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17 de marzo de 2012

LA HUELGA GENERAL

Allá por el franquismo, sólo nos hacíamos cuenta de la gran huelga general que acabaría con el monólogo del dictador, la estética de los tecnócratas sacrosantos del Opus y demás párrocos de la causa. Sin embargo, la huelga, por mucho que la anunciara Radio España Independiente, no llegaba nunca y el general seguía bajo palio, con dos cojones, y los párrocos en misa de doce, y las feligresas, que estaban buenísimas, con sus garras de astracán cada vez más afiladas en rouge. El caso fue que nosotros, los comunistas, todos hijos de papá, nos conformábamos con que alguien mantuviera viva la llama de la revolución y, cada primer viernes de mes, nos prometieran la huelga para el año siguiente, que era la única manera de seguir fieles a la imbecilidad de la Historia.
Pero la huelga, como todo el mundo sabe, no llegó a celebrarse jamás. No obstante, lo que sí se celebró fue la invasión soviética de Checoslovaquia, con su metalería de tanques y todo eso de la levedad del ser, Milán Kundera, el socialismo de rostro humano de Alexander Dubcek y esa cosa lejana de la libertad, que a Leónidas, por cierto, no le hizo ninguna gracia ni a Santiago tampoco ni, mucho menos, a doña Dolores, quien ya empezaba a hacer calcetas y a rezar rosarios por el alma del padrecito Stalin.
En Praga se les acabó todo el discurso, es decir, la huelga general, la revolución pendiente y el no pasarán. Sin embargo, como por arte de magia, de pronto se volvieron todos hacia Ortega, al que habían odiado más que a los santos de las iglesias. Ortega había dicho años atrás que “el socialismo de Marx nada tiene que ver con el bolchevismo”. Y esa fue la tabla salvadora a la que se aferraron, y de ahí nació el rollo póstumo y revisionista del eurocomunismo y el amor reverencial a la democracia burguesa y capitalista, valga la redundancia, apuntándose a dirimir el poder en las urnas y de ahí todo seguido hasta la Transición, los pactos de la Moncloa, el ocultamiento de siglas y aquí paz y después gloria.
Pero las crisis económicas remueven las conciencias. Entre otras cosas porque el oro del Estado se acaba y con él la dolche vita felliniana de las mil y una noches. En realidad, la izquierda se presta al juego democrático siempre que haya dinero sobre el tapete, las subvenciones colmen sus cuentas corrientes, los negocios inmobiliarios le reporten pingües beneficios y los sindicatos naden en la abundancia. No nos engañemos, la burguesía capitalista ha contenido el afán revolucionario de la izquierda a base de dinero. De modo que una vez establecida la quiebra del Estado, resulta de lo más lógico que los antiguos comunistas enarbolen empolvadas banderas, y recurran a sus viejas maneras revolucionarias. Así que ahora llega por fin la famosa huelga general. Yo que Rajoy no me atrevería a negarles los miles de millones que ellos precisan para sus vicios. Lo hemos dicho muchas veces. El mundo es un negocio y mientras don Ignacio Fernández Toxo tenga para sus cruceros por el Volga, la paz social estará garantizada. A la izquierda siempre se la ha podido sobornar fácilmente, aunque la mordida cada vez se vuelve más cuantiosa, digo yo que por ese afán suyo de comprarlo todo en Loewe y en otras tiendas descatalogadas para pobres becarios. Además, la izquierda es tripera como don Cándido, y si tiene el buche lleno no quiere oír hablar ni del Palacio de Invierno ni del acorazado Potemkin ni del socialismo con rostro humano ni, mucho menos, del “ay Carmela” y demás batallas perdidas. Vuelvan a untarla como antes y ella solita regresará al hogar del alegre candombe y a las juergas de negro satén. Palabra de revolucionario.

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