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19 de agosto de 2013

EL AMANTE IMPERFECTO


I
No se me pasó por la cabeza que aquella llamada pudiera cambiarme la vida. Sin embargo, así ocurrió. ¡Y de qué manera! En realidad, fue como si alguien te llamase para decirte que te había tocado la lotería. Pero se trataba de Miquel Palau, mi último editor. Me dijo que un estudio de Hollywood estaba dispuesto a comprar los derechos de una de mis novelas para llevarla al cine. Pero lo mejor de todo fue que querían contratarme como guionista. Al parecer, les había gustado mucho la chispa y la ironía inteligente que respiraban mis diálogos. Esas fueron al menos las palabras que empleó el señor Palau para convencerme de que debía aceptar el negocio. Cuando le dije que mi inglés era peor que el de una morsa criada en Alaska, salió con aquello de que todo estaba previsto y que me pondrían como colaborador a un guionista profesional que dominara ambas lenguas. Claro que lo mejor del invento fue que iba a ganar medio millón de dólares por los derechos de la novela y otro medio millón por escribir el guión de la película. También me proporcionarían gratuitamente una casa en Los Ángeles, un coche con chófer a mi disposición y todo el chicle que me diera la gana mascar. Lo primero que pensé fue que los americanos estaban completamente locos si iban a pagar esa pasta por una novela que estaba muy lejos de pasar a la Historia. 
--¿No me digas que te estás pensando la oferta? –oí que decía Palau al otro lado de la línea.   
Posiblemente, tardaría como unos cinco segundos en aceptar aquella bicoca. Sin embargo, los cinco segundos se me hicieron eternos, aunque no tan eternos como los cinco meses que tardé en coger el avión para Los Ángeles. Si la llamada del Miquel Palau tuvo lugar en octubre, no llegué a firmar el contrato hasta mediados de marzo. Mientras tanto, además de esperar, no hice otra cosa que ver películas americanas en la televisión. Si mal no recuerdo, maldita sea, debí salir por unas cinco diarias. Pero lo peor fue que me impuse el trabajo de volver a leer la jodida novela que esos tipos de Hollywood habían elegido para ser adaptada. Siempre odié tener que leer mis propias novelas, al fin y al cabo ya sabía quién era el asesino en cada una de ellas. Y es que las  novelas policiacas sólo tienen interés cuando el lector no sabe cuál es el final de la historia. Sin embargo, volví sobre ella y hasta se me ocurrió intentar varios modelos de guiones, no obstante empecé a darme cuenta de que la técnica se me resistía más de lo que había pensado en un principio.
Una noche, cuando trataba de dormir sin conseguirlo, me dio por pensar que los americanos se habían olvidado de mí y podía morirme esperando a que me llamaran desde Hollywood, ya que ni había firmado contrato alguno ni me habían dado un solo dólar como señal de su interés por mí.
Una mañana se me ocurrió llamar por teléfono al editor.
--Perdone, señor Palau, ¿no cree usted que nos pasará lo mismo que en Bienvenido Mr. Marshall?
--Tenga paciencia, amigo mío, tenga paciencia.  
Así que me dije que lo mejor sería no pensar más en ello y, por supuesto, no decir nada a nadie y seguir actuando como si tal cosa, es decir, con la vida sencilla y rutinaria de siempre. Porque mi vida es sin duda pura rutina. Yo siempre digo para justificarme que la rutina es el arma más valiosa del escritor, si bien no suelo creer demasiado en mis propias ocurrencias. 
En cuanto a lo de Hollywood, estuve callado como un muerto y no se lo conté ni siquiera a mis amigos de la partida del casino. A la familia tampoco se lo dije porque da la casualidad de que no tengo familia. Nunca me he casado, mis padres murieron, carezco de hermanos y las novias que me gustan se van de mi vida con la velocidad de las perseidas en agosto. De modo que nadie, absolutamente nadie en Villaval, que así se llama el pueblo donde vine al mundo, supo nada del negocio de la novela hasta que no se estrenó la película.

II

Por fin sonaron las campanas y en marzo me largué con viento fresco para Los Ángeles. A decir verdad, hasta que no estuve metido en el avión no me di cuenta de que empezaba una nueva vida. Apenas sin pensar en las consecuencias había decidido aceptar una empresa que me iba a cambiar las costumbres radicalmente. Y, para colmo, sin saber con certeza si el nuevo rumbo me gustaría o me llevaría a la desesperación. Al fin y al cabo, mi vida en Villaval era sumamente vulgar y aburrida, pero de una vulgaridad y un aburrimiento perfectamente controlados y asimilados por la costumbre de los años. Sin embargo, no me sentí preocupado ni nervioso ni nada de eso. Todo lo contrario. Pues yo creo que además del acicate del montón de dólares que me iban a soltar, decidí dar aquel triple salto mortal porque en el fondo de mi alma se cocía desde hacía tiempo como un deseo imperioso de convertirme en un hombre de acción. No al estilo del héroe de mis historias policiacas y en ese plan; tampoco al modo de aquel Aquiles homérico que abandonó la vida placentera y segura del gineceo para participar en la guerra de Troya, sino más bien pensaba como en un cambio drástico de decorados. Quiero decir que mi vida necesitaba un nueva atmósfera para seguir respirando, es decir, otra casa, otros amigos, otras mujeres, otros lugares a donde ir y venir, un paisaje distinto allí donde mirase y fuere, en definitiva, unas nuevas relaciones que para bien o para mal cambiaran radicalmente mis circunstancias vitales. 
Pero una pequeña obsesión fue tomando sitio en mi pensamiento, y me vino como escalando posiciones respecto a las demás obsesiones, es decir, sin apenas darme cuenta. Me refiero a que un par de horas antes de bajar del avión, percibí que había una demanda en la que no había caído hasta ese momento y que requería toda mi atención. Me refiero, naturalmente, a las mujeres. Las mujeres siempre habían supuesto un verdadero dolor de cabeza en mi vida. Las que me interesaban no podían soportar mis manías y rarezas de viejo lobo solitario y las que estaban dispuestas al sacrificio no me gustaban ni servidas en bandeja de plata. Sin embargo, estaba a punto de llegar no sólo a la meca del cine, sino al séptimo cielo del sexo y todas sus perversiones. Me dije que entre tanto maremágnum de mujeres y vicios algo tendría que convenirme. Porque si el catálogo de Villaval no iba más lejos de la media docena de posibilidades, el de Los Ángeles tendría que alcanzar más allá del centenar, si no es quedarse corto. La verdad es que me prometí a mí mismo que no volvería a Villaval sin haber cobrado alguna pieza, si es que alguna vez me daba por regresar al nido. Era necesario encontrar en un plazo razonable a la mujer de mi vida, al menos antes de convertirme en un saldo de hombre y que la vida se me desaguara por donde más duele. Lo cierto es que ya había cumplido los cuarenta y cinco años y la velocidad que había tomado el calendario se me antojaba como realmente pavorosa. 
En el aeropuerto había un tipo que llevaba escrito mi nombre en un cartón. Resultó que era mi chófer. Tenía todo el aspecto de ser descendiente de los antiguos aztecas y acerté plenamente. Era moreno, bajito, rechoncho y hablaba un español con un acento de lo más musical. Me dijo que se llamaba Juan Hipólito Sánchez de la Vega, pero que todo el mundo lo conocía por Johnny. Pues bien, Johnny me dijo que sus padres eran mejicanos, pero él era estadounidense por haber nacido en una ciudad algo más al sur de Los Ángeles, en San Diego, casi en la frontera con Méjico. 
Johnny tenía órdenes de llevarme a una casa que los del estudio habían habilitado para mí. Casi tardamos una hora en llegar. Pero confieso que mereció la pena el paseo. Primero porque pude conocer desde el coche una buena parte de aquella ciudad inmensa, con sus grandes bulevares y las carreteras llenas de coches y las autopistas de cuatro y cinco carriles y sus chalecitos muy bien alineados a lo largo de las avenidas. Mi casa era de dos plantas y estaba en Malibu, un barrio situado a la orilla del océano Pacífico. Tenía la fachada pintada de verde clarito y la entrada y el marco de las ventanas eran blancas, lo mismo que la puerta del garaje. Delante de la casa relucía el césped como si fuera artificial. Maldita sea, todo aquello tenía un especto realmente paradisíaco. Me sentía como si acabara de nacer en un mundo nuevo. Nada de lo que veía me parecía real.
--Le he dejado café recién hecho en la cafetera, por si le apetece. Y también algunas cosas para el desayuno de mañana –me dijo Johnny.
--Muchas gracias, no debió molestarse –le dije--No ha sido ninguna molestia y si necesita algo aquí tiene mi número –me contestó, alargándome una tarjeta de visita—El estudio me ha dicho que me ponga a su entera disposición.  
Johnny me ayudó a instalarme y me recomendó que descansara bien esa noche porque al día siguiente se presentaría a las nueve de la mañana para llevarme a los estudios. Me hizo un par de reverencias, se montó en el coche y desapareció de mi vista. 
Recorrí la casa de arriba abajo y me dediqué a escudriñar cada uno de los rincones y abrir todas las puertas. Encontré que en el segundo piso, ya que se trata de una casa con dos plantas, hay tres dormitorios, todos con baño. En la planta baja hay un hall de mucha amplitud, un salón enorme con televisión, la cocina perfectamente equipada y un cuarto para el servicio. Elegí como mi habitación el dormitorio principal, el único que tiene cama de matrimonio, así que deshice la maleta y coloqué mi ropa en el armario. De pronto empecé a sentir un sueño terrible. Eran las siete de la tarde y no era capaz de mantener los ojos abiertos ni un instante. El cambio de horario comenzaba su acción demoledora y opté sin más preámbulos por irme a la cama. No tardé un segundo en quedarme completamente dormido. Ni por un momento se me ocurrió extrañar el colchón o la almohada, tal que si hubiera dormido en esa cama toda la vida. Lo cierto es que dormí como un niño recién nacido.  

III

A la mañana siguiente, el sol holgazaneaba al otro lado de las cortinas. Me asomé a la ventana para ver el paisaje y todo lo que había era una hilera de casas al otro lado de la calle. Eran las ocho y cuarto, había dormido más de doce horas y otra vez tuve la sensación de que era un niño recién nacido en un mundo extraño. Miré en la nevera y, como dijo Johnny, había una botella de leche, mantequilla, mermelada de naranja y un paquete de pan de molde. Metí dos rebanadas en la tostadora y luego otras dos. También había café en la cafetera, así que busqué una taza más bien grande, me preparé un café con leche en el microondas, unté de mantequilla las cuatro rebanadas de pan y puse encima un poco de mermelada. Ya estaba preparado el desayuno. Me di cuenta de que, para ser el primer día en ese otro mundo, tenía más hambre que una manada de lobos. Después estuve casi un cuarto de hora bajo el agua caliente de la ducha. Hasta el momento funcionaba todo a la perfección. Elegí unos pantalones beiges y la chaqueta verde claro, pero escoger la camisa me resultó mucho más difícil: al final opté por una blanca de manga larga. Me acordé de que a los americanos siempre les gustaron los mocasines y me calcé unos que tenía de color cuero. También decidí no ponerme corbata. Ya nadie lleva corbata, salvo los ejecutivos de los bancos y los corredores de bolsa de Wall Street. Tenía que estar elegante para enfrentarme a los señores del cine. 
A las nueve en punto, Johnny apareció con su Chevrolett azul. El día anterior estaba demasiado cansado, además de impresionado por todo lo que veía, como para fijarme en la marca y el color del coche que me recogía. También Johnny me pareció más alto y menos moreno a la luz de la mañana. Me dijo que a las diez en punto me esperaba el gran jefe, señalando con el dedo hacia el cielo. No le pregunté quién era el jodido gran jefe por no parecerle tonto, ya que él supondría que yo estaba al corriente de todo. Deduje por el gesto del dedo señalando hacia las alturas que ese tipo tendría que ser presidente de algo o, como mínimo, el director del estudio. 
Me pareció estar viviendo un sueño cuando entramos en las posesiones de la Universal. La vista de tanta gente moviéndose de un lado para otro, incluso algunos iban vestidos con atuendos de otra época, me confirmó que acababa de cruzar la frontera hacia un mundo muy distinto del que venía. Johnny aparcó el coche delante de un edifico muy moderno, completamente de cristal con destellos azulados. No esperaba que él saliera del coche para abrirme la portezuela. Le miré a los ojos y encontré un gesto de lo más serio y muy en su papel de chófer. Pensé que dentro de los estudios todo el mundo tendría que representar a la perfección el personaje que le habían asignado. Johnny era chofer y como tal se comportó. Me pregunté algo intranquilo qué pose debería uno adoptar para interpretar el papel de guionista recién contratado. Johnny me dejó solo ante el peligro al llegar a la puerta de las oficinas del gran jefe. 
--Cuando termine, me encontrará en el bar que hay al otro lado de la calle.
--¿Dice usted que hay un bar?
--Sólo es un bar para la clase de tropa: extras, secretarias, carpinteros, electricistas y chóferes como yo. Los ejecutivos del estudio: actores, directores, escritores y grandes personajes tienen el suyo dos manzanas más arriba. Aquí en Hollywood no se conoce esa vaina de la democracia. Son todos unos hijos de la gran chingada.
Estuve esperando casi hora y media a que me recibiera el gran jefe, que no era otro que el director de la Universal, tal y como me había imaginado. Estuve sentado en una silla que me ofreció una secretaria de pelo rubio y piernas muy largas, tal vez demasiado largas para aquellas horas de la mañana. Había otras cuatro chicas trabajando en la misma oficina; todas muy jóvenes y vestidas con un estilo demasiado desenfadado como para no suponerles un bajo rendimiento laboral. Había gente que entraba y salía de aquella oficina, pero nadie osaba traspasar el umbral del despacho del jefe. Me habría gustado saber de qué hablaban entre ellos y a qué se dedicaban y todo eso, pero mi desconocimiento del inglés me dejaba completamente al pairo y como rabiando por no poder enterarme del negocio que se traían entre manos, con lo entretenidos que suelen ser los asuntos ajenos. 
También me pregunté cuál de esas cinco chicas que tenía delante, las cinco terriblemente atractivas, querría salir conmigo algún día y enseñarme las iglesias de la ciudad entre otros monumentos. Claro que a tenor del poco caso que me hicieron mientras estuve delante de ellas, ya que no me miraron ni una sola vez, la respuesta sólo podía ser la misma en cada uno de los cinco casos. De modo que dejé de hacerme preguntas demasiado comprometidas para una vanidad vilmente castigada hasta el momento. 
De repente, una chica bajita y morena, como de unos treinta y tantos años, entró la oficina esbozando una sonrisa abrasivamente deslumbradora para el primer día de mi vida en Hollywood. No la vi  muy de cerca, pero enseguida adiviné que sus ojos eran azules, de un azul muy claro y limpio. No se dignó mirarme, claro está, pero si lo hubiera hecho estoy seguro de que me habría deslumbrado tanto como el flash de un fotógrafo. Era tan perfecta y me sentí tan perdidamente atraído por ella que, como defensa y seguridad psicológica, me dediqué a buscarle algún defecto que me desagradara. Y, en efecto, lo encontré después de que ella, en un gesto espontáneo de su mano, se llevara el pelo hasta detrás de la nuca. Fue sólo un segundo, pero lo suficiente para descubrirle unas orejas grandes y orientadas hacia delante, mirando al frente. O sea que la chica escondía unas horribles orejas de soplillo, como vulgarmente se dice. Sin embargo, mi ánimo, en vez de apaciguarse se aceleró con más vehemencia y a punto estuve de sucumbir ante los demás encantos que ella mostraba, haciéndome olvidar esas dos enormes parabólicas ocultas bajo el pelo. Pero no se trataba sólo de su aspecto físico, sino de la simpatía que desplegaba y de cómo la trataban las chicas aquellas de la oficina. Le llamaban Carol, así que supuse que sería alguna secretaria de otro departamento del edificio. Sin embargo, una de las chicas, la misma que me había recibido, tomó el teléfono, habló con alguien y le dijo que pasara al despacho. Lo curioso fue que no habían pasado cinco minutos desde que Carol entrara, cuando me dijeron que yo también podía pasar. ¡Joder, vaya sorpresa!
Cuando abrí la puerta me encontré frente a un hombre alto y flaco pegado a una nariz ganchuda y enorme. Me extendió la mano derecha para que lo saludara, con la mano izquierda sujetaba un palo de golf. Llevaba un traje de lino gris perla, una camisa azul oscura y una corbata amarilla con elefantitos marrones. Pensé que no empezaba con buen pie, ya que no hay cosa que más saque de quicio a un hombre elegantemente encorbatado que entrevistarse con otro hombre alegremente descorbatado. Sin embargo, no creo que ese tipo se fijara demasiado en mi aspecto, pero sí me dejó fuera de combate cuando salió hablando un español más que correcto.
--Mi nombre es Ralph Barry y soy el director del estudio.
--Mucho gusto en conocerle.
--Y ésta preciosidad que está aquí sentada se llama Carol Wiley, una de nuestras mejores guionistas. Ella va a ser quien le ayude en su trabajo.
Era la segunda vez que el destino me dejaba sin habla. La primera fue cuando me dieron la noticia de que me compraban los derechos de la novela. Pero creo que esta vez fue mucho más agradable, pues sólo de pensar que iba a trabajar con esa preciosidad de mujer se me aflojaron de repente todas las junturas del alma. Sin hablar del temblor de piernas que me entró cuando ella vino a mí para darme dos besos de bienvenida. Todo muy reglamentario en el fondo, pero con el agravante de que la sonrisa de la señorita Wiley era un añadido imprevisto que aumentaba mis inquietudes y, sobre todo, mis expectativas.
Y otra cosa muy agradable fue que tanto el señor Barry como la guionista asignada se mostraron muy amables al decirme que les había gustado mi novela y que esperaban de mí que hiciera un buen trabajo respecto al guión. También me dijeron que el trabajo tenía que estar terminado en seis meses y, sobre todo, que confiara en la profesionalidad y experiencia de la señorita Wiley. El señor Barry no se cansó de insistir en esta cuestión.
--Trataré de no decepcionarles –les dije, tratando de poner mi mejor sonrisa española.
--Estamos seguros –contestaron los dos al mismo tiempo.
--¿Cuándo empezamos? –pregunté.
--Esta tarde estaré en tu casa a las cuatro en punto --dijo la señorita Wiley--. ¿Te parece bien?
--Me parece perfecto.

IV

Busqué a Johnny en el bar y allí estaba, tomándose una cerveza con patatas fritas. Le dije que me llevara a casa. Eran las doce y media y tenía que preparar el campo de batalla para los seis meses de trabajo que me esperaban. La idea de pasar medio año en compañía de aquella preciosidad parabólica que acababa de conocer me hacía creer en la humanidad más allá de lo razonable. Quiero decir que era feliz como un niño en el primer día de sus vacaciones veraniegas. Sin ningún género de dudas, me gustaba aquel mundo nuevo en el que había aterrizado no hacía todavía veinticuatro horas. Ni un día llevaba en Hollywood y ya empezaba a ser un tipo importante. De repente, de una ventana de la última planta de un edificio blanco, asomó una cabecita de mujer y gritó con todas sus fuerzas:
--¡Estoy tan cuerda como cualquiera de ustedes!
Johnny me dijo que se trataba del edificio de escritores, así que la mujer que gritaba sería una guionista encerrada con llave en su despacho hasta haber terminado el trabajo.
--Usted ha tenido suerte de que le permitieran trabajar en su casa. 
--Ya lo veo.
No tardamos ni media hora en llegar a Malibu, apenas había tráfico y para mí que Johnny estaba especialmente motivado para conducir. Imaginé que había sido la cerveza lo que le había empujado a emular las glorias del viejo Fitipaldi. No me atreví a decirle que calmara sus ansias de victoria, anque no creo que me hubiera hecho caso.
Cuando llegué a casa me encontré a la mujer de Johnny, una colombiana bajita, tetuda y culona llamada María, efectuando las labores de la casa. A Johnny se le había olvidado advertirme de tan agradable y práctica novedad. Otro regalo del estudio, me dije. De cualquier forma, entregué al matrimonio una lista de alimentos para comprar en el supermercado. No me importó lo más mínimo el hecho de cambiar de vida, pero estaba seguro de que aún no estaba preparado para modificar un ápice mis hábitos de comida.
Carol Wiley, tal como dijo, se presentó a las cuatro. Vestía de la misma manera que por la mañana, es decir, con un pantalón vaquero de color negro y una camiseta también negra. También traía puesta la misma sonrisa. Mis sentimientos amorosos comenzaron a agudizarse desde el mismo momento en que los dos nos sentamos en la mesa de comedor del salón, desenfundamos nuestros respectivos ordenadores,  sacamos los papeles a la luz, nos colocamos las gafas  en la punta de la nariz, las de ella eran unas gafas muy modernas de pasta roja, y a mí se me ocurrió decir algo así como: 
--¿Quieres un café?
--Sí, por favor.
--Si no eres hispana, ¿cómo hablas tan bien el español?
--Mi padre era diplomático y vivimos quince años en Costa Rica.
Luego me demostró que se sabía la novela de memoria y he de decir que nuestros puntos de vista con respecto a la adaptación cinematográfica eran muy parecidos. Me inflé como un pavo cuando ella me dijo que estaba asombrada por mis conocimientos de cine y de literatura americana. Desde luego a ella no le resultó demasiado sencillo que yo asimilara el método para escribir un guión, algo bastante distinto a todo lo que había escrito hasta ese momento. Carol me explicó que a los actores no les gustan los diálogos muy largos y enrevesados y con palabras difíciles y rebuscadas. 
--Recuerda –me dijo—que Fitzgerald no triunfó como guionista porque sus diálogos eran demasiado literarios.
También me advirtió que el presupuesto de la película comenzaba a fraguarse en el mismo guión y que desde el primer momento había que tener en consideración que cuanto más dinero ahorráramos al estudio nuestras carreras como guionistas durarían mucho más, sobre todo en estos tiempos de crisis económica. Me explicó que a veces los guionistas, como el dinero no sale de sus bolsillos, escriben escenas imposibles de rodar o carísimas de financiar. 
Aquel primer día de trabajo lo dedicamos a establecer los ámbitos de la acción y, sobre todo, el nombre y las características de cada uno de los personajes. Había que cambiar la ciudad de Madrid, que es el lugar donde transcurre la acción en la novela, por la ciudad de Los Ángeles; y también el nombre de los personajes, americanizándolos todo lo posible. La verdad es que tal actividad nos llevó varios días, los justos para que se instaurara entre nosotros una relación de confianza y camaradería que al menos empezaba a rayar en la amistad. Me refiero, claro está, a la verdadera amistad. No es que me contara gran cosa de su vida, salvo que nunca se había casado y que su padre estaba jubilado y que su madre la llamaba todas las noches para contarle banalidades de su vida. También me dijo que tenía un hermano mayor en Chicago y otro menor en Mineápolis.
La mayoría de los días se quedaba a cenar conmigo. Estaba emocionada con las tortillas de patatas y las ensaladas de tomates, lechuga, huevos duros y cebolletas que yo le cocinaba. Ella quiso un día llevarme a un restaurante de la zona y fuimos a uno que se llama Dukes Malibu. Al final de la cena, trató de pagar ella la cuenta, pero le dije muy en serio que los españoles no dejábamos que las mujeres se ocuparan de esas cosas. La verdad es que me costó la broma la friolera de setecientos dólares, un buen palo para lo que yo estaba acostumbrado a pagar en Villaval. Pero me dije que para qué demonios quería tanto dinero como me había pagado el señor Barry.
La cena habría sido muy agradable si Carol se hubiera abstenido de darme un recital ideológico. Insistió al final de la velada sobre sus teorías feministas, argumentando que la caballerosidad mostrada hacia ella era propia de tiempos muy remotos y, que además de otros detalles que había captado hasta ese momento, el asunto del pago de la factura le había convencido de que aún guardaba en mi interior demasiados vicios machistas que debía subsanar cuanto antes. Pero no me habló solamente de feminismo, sino que se introdujo de lleno en el campo siempre espinoso de las ideas políticas, manifestándose como una chica radicalmente de izquierdas. La verdad es que me dio la impresión de que a Carol lo que le gustaba en realidad era arrastrar el fardo de todas y cada una de las indignaciones de la época. En España, desde luego, uno ya había conocido a más de una con la misma tendencia, y me dije que ese modelo de mujer comprometida debía de estar muy extendido por el mundo. No tardó mucho en preguntarme si yo también era de izquierdas.
--¿Cuantos guiones te ha comprado el estudio? –le pregunté a bocajarro.
--Veinte en diez años que llevo escribiendo –me respondió con cierto orgullo brillándole en los ojos.
--¿A medio millón cada uno?
--Unas veces más y otras menos.
--Pues entonces, contestando a tu pregunta, creo que yo aún no soy lo suficientemente rico como para ser de izquierdas. Tal vez pueda serlo dentro unos años. Si es que sigue la racha.
--¿Sabes que eres algo cínico?
  

V

Fue muy entretenido y aleccionador escribir aquel guión en compañía de Carol Wiley. Ni que decir tiene que yo terminé perdidamente enamorado de ella, y cuando aparecía por la mañana, con aquella sonrisa tan radiante y diáfana, me derretía como la mantequilla en la tostada caliente del desayuno. Recuerdo que llevábamos cinco meses trabajando y estábamos a punto de terminar el guión cuando decidimos abordar las escenas de cama que tendrían que rodarse en la película. Las habíamos dejado para el final para establecer, a tenor de cómo se hubiera desarrollado la historia, la intensidad emocional que precisarían mostrar los personajes.
--Creo que tu personaje tiene todo el aspecto psicológico de ser un verdadero desastre en la cama –me dijo, mirándome muy fijamente a los ojos. 
Lo cierto es que no detecté ninguna insinuación maliciosa en aquella suposición. Al menos, en aquel momento. Incluso estuve a punto de sucumbir bajo el fuego azul de sus ojos. Todo lo que llegué a pensar fue que necesitaba decirle que la quería y que estaba enamorado de ella y que era la mujer que siempre había soñado y, sin ninguna duda, la mujer que el destino, desde el principio de los tiempos, me tenía reservado. Pero no me atreví a confesárselo y opté por seguirle la corriente en sus descabelladas teorías sexuales acerca de mi personaje.
--No sé por qué razón mi detective ha de ser un desastre en la cama. ¿De dónde has sacado esa conclusión? Desde mi punto de vista, no creo que haya en toda la novela indicios suficientes para afirmar algo semejante. Todo lo contrario. Sin embargo, si es lo que tú piensas, estoy dispuesto a estudiar ese aspecto.
Entonces me dijo que sí, que yo tenía razón al decir que en la novela no había pistas suficientes para defender una idea tan temeraria, pero que podíamos aceptar lo que ella pensaba por la sencilla razón de hacer algo diferente, ya que casi todas las escenas de sexo rodadas en Hollywood suelen dar por supuesto la idoneidad sexual de los amantes.
--¿Te imaginas el efecto que ejercería en el espectador si resulta que el héroe es un amante imperfecto? ¿No lo humanizaría? Además, mi idea está basada en las estadísticas que se manejan al respecto.
--¿Qué dicen las estadísticas?
--Pues nada menos que el ochenta por ciento de los hombres dejan mucho que desear en la cama.
Lo más extravagante fue que, para escribir las escenas de sexo, a Carol se le ocurrió el atrevimiento de que primero había que ensayarlas al natural, proponiéndome que subiéramos al dormitorio para llevarlas cabo y trabajar luego con conocimiento de causa. No es difícil imaginar qué tipo de temblores me sacudieron cuando comprendí lo que esa chica pretendía. Bueno, para empezar, no me salía la voz de la garganta ni me llegaba la camisa al cuerpo, simplemente me limité a decir que sí con la cabeza y a liderar la marcha hacia el piso de arriba.
Desde luego, cuando llegamos al dormitorio, me quedé quieto como un estafermo, paralizado, como a tres metros de la cama. De ninguna manera quería ser yo el que marcara el ritmo de la acción. Así que fue Carol la que retiró la colcha y luego se echó sobre la cama, vestida como estaba, pidiéndome por favor que me pusiera encima de ella. Yo cumplí la orden con la mayor diligencia que pude y, como ella me dijo, clavé los codos junto a sus costados, con mi cara pegada a la suya, mas nervioso que la llama de una vela en plena corriente de aire. Entonces ella me explicó, como si yo fuera un ignorante en la materia, que esa era la postura más normal entre los amantes, y que nuestro personaje, al adoptar precisamente tal posición, tenía que caerse a plomo sobre la mujer y clavarle el codo en un costado, justo a la altura del bazo y además dándole un cabezazo en la nariz.
--¡Hazlo tú, por favor, cáete a plomo sobre mí!
--¿Tengo que darte el cabezazo?
--Mejor será que simplemente lo señales.
Realicé el ejercicio que me impuso y caí sobre su cuerpo tal como me había indicado; entonces ella empezó a resoplar y a gritar como una loca y a empujarme con todas sus fuerzas. Obviamente, yo terminé la escena tumbado sobre la alfombra, patas arriba, después darme un cabezazo contra la pared. Me dijo que así tenía que gritar y resoplar nuestro personaje femenino cuando el hombre se le cayera encima, pero no de placer sino de dolor, tratando de defenderse. Volvimos a intentar otras posturas y nuestro héroe volvía a fracasar y a provocar una serie de daños corporales a su amante. Pero fue durante el beso que me dijo que le diera, según ella para mostrar la impericia del hombre, cuando yo conseguí animarme con uno de esos calentamientos globales que tanto preocupan a los estudiosos del planeta. Porque yo la besé, esa es la verdad, con toda la sabiduría y pericia que fui capaz de encontrar dentro de mí, pero cometí el error de elegir ese preciso momento para expresarle todos mis sentimientos. Quiero decir que le abrí mi corazón de tal manera que fui capaz de confesarle, cuando aún estaba encaramado sobre ella, que la quería con toda mi alma, que estaba enamorado de sus huesos hasta lo más profundo de mi ser, y, lo más importante, que me casaría con ella sin pensármelo dos veces.
Al terminar mi declaración de amor, juro que jamás he visto una cara más aterrada que la de esa chica. Casi no podía articular palabra. De un empujón me hizo aterrizar de nuevo sobre la alfombra, con cabezazo incluido, después se levantó y empezó a gritarme improperios muy desagradables. Me preguntó que si me había vuelto loco de remate y también me dijo que ella no había pretendido, con esos ensayos tan realistas, provocarme sexualmente ni tampoco insinuar que pudiera estar interesada en mi persona. Estaba la tía tan ferozmente alterada que me dijo que en cuanto acabáramos el guión no volvería a verla en mi vida. 
--¡Levántate! --me gritó. 
Y cuando ya estuve de pie, blanco como una pared de cal, va la tía y saca de su bolso la fotografía de una negrita bembona con los ojos muy grandes y brillantes, el pelo rizado y unos pantalones vaqueros tan ajustados que parecía que iba a estallarle el culo de un momento a otro. 
--Todo el mundo en Hollywood sabe que soy lesbiana y que la mayoría de mis guiones tienen como argumento la homosexualidad femenina y el odio a los hombres que son como tú. ¿Es que no te has metido en internet para saber quién soy yo?
--Creí que para saber quién eras bastaba con hablar contigo –le contesté --¿Tú me has investigado a mí?
--Claro que te he investigado y, tanto por internet como por tu novela y, sobre todo, por la relación que hemos mantenido estos cinco meses, he comprobado lo que ya sospechaba de ti, es decir, que eres un machista, un misógino y un auténtico reaccionario.
--A lo mejor te quedas corta en tus adjetivos, no digo que no, pero una vez confesadas tus inclinaciones y ya que me conoces tan bien, digo yo que si no te interesaría casarte conmigo. Puedes tomarte el tiempo que quieras para pensártelo. En serio. 
El portazo que dio a la puerta creo que se oyó en Canadá. Sin embargo, terminamos el guión y desde entonces no volví a ver a Carol hasta el estreno de la película, es decir, hasta un año y medio después. Porque yo he de decir que me quedé a vivir en Los Ángeles, en la misma casa, ya que el señor Barry me contrató de nuevo para adaptar una novela de Graham Greene. Al parecer, le había entusiasmado mi trabajo. La verdad es que yo tenía pensado volver a Villaval y recuperar mi vida tranquila de siempre, pero acepté de inmediato la propuesta. Sólo le puse como condición que me dejara trabajar solo. Él dijo que sí y aquí estoy.  
Cuando estrenaron la película basada en mi novela y en el guión que había escrito al alimón con Carol Wiley, que por cierto se presentó en la fiesta del estreno con su novia la negrita, he de decir que un servidor fue uno de los invitados de honor, aunque ya se sabe que en el cine el mérito se lo reparten entre actores y directores. 
No obstante, al ver la película, me quedé realmente horrorizado. ¡Qué decepción! Y no solamente porque mi pobre gran héroe, mi maravilloso detective privado, hiciera el amor con la torpeza infantil de los patos, sino que estas escenas de cama, donde repito que mi personaje es presentado como un amante imperfecto por la resentida imaginación de Carol Wiley, fueron las únicas secuencias que pude reconocer del guión que yo había entregado al estudio. Todos mis diálogos chispeantes y salpicados de inteligente ironía habían sido suprimidos como por arte de magia. ¿Pudo ser Carol la maga castradora? Seguramente. Cuando se lo pregunté, ella sólo se dignó contestarme con una sonrisa tan maliciosa como reveladora. Sin embargo, todo el mundo me dio la enhorabuena por haber escrito aquel bodrio de guión. Incluso una señora que me dijo que se llamaba Kim, con un pelo rubio maravilloso, unos ojos azules de ensueño y un culo puramente arcangélico, me comentó, al tiempo que sonreía y se colgaba de mi brazo, que estaba segura de que el guión sería candidato a un premio de la Academia. Y es que, señores, esto es Hollywood, por si no se habían enterado.  
FIN 

                   
   
 




                         

                                               

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