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23 de octubre de 2013

El general Bum Bum



Mi hermano Juan Ramón y yo salíamos todas las mañanas para el colegio de las carmelitas. Los dos íbamos vestidos con el uniforme colegial obligatorio que no era otro que un traje de marinero de color azul marino y calzona corta y aquellas botas sobrenaturales del gorila, que nosotros creíamos de siete leguas y que pesaban tanto. El colegio de las carmelitas era de niñas y nada más que de niñas, pero las monjas también tenían organizado un parvulario masculino, a las órdenes de la hermana María Pérez, en una clase que estaba al mismo nivel del patio, un patio donde había un estanque sin agua y un par de naranjos, y separada de las clases de las niñas por millones de años luz de escaleras, pasillos y mamparas de madera y cristal. A la clase de los niños, que era cómo se la llamaba, se bajaba por una escalera que salía desde el mismo hall del colegio, como cuando hay que bajar a una bodega en busca del barril del amontillado o algo parecido. 
Naturalmente, nada más llegar por la mañana, la hermana María Pérez nos obligaba a ponernos el babi para preservar la dignidad del uniforme de las manchas de tiza o de la tinta que por descuido salpicaban las plumas --aquellas plumas de palillero que había que mojar en un tintero de cristal o de cerámica encasquillado arriba en las lomas del pupitre-- al escribir en el cuaderno doblemente rayado de las planas para la caligrafía o en el milimetrado de los ejercicios de aritmética, gramática y religión. El babi era, por tanto, la prenda salvadora, el escudo militar que nos protegía de la barbarie y que a la una en punto nos devolvía, impolutos, al dominio familiar de nuestras madres.   
Pero cuando mejor nos lo pasábamos era cuando la hermana María, al llegar la fecha del cumpleaños de la madre superiora, organizaba comedias en el teatro del colegio. Y era costumbre que cada curso preparara algún numerito para representarlo delante de la homenajeada, y la cosa estaba en ver qué curso llevaba la pieza más original y obtenía así el gran premio imaginario y el honor, más imaginario aún, de ser por aclamación popular el mejor de todos. Y un año, nosotros, los niños, los párvulos, lo conseguimos, con un par, gracias a la grandiosa representación de “El general BUM BUM”. ¿Y quién hizo de general BUM BUM? Pues nada menos que mi hermano Juan Ramón, que subido en un gran caballo de cartón, con el sable desenvainado, como un misterioso, diminuto y todopoderoso monarca, llevó a sus tropas a la gran victoria final.
Había que verte, mi general, subido en ese gran caballo de cartón, en mitad del escenario, tratando por todos los medios de que el caballo no se te rebrincara de corvas, mientras nosotros, tus soldados, aquellos tercios heroicos y medio de plomo de la España imperial, dábamos vueltas y vueltas, con el escopetón sobre el hombro, alrededor de tu gloria, mi general, celebrando la victoria y cantando, como estrellas fugaces de vodevil, aquello tan bonito de: “el general BUM BUM quan se´n va a la guerra, davant dels ses soldats fa tremolar la terra. Damunt del seu cavall, galopa que galopa, damunt del seu cavall, galopa amunt i avall, el cavall és de cartró, aparteu les criaturas, el cavall és de cartró, que no es cansa ni té por…” 
Y así hasta el final de la letra y de la música, cantada en catalán, pues no en vano se trata de una canción popular catalana dedicada, según dicen, al general Prim, vaya usted a saber por qué artera razón, entre otras sospechas. El caso fue, mi general, que ganamos la guerra, y aquellas monjas te llenaron la charretera de veneras, cintas y medallones, y lograste pasar a la historia de las hermanas carmelitas, ya lo creo, como el único general vivo que con la espada desenvainada, qué carajo, alegró el cumpleaños de aquella madre superiora, en nombre también de todas las madres del mundo, tal que si hubieras sido el mismísimo Fausto regresando de entre los vivos para ganar la batalla definitiva de los muertos.         





      

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