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28 de octubre de 2013

EL PARQUE



Por las tardes, si era verano, a mi hermano el general y a mí nos llevaban al parque. Llegábamos sobre las seis y media, cuando ya había pasado lo más fuerte del calor. En el parque sólo había hierba, bancos de piedra y algunos árboles por el centro, tampoco demasiados. Sin embargo, como había muchos pájaros y algunos niños y un regato medio escondido, pues era un parque. No de primera, tal vez, pero para los niños era el paraíso de todos los días.
 Nuestras muchachas se sentaban en los bancos, a la sombra de alguna morera en flor, y sólo nos llamaban cuando teníamos que merendar. Entonces, de las cestas de mimbre sacaban los bollos suizos, la leche, los plátanos y el chocolate y no permitían que nos moviéramos de su lado mientras comíamos. Y, cuando terminábamos, volvíamos a los nuestro, a nuestros juegos de niños, es decir, a sudar y a mancharnos de tierra y del verde de la hierba, que luego no salía y en casa había bronca. Normalmente jugábamos a los indios, a los toros o al fútbol, pero el problema de jugar a los indios era que nadie quería, claro, hacer de indio, sobre todo por la cosa de que los indios eran los malos, y no hablemos, esa sí que era buena, del conflicto que se planteaba con el asunto de la ganadería cuando alguien quería torear en plan figura, porque si hacer de indio estaba mal visto no digamos meterse a toro y que a uno lo banderilleen y lo toreen y lo lleven de aquí para allá, como si todo el mundo tuviera derecho, joder, que las cosas no son así.  
O sea que mejor jugábamos al fútbol, por lo general, que era lo más desengañado y las discusiones no eran tan fieras ni peligrosas, sobre todo si echábamos a pie y yo me quedaba con el mejor, que era mi amigo Julián, no el gran sastre sino el carnicero, rápido, de fino regate y mucho pundonor. También eran muy buenos los hermanos Ávila, Jaime y Tomás, que les salía muy bien eso del tuya y mía, vertiginosos, como ratimago de rayo; sin desmerecer en nada otros dos hermanos, Jim y José Antonio de Miguel, aunque Jim, que era el pequeño, me parecía con diferencia el mejor de los dos, más ligero de movimientos que el mayor, sin caer en detrimento de nadie, claro está.  
El campo de fútbol era un trozo de terreno, bien cuajado de hierba, situado al fondo y a la izquierda según se entraba por la puerta de la carretera de Cáceres, que era por la que entrábamos nosotros todas las tardes, aunque también se podía acceder por la del fondo, que era la puerta del Molinillo y daba mismamente a donde nosotros jugábamos y que hacía la vez de una de las porterías; la otra la poníamos enfrente y la construíamos a base de piedras y alguna tarama suelta. 
En medio del parque había una fuente que para beber había que apretar un botón, algo gordo y de acero, para que saliera hacia arriba un chorrito de agua, y gracias a esa fuente podíamos beber cuando nos entraba la sed, sudábamos demasiado o queríamos jugar con el agua y el jodido botón. El parque tenía también otras dos puertas: una que daba a la carretera de la Cumbre, por la que no entraba ni salía casi nadie, y la puerta de la calleja de la Playa Maja, una calleja de aspecto muy descuidado, con hierbajos, piedras sueltas y cagadas de perro. Se llamaba Playa Maja el recinto arbolado donde estaba la piscina del pueblo, y desde el parque se podían ver los árboles y el trampolín alto y cómo algunos bañistas saltaban y se tiraban de cabeza.
Algunas tardes, no todas, claro, se levantaba tormenta y, en cuanto la barruntaban las muchachas, nos llamaban y pretendían que lo dejáramos todo y nos volviéramos a casa, maldita sea, pero qué pensarían las muy cretinas que nos iba a pasar. Claro que nosotros, los niños, como si oyéramos campanas, o sea que seguíamos con nuestro partido y qué placer eso de correr bajo la lluvia y llevar la cara mojada y el pelo chorreando y luego tirarse de barriga en los charcos. Y qué bonitos se quedaban los árboles mojados de lluvia, goteando sobre la hierba, brillándoles las hojas como si fueran espejos, llorando de alegría porque por una vez se parecían a nosotros. Cuando se desplomaba la bendición de la lluvia y bajaban los truenos de la tormenta, como todo se había quedado muy oscuro y ya no se veía el sol por culpa de los nubarrones negros y gordos de la borrasca, regresábamos a casa, aunque, eso sí, ensopados desde las bambas, azules o rojas, hasta la coronilla del alma. Naturalmente, al llegar, nuestra madre nos metía en la tina para que el agua caliente nos ablandara las patadas, el cansancio y aquel salvajismo natural que nos abrasaba por dentro. Al día siguiente, todo volvía a ser más de lo mismo, con tormenta o sin ella. Me refiero a que la tormenta, joder, era toda la variación diaria que había en nuestra vida de niños. Si no contamos los sueños, claro.            



      

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