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22 de octubre de 2013

LA PLAZA DEL MERCADO



En Trujillo, por los años cincuenta, los niños patinaban y montaban en bicicleta sobre la techumbre mágica del mercado, una especie de terraza plana y blanca y de un cutis lechosamente pálido, que por uno de sus lados coincidía al mismo nivel que una de las esquinas de la Plaza Mayor, justo por la parte de la Casa de las Cadenas y el principio de la Cuesta de la Sangre. Esta terraza estaba rodeada por una balaustrada de piedra de barrotes gruesos y muy separados, que daba a la plaza, y otra barandilla de hierro, más baja, que era por donde los niños se colaban con sus bicicletas y patinetes. Había que tener mucho cuidado porque uno podía caerse, si iba muy deprisa, no sólo abajo a la plaza, sino al mismo mercado al saltar por encima de la barandilla interior que daba al patio de luces. El caso fue que al ser tan peligroso el jugar allí y montar en bici y patinar y todo eso, mi padre nos prohibió a mi hermano el general y a mí que jugáramos dentro del lugar, y nos limitó cruelmente a mirar desde fuera, tal que si fuéramos espectadores de algún circo, cómo se divertían los demás niños, y por mi vida que nos daba mucha envidia y también algo de rabia el no poder entrar  y pasarlo bien con nuestros amigos. 
Pero el caso fue, ahora lo recuerdo, que a mi padre no le guardamos ningún rencor, ni entonces ni nunca, por aquella prohibición tan drástica, ya que en el fondo comprendíamos sin saberlo el motivo que le movía. En realidad, mi padre tenía miedo de que nos cayéramos al vacío y nos rompiéramos la cabeza y, si he de ser sincero, ahora que han pasado los años, a nosotros, en el fondo, también nos daba algo de miedo, sobre todo después de que un niño se cayera por la barandilla abajo y tuviera aquella fractura de cráneo y la consecuencia de una terrible cremallera de puntos y, según dijo el médico que lo atendió, si no llega a caer sobre el doble jergón de un feriante se habría quedado tieso en el acto. 
Unos años después, por cuestiones de higiene, y digo yo que también por la cosa de ampliar aún más la plaza, tiraron el edificio y se lo llevaron a otro lugar, pero ni por poco aquello fue lo mismo de antes, más que nada porque la techumbre la construyeron de otra manera y, aunque hubiera sido la misma, sin el desnivel de la plaza no habríamos podido subir a jugar y menos a patinar y montar en bicicleta. Claro que en el caso de haber permanecido todo igual y de fácil acceso, no sólo se habría mantenido la prohibición de mi padre, sino que cuando terminaron la obra, mi hermano y yo estábamos ya muy creciditos y, como es natural, la magia del lugar había desaparecido, la luz nos parecía diferente, algo más oscura, como de atardecida, y ya eran otros nuestros intereses y muy distintas las prohibiciones.




LA GABARDINA DEL TÍO TOMÁS

Siempre que había capeas en la plaza, mi tío Tomas, que era de Cáceres, cogía su gabardina, se montaba en el coche y, a toda velocidad, se presentaba en Trujillo. Lo primero que hacía al llegar, como una media hora antes de que subieran la capea, era visitarnos a mi abuela y a mí, que vivíamos en la misma plaza, en la casa que hay detrás del caballo de Pizarro. Mi tío Tomás entraba en nuestro cuarto de estar con la gabardina colgada del brazo, nos daba un beso y a partir de entonces empezaban los nervios de mi abuela. Por Dios, Tomás, a ver si te va a pasar algo, ten mucho cuidado, hijo, ten mucho cuidado, que el ganado de hoy dicen que es muy bravo, y mi tío Tomás como si nada, tal que si hubiera venido a Trujillo a tomarse un café en La Victoria o algo parecido. Y la verdad es que él se reía un poco de la preocupación de mi abuela, como si eso de torear fuera algo sencillo y sin ningún peligro, y hasta se zampaba tan tranquilo las perrunillas con café que ella le ponía delante como para que al menos no le abandonaran las fuerzas. 
Pero a mí lo que más me impresionaba de mi tío Tomás era la gabardina, porque yo sabía que esa gabardina no era para protegerse de la lluvia, ya que por lo general nunca llovía en las capeas, sino nada menos que le servía de capote para torear. Era una gabardina de color gris, de un gris más claro que oscuro, aunque otras veces la memoria me dice que su color era el beig, si bien en todo caso, fuera cual fuese el color, se trataba sin duda de una prenda mágica que podía salvarle la vida. Yo, a mis siete años, sabía ya por experiencia que al tío Tomás, con esa gabardina en la mano, no podía pasarle nada malo ya que estaba protegido lo mismo que si saliera a torear, un suponer, con el manto sagrado de la Virgen. 
A mi abuela, en cambio, cuando lo veía entrar con aquella gabardina se le alborotaban los nervios, porque para ella la gabardina era la señal inequívoca de que el tío Tomás, como todos los años, venía a torear y a jugarse la vida en la arena de la plaza. Un día vamos a tener un disgusto muy gordo, volvía a decirle, y él respondía, como si nada: tranquila María, tranquila. Y es que yo sabía que al tío Tomás eso de torear no le afectaba para nada porque confiaba plenamente en la gabardina que le colgaba del brazo, y por eso se despedía de nosotros tan campante y hasta se bajaba a la plaza silbando y como si se fuera de excusión a Guadalupe, por poner un lugar sagrado y de lo más seguro y milagroso.  
Luego, mi abuela y yo, cuando empezaban a salir las vacas de los corrales, nos sentábamos los dos en el balcón para no perdernos ni un detalle del espectáculo. No sé por qué, pero a ella siempre le parecía que eran unas vacas muy bravas, aunque fueran de leche y les colgara el campanillo, pasándose todo el rato con los gemelos en los ojos en busca del tío Tomás, pero yo sabía por otros años que el tío Tomás se ponía muy cerca de la farola de los señoritos y, agarrado a un palo, solía citar a las vacas enseñándoles la gabardina y, si alguna vaca se le arrancaba, que no era frecuente, él le echaba la gabardina a la cara, y, como por arte de sortilegio, la vaca, asustada, se frenaba y, arrepentida, se volvía por donde había venido. ¿Has visto lo que ha hecho el tío Tomás? Claro que lo había visto, cómo no iba a verlo. 

Naturalmente, la gente chillaba histérica cada vez que una vaca, en un agrión de mal genio, corría detrás de algún mozo intrépido y lo volteaba como si fuera un muñeco de trapo, salvo cuando la vaca elegía como títere a mi tío Tomás, entonces se llenaba la plaza de un silencio sepulcral al intuir todo el mundo que aquella gabardina era milagrosa y que, por mucho que la vaca lo intentara, nunca le pasaría nada. Incluso había mujeres, muy supersticiosas ellas, que se santiguaban cuando esa gabardina desplegaba sus vuelos como dispuesta por una brisa mágica y poderosa. Salvo mi abuela, que la pobre no se enteraba de nada, y no hacía otra cosa que decir: ¡Me da a mí que esta tarde vamos a tener un disgusto de los gordos! No sabía ella que el tío Tomás, con aquella gabardina, era invulnerable y que, al terminar el festejo, él volvería a subir a casa, con la gabardina milagrosa colgada del brazo, sin una rozadura y sano como una manzana, dispuesto como antes a dar buena cuenta de las perrunillas, el café con leche y los bizcochos de limón.  

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