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8 de octubre de 2014

SOMERSET MAUGHAM


Martes 7 de octubre del 2014

Bueno, pues yo estaba tomando el té en la terraza del Hotel de París, en Montecarlo, y el caso es que me di cuenta de que a la mesa de al lado vino a sentarse un señor que vestía con la elegancia de otras épocas. Llevaba puesto un traje de verano de color gris claro con chaleco del mismo color. Un pañuelo blanco sobresalía del bolsillo superior de la chaqueta. La camisa también era blanca y una corbata amarilla, vanidosa, brillaba entre rayas azules y grises. Pero lo mejor de su atuendo, aquello que más me llamó la atención, fueron sus zapatos, unos mocasines de color burdeos que me hicieron preguntarme si habían sido hechos a medida.
         Yo supongo que el caballero advirtió primero mi admiración y, al instante, la curiosidad que sus zapatos habían causado en mí, ya que en su cara apareció de súbito un gesto muy claro de orgullo.
--Me los hicieron a medida en Londres, me dijo, en el 88 de Jermyn St. El zapatero se llama John Lobb. ¿Lo conoce? Cualquiera que pretenda ser elegante, tanto en este mundo como en el otro, además de viajar una vez al año a París, como decía Balzac, ha de poseer unos zapatos hechos a mano por John Lobb. Estos zapatos que usted tanto admira me los hizo en el 2003, año del cincuentenario de la coronación de la reina Isabel II. Naturalmente no son los únicos zapatos que tengo de este zapatero, pues me encargué otro par en 1975, pero esta vez con el fin de celebrar con cierta dignidad el décimo aniversario de mi muerte. No pensará que tanto John Lobb como un servidor aún tenemos el honor y el horror de  estar vivos. Nada de eso. El zapatero lleva muerto ya un par de siglos por lo menos y yo ya estoy cerca del cincuentenario, fecha en que, si Dios quiere, me encargaré otro par de zapatos, aunque esta vez van a ser algo más abotinados y de color negro.
--¿Quién es usted? –le pregunté algo alterado por lo que me acababa de decir.
--¿No me ha conocido todavía? ¿Cómo es posible? No solamente es usted incapaz de distinguir unos Lobb, sino que no sabe que soy Somerset Maugham, el escritor más famoso de los años treinta y cuarenta y le aseguro que aún cobro derechos de autor. ¿Cómo si no me habría podido permitir estos zapatos? Le aseguro que John Lobb sigue tan carero y subido de tono como cuando vivía, tal vez algo más.
Es verdad, no me había fijado bien, el tipo de los zapatos era nada menos que Somerset Maugham. Sí, en efecto, una vez que me lo dijo, enseguida caí en la cuenta: esa barbilla tan pronunciada; una boca grande y extraña, como serpenteante; su ligero tartamudeo y, sobre todo, su elegancia exquisita. Claro que era Somerset Maugham. Y como desde lo de Hemingway se me aparecen los muertos a puñados, pues eso, no le di la mayor importancia. Creo que hasta él se extrañó de que considerara su visita como un acontecimiento dentro de lo normal.
--Lo cierto es que no estoy acostumbrado a que ningún vivo perciba mi presencia, salvo algunos niños, los gatos y, no digamos los perros, que se ponen a ladrar como si les entrara la rabia. En cualquier caso, me alegro de hablar con un señor tan normal como usted. Por cierto, ¿ha leído alguna de mis obras?
--Siento decirle que sólo he leído una: “El filo de la navaja”, y de eso hace ya muchos años.
--Esa novela fue uno de mis mayores éxitos, junto a “Servidumbre humana”. Seguro que el personaje que más le gustó fue el de Larry Darrel. ¿No es así? Un joven que tras la guerra y ver morir a un amigo, se empieza a preguntar acerca del sentido de la vida. Sí, la verdad, esa historia fue un éxito memorable.
--Sin embargo, se equivoca en lo que a mí respecta, ya que el personaje que más me llamó la atención fue el de Elliott Templeton. A mi esa clase de “bon vivant”, entre esnob y dandy, con el añadido de una gran dosis de cinismo, siempre me ha producido un profundo interés, mucho más que el de personajes como Larry Darrel, tan difíciles de perfilar, sobre todo cuando se entran en cuestiones de carácter religioso y místico, un terreno muy peligroso para que el escritor acierte y quede bien.
--Estoy completamente de acuerdo con su apreciación. ¿Y sabe qué le digo? Pues que no es usted el primer lector que se inclina por Elliott Templeton. De hecho, Oscar Wilde me dijo el otro día que ese personaje debió ser el que llevara el peso narrativo de la trama. A él también le pasó con su Lord Henry, que casi desaparece a media novela en favor del imbécil de Dorian Gray.
--Los críticos dijeron, señor Maugham, que los lectores de sus novelas eran unas señoras.
         --Nunca me llegó a importar lo que dijeran los críticos. En definitiva, mis libros fueron los más leídos en todo el mundo y, gracias a ellos, yo me podía dar una vida llena de lujos y caprichos, como por ejemplo que John Lobb me hiciera los zapatos a medida. Claro que para serle del todo sincero, le confieso que el único crítico que me molestó, aunque tampoco demasiado, fue ese resentido de Edmund Wilson, cuya pluma rezumaba veneno cuando se trataba de valorar a escritores de éxito. Ese tío se creía el no va más de la “intelectualité” mundial, pero en el fondo estaba amargado porque, en realidad, él era incapaz de contar una historia más o menos coherente. Quiero decir que Wilson, por ejemplo, nunca superó que un tipo tan poquita cosa, física e intelectualmente, como  Scott Fitzgerald, compañero suyo en Princeton, fuera tocado por los dioses y le saliera la literatura con tanta naturalidad y a borbotones del mismo centro geométrico del alma. Lo mismo que a mí, si usted me permite la inmodestia, que en vida llegué a escribir setenta y ocho obras, entre novelas, ensayos y piezas de teatro, de las que veinticuatro fueron llevadas al cine. Incluida, claro está, “El filo de la navaja”, que ya lleva dos versiones en su haber.
--¿Puedo preguntarle, señor Maugham, si vive usted en el cielo o en el infierno?
--Me hospedo en el cielo, desde luego, mucho más tranquilo y silencioso que el infierno. Y lo que es mejor, mucho más barato. El infierno se ha puesto imposible de caro. Todo vale el triple que en Londres y París. Una locura de inflación. Sin hablar del déficit público. Tenga en cuenta que en el infierno los socialistas siempre consiguen la mayoría absoluta. Y luego hay un ruido imposible de soportar y le juro que en ese ambiente de tan mal gusto y de tan baja estofa no hay quien escriba. No se lo va a creer, pero todas las calles y plazas están llenas de bares, restaurantes, salas de fiesta, teatros, burdeles, conventos de jesuitas, casinos, cines que sólo dan películas españolas y, lo que es peor, una caja de ahorro en cada esquina. Una vulgaridad insufrible. Además, en el infierno no hay quien encuentre un apartamento con aire acondicionado. Y si lo encuentras prepara el bolsillo. De modo que uno, en el cielo, vive divinamente, a cuerpo de rey, y encima puedo viajar cuanto quiera y a donde quiera. Cada año procuro no me perderme la temporada en la Costa Azul. Después me doy una vuelta por París y Londres, entre otras cosas para comprarme ropa y ver si aún se venden mis novelas o se representan mis obras de teatro. Le recomiendo que espere a morirse para viajar por todo el mundo. Viajar de muerto es lo más desengañado y, sobre todo, lo más cómodo. Ni que decir tiene que uno siempre va de incógnito y en primera clase. Y no hablemos de los descuentos. Una ganga.



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