hizo llorar a todo el gremio de empleadas del hogar durante los felices cincuenta. Mi abuela tenía una radio, con una Babel de ruidos extraños, donde primero Pepe Blanco cantó aquello del “Cocidito madrileño”, con aquella boca violenta suya que aguaba los polisones del servicio doméstico y de la Sección Femenina de doña Pilar. Pero luego llegó Antonio Molina y su carro de hijos cinefálicos y se convirtió en el amo de las ondas hertzianas, dejando tras de sí como una orgía de girasoles hieráticos, un sol muerto de celos y un tropel de criadas sumidas entre el tormento y el éxtasis. Y todo gracias a su copla sobre los mineros y a su carita tiznada de carbón y, sobre todo, a esa vocecita suya tan atiplada y temblorosa como la de un jilguero castrato. Hasta Franco y señora se emocionaban cuando de noche escuchaban la radio (creo que no hacían otra cosa) para oír los trinos del cantante y ese sostener la vocal a fuerza de jeribeques laríngeos que rozaban la extenuación alveolar y el colapso respiratorio. La verdad es que daba gusto ver a los mineros en su entrada triunfal al Santiago Bernabéu el día de la Representación Sindical del uno de mayo. Venían ellos en autobuses desde Oviedo, con sus señoras, sus bocadillos de jamón y sus uniformes de hacer gimnasia. En mi vida he visto aplaudir tanto a Franco como cuando hacían su aparición en el estadio los mineros asturianos. Era como la salvaje alegría de los carreteros bajo la luna. Y luego, qué sincronización en las piruetas, qué intensidad en sus movimientos, qué pulcritud y elegancia en sus andares. Ni que decir tiene que, tras la Guerra Civil, la minería fue un sector de atención preferente del Régimen, tanto política como económicamente. ¿Se acuerdan de aquel NODO en que se veía bajar a Franco a un pozo minero? No es que luego se quedara de picador en el agujero, cosas del lumbago, pero allí estaba él, bajo palio, con dos cojones, con los obispos y los tecnócratas del Opus Dei. Aquellos sí que eran buenos tiempos para la minería. No como estos de ahora en que los dueños de las minas no quieren dar cuenta de las mil millonarias subvenciones que reciben, lanzando a los mineros contra el Gobierno cuando se las reducen por agotamiento de fondos o falta de competitividad. Además, según dicen, el carbón se ha convertido en una antigualla y, para colmo de males, el nuestro es de mala calidad energética y no sirve ni para el brasero invernal bajo las faldas de la camilla. Quiero decir que la minería ya no es un sector rentable y, en consecuencia, hay que reconvertirlo en lo que sea, es decir, en oficinas de Vodafone o Movistar, que es lo que ahora se lleva y lo que demandan los viandantes, al menos hasta que las linternas mineras se transformen en bandadas de luciérnagas digitales.com. Una pena, amigos míos, una pena, porque dentro de nada nos vamos a quedar sin mineros, quienes de toda la vida han sido el emblema proletario del trabajador español, el orgullo de la raza y de aquellos coros y danzas de don José Antonio Elola-Olaso, jerifalte olímpico del Régimen y entrenador del espíritu nacional de la minería en su faceta gimnástica y de romería hasta la capital, con señora incluida. Pero ahora los mineros vienen andando a Madrid, sin dinero y sin bocata, pero con magníficos misiles tierra-aire. Yo lo único que puedo hacer por ellos, en recuerdo de Antonio Molina, es alquilarles la cabra amaestrada, la escalera, el perro y la corneta de cuando la mili. Y a muy buen precio. O sea.

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