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1 de marzo de 2013

ARGO Y OTRAS PRESENTACIONES



CARTAS A DORA MALENGO
MADRID, 1 DE MARZO DEL 2013

QUERIDA DORA: por si tenías pensado venir a la presentación de mi novela, te diré que la fecha ha cambiado. Ya no será el viernes ocho de marzo sino el miércoles seis. Lo único que no se ha modificado ha sido la hora y el lugar: sigue siendo a las ocho de la tarde en la librería “La Fugitiva”, calle de Santa Isabel, número siete. El presentador va a ser Miguel Ángel del Arco, periodista, crítico literario y profesor de la Universidad Carlos III de Madrid. Estoy francamente contento e ilusionado con este libro, si bien la edición me parece un poco modesta, como si estuviéramos en crisis y hubiera que moderarse en los gastos. Sin embargo, pienso que la editorial ha debido apostar mucho más por esta novela. El tiempo lo dirá.
Anoche estuve en el cine. No vuelvo a creer en el magisterio de la Academia de Hollywood. ¿Cómo es posible que “Argo” se haya llevado el Óscar a la mejor película? Estoy casi seguro de que es la peor de todas las que se mencionaron esa noche. Y no digamos de las cuatro finalistas. El que utilice ese anglicismo horrible de “nominadas”, además de cursi es un traidor a la patria. ¿No se dice que la patria es el idioma?
En cuanto observé el peinado revuelto del guionista, ese tal Chris Terrio, y su forma nerviosa de hablar, supe que algo no iba a funcionar bien. Y así ha sido. Un bodrio de guión. Sin contar con la peor interpretación que se conoce de Ben Affleck. De cualquier manera, este chico siempre me ha parecido un mediocre como actor y no digamos como director. Ahora me explico la cara de Spielberg cuando lo vio con el Óscar en la mano. Todavía no he visto Lincoln, pero estoy seguro de que es infinitamente mejor que el terrible “bluf” que me tragué anoche. La única explicación lógica que podría entender es que el pueblo americano necesite cada cierto tiempo una inyección de patriotismo, y han considerado que premiar con un Óscar a una película como Argo constituiría suficiente dosis al menos por una temporada. Entenderlo de otra manera escapa a cualquier inteligencia de nivel medio.
         Por cierto, si hablamos de inteligencias nada mejor que nombrar la del difunto Eugenio Trías. Un portento de sabiduría. ¡Cuánto he sentido su muerte! Así que empiezo a leer de nuevo “Los límites del mundo”. Un placer ir caminando con Trías a través del método hacia esos espacios fronterizos que marcan difusamente los límites del mundo conocido, eso que él llama: “el cerco del aparecer”. Trías dice “somos los límites del mundo”, por eso define la metafísica como “la ciencia imposible del Más Allá”. El Más Allá es aquello donde ya no ha lugar a conocimiento ni a ningún decir con sentido; más allá está lo que trasciende o rebasa las fronteras del mundo, es decir, lo que se extiende más allá de la naturaleza, aquello sobre lo cual ya no hay ciencia posible. Sin embargo, puede y debe ser meditado, hasta el punto, dice Trías, que pensar en ello constituye el negocio de una razón metafísica críticamente esclarecida, renunciando a toda pretensión de convertirse en todo un “corpus” de conocimientos objetivos.
         Mi querida Dora, te parecerá complicado entender estos párrafos de cariz filosófico, pero te aseguro que una vez asimiladas estas ideas y otras que Trías expone en su libro, empiezas a comprender las cuestiones que han preocupado a los filósofos desde el principio de los tiempos. Pero no te quiero cansar con mis obsesiones. No obstante, reflexionar sobre quiénes somos y cuáles son nuestros límites y cómo trascenderlos, si fuera posible, deberían ser preguntas constantes en la vida de cualquier ser humano. El problema del hombre moderno es que reflexiona poco sobre su propia condición de hombre. Es decir, apenas se pregunta acerca del ser. El hombre es perezoso en materia de metafísica, como si le diera miedo adentrase en ese bosque encantado que probablemente seamos. 
Por cierto, ¿vendrás a la presentación de la novela? Al menos, ya sabes que fingiré que me miro en tus ojos negros, como si estuvieras allí.
         Un millón de besos.  Antonio
        

        

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